miércoles, 4 de mayo de 2011

La Reina y yo
Sue Townsend







1

Incómoda reposa la cabeza

La Reina estaba en cama, mirando la televisión con Harris. Era noche de elecciones: jueves, 9 de abril de 1992, a las once y veinte. Harris bostezó, mostrando sus afilados dientes y su lengua de color de hígado.
—¿Te aburren las elecciones, querido? —preguntó la Reina, acariciándole el lomo.
Harris ladró al televisor, en cuya pantalla se movía convulsivamente un despliegue de monigotes de ordenador (hombrecitos con sombrero de copa). La Reina los contempló un rato con divertida incomprensión, antes de percatarse de que los personajes electrónicos, rojos, naranja y azules, representaban la composición actual de la Cámara de los Comunes. Un hombre alto agitaba los brazos delante del gráfico y parloteaba a propósito de la fiabilidad de los sondeos de opinión y de la probabilidad de un Parlamento equilibrado. La Reina echó mano del mando a distancia y bajó el volumen. Le vino a la mente el recuerdo de que, a una hora más temprana del día, un secretario le había pasado un recorte de un periódico conservador acompañado de las palabras:
—Puede que esto la divierta, señora.
Y la había ciertamente divertido. Una médium contratada por el periódico declaraba haberse puesto en contacto con los espíritus de Stalin, Hitler y Gengis Kan, quienes le habían asegurado, los tres, que caso de haber tenido ocasión se habrían apresurado a acudir a los colegios electorales y votado al Partido Laborista. A la hora de la cena ella había mostrado el recorte a Felipe, pero éste no le vio la gracia.
Harris gruñó desde el fondo de su garganta, saltó de la cama y avanzó contoneándose hacia el televisor. En aquel momento eran las once y veinticinco. Harris ladró colérico a la pantalla cuando se anunciaron los resultados de Basildon. La Reina se recostó en sus delicadas almohadas de lino y se preguntó quién le besaría la mano el día siguiente por la tarde, si el gentil John Major o el perfectamente agradable Neil Kinnock. En realidad, no tenía una preferencia concreta. Ambos líderes políticos apoyaban públicamente la monarquía y ninguno de los dos era la señora Thatcher, cuyos ojos dementes y estrangulada voz habían intimidado considerablemente a la Reina en sus habituales reuniones de las tardes de los martes. A la Reina le habría gustado saber si alguna vez amanecería el día en que un primer ministro victorioso dejase de apoyar la monarquía.
Los hombrecitos electrónicos desaparecieron de la pantalla para ser reemplazados de nuevo por políticos ansiosos que concedían entrevistas, y Harris perdió interés y regresó a la cama de un salto. Tras describir un círculo completo, se instaló en la suave blandura del cobertor y adoptó una posición cómoda y distendida. La Reina tendió la mano y le deseó buenas noches con unas palmaditas; se quitó las gafas, oprimió el botón de desconexión del mando a distancia y, a continuación, acostada en la oscuridad, esperó que le llegara el sueño. Las preocupaciones familiares corrieron a apelotonarse en su mente. La Reina susurró la oración que Crawfie, su aya, le había enseñado más de sesenta años atrás:

Si muriera antes de despertar
ruego al Señor que tome mi alma.

Mientras hacía su última inspiración consciente antes de abandonarse al sueño, la Reina trató vagamente de imaginar qué les ocurriría a ella y su familia si resultaba elegido un Gobierno republicano: ésta era su pesadilla.
2

Un soplo de aire

La Reina se sobresaltó al ver que Jack Barker dejaba caer su cigarrillo sobre la alfombra de seda. Un leve olor a quemado se extendió entre ellos. Jack dominó su impulso de pedir disculpas. La Reina lo miró desdeñosamente. A él, las tripas le produjeron un gorgoteo. La foto de la Reina estaba colgada en su aula por la época en que él se esforzaba en aprender la tabla del nueve; en su infancia, solía mirarla en demanda de inspiración. El príncipe Carlos se inclinó y recogió la colilla del cigarrillo. Buscó en torno algún lugar donde depositarla, pero, como no lo encontró, la deslizó en su bolsillo.
La princesa Margarita dijo:
—Lilibet, yo debo tener una criada. ¡Por favor!
—¿Podemos abrir las ventanas, señor Barker? —preguntó la Reina.
Su acento produjo a Jack la sensación de que le cortaba un cristal. Casi se sorprendió de no sangrar.
—Imposible —replicó él.
—¿Voy a tener mi propia casa, señor Barker, o habré de compartirla con mi hija y mi yerno?
La Reina Madre dedicaba a Jack su famosa sonrisa, pero sus manos retorcían la amplia falda de su vestido color vinca formando con la tela una especie de nudo.
—Tendrá usted una casa adosada de pensionista. Es lo que legítimamente le corresponde como ciudadana de a pie de este país.
—Una casa adosada, bien. No me las sabría arreglar muy bien si hubiera escaleras. El personal, ¿vivirá allí o será externo?
Jack rompió a reír y miró a sus colegas republicanos: seis hombres y seis mujeres, seleccionados cuidadosamente como testigos de aquella ocasión histórica.
—No parece usted entenderlo. No habrá personal, ni ayudas de cámara, ni cocineros, ni secretarios, ni doncellas, ni chóferes. —Volviéndose hacia la Reina, añadió—: Tendrá usted que intervenir de vez en cuando, echarle una mano a su mamá. Aunque a ella probablemente le corresponderá también el servicio de Comida Sobre Ruedas.
La Reina Madre pareció muy complacida al oír aquello.
—¿Así que no moriré de hambre?
—Bajo el Gobierno del Partido Republicano del Pueblo, nadie pasará hambre en Gran Bretaña —dijo Jack.
El príncipe Carlos se aclaró la garganta e intervino:
—Ejem, ¿puede uno, ejem, inquirir dónde...? Es decir, ¿la ubicación?
—Si lo que me pregunta es adónde irán todos ustedes, no se lo diré. Lo único que por el momento puedo comunicarles es que estarán todos ustedes en la misma calle, pero tendrán por vecinos inmediatos a extraños, personas desconocidas de clase obrera. Aquí hay una lista de lo que deben llevar consigo.
Jack tendió fotocopias de cada una de las listas que su esposa había compilado sólo un par de horas antes. Encabezaban las listas las indicaciones: Artículos Esenciales; Mobiliario; Accesorios apropiados para una vivienda municipal de dos dormitorios o una casa adosada de pensionista. La lista de la Reina Madre era considerablemente más corta, según ella misma observó. Jack ofrecía los papeles, pero nadie se adelantó a recogerlos. Jack no se movió. Sabía que uno de ellos cedería. Finalmente, Diana se levantó: detestaba las escenas. Tomó los papeles de manos de Jack y entregó a cada miembro de la familia real su lista. Hubo un silencio de unos minutos mientras todos leían. Jack tocaba furtivamente la pistola que llevaba en el bolsillo. Sólo él sabía que no estaba cargada.
—Señor Barker, aquí no se menciona a los perros —dijo la Reina.
—Uno por familia —replicó Jack.
—¿Caballos? —preguntó Carlos.
—¿Tendría usted un caballo en el jardín de una vivienda municipal?
—No. Realmente. Uno no piensa, a veces.
—Las ropas no están en la lista —dijo tímidamente Diana.
—No necesitará usted muchas. Sólo las estrictamente esenciales. No tendrá que hacer apariciones públicas, ¿verdad?
La princesa Ana se levantó y se situó junto a su padre.
—¡Gracias a Dios! Por lo menos algo bueno ha salido de este maldito embrollo. ¿Estás bien, papá?
El príncipe Felipe se encontraba, de hecho, conmocionado, y ello desde que la noche anterior conectó la televisión para ver a las once y veinticinco el Especial Elecciones y presenció el anuncio de la elección de Jack Barker, fundador y líder del Partido Republicano del Pueblo, como miembro del Parlamento por Kensington West. El príncipe Felipe, a través de la pantalla, había asistido incrédulo al discurso que Barker pronunciaba ante una jubilosa multitud en el ayuntamiento. Los contribuyentes de mediana edad le habían vitoreado juntamente con los jóvenes de jeans deshilachados que lucían aros en la nariz. Entonces había tomado el teléfono y aconsejado a su esposa que mirase el televisor. Media hora más tarde ella le llamó a su vez:
—Felipe, haz el favor de venir a mi cuarto. Permanecieron despiertos hasta altas horas de la madrugada, mientras un candidato republicano tras otro eran declarados electos en medio del ruidoso regocijo de la ciudadanía británica. Sus hijos, gradualmente, se les unieron. A las siete y media los criados les sirvieron el desayuno, pero nadie comió nada. A eso de las once de la mañana el Partido Republicano del Pueblo llevaba conseguidos 451 escaños y John Major, el primer ministro conservador, admitía a regañadientes su derrota. Poco después, Jack Barker anunciaba que él era primer ministro. Iniciaría sus funciones, dijo, acudiendo al Palacio de Buckingham para ordenar a la Reina que abdicase.
Los trece republicanos, que acudieron en un minibús, fueron acogidos en las puertas del palacio por los saludos de los sonrientes policías que montaban guardia. Los soldados de la Caballería de la Guardia Real se habían quitado los grandes gorros de piel y los agitaban en el aire. Los miembros del servicio personal de la Reina les estrecharon la mano. También les ofrecieron unas copas de champaña, que ellos, sin embargo, rechazaron cortésmente.
Hasta su elección como miembro del Parlamento por Kensington West, Jack Barker había sido el líder de una sección disidente del Sindicato de Técnicos de Televisión. Durante las tres semanas que precedieron a las elecciones generales, Jack y sus descontentos colegas habían estado emitiendo mensajes subliminales al público espectador: «VOTA REPUBLICANO - FUERA LA MONARQUÍA».
El sábado anterior a las elecciones, The Times había reclamado el desmantelamiento de la monarquía. Cien mil antimonárquicos se manifestaron desde Trafalgar Square a Clarence House, ignorantes de que la Reina Madre estaba en las carreras. Una violenta tormenta los dispersó antes de que ella regresara, aunque todavía alcanzó a ver por la ventanilla de la limusina algunas pancartas abandonadas: «DIOS LA MALDIGA, SEÑORA».
—Para ti —dijo, pasándoselo a su esposa. Quien llamaba era Jack Barker.
—¿Qué le ha parecido el sitio? —preguntó.
—No me gusta. Y a propósito, ¿qué le ha parecido a usted?
—¿Qué me ha parecido qué?
—Downing Street. Hay un atroz volumen de trabajo. Todas esas cajas rojas.
—¡Cajas rojas! —se mofó Barker—. Tengo cosas mejores que hacer que entretenerme con ellas. Buenas noches.
La Reina colgó el teléfono y dijo:
—Mejor será que empecemos a entrar los muebles, ¿no?
Un error, pensó, seguramente querían decir «Dios la bendiga», ¿no?
Aquella noche observó que el personal de servicio se mostraba arisco y poco cooperador. Tuvo que esperar media hora antes de que un sirviente corriese las cortinas de su dormitorio.
El día de las elecciones, tras el lavado de cerebro practicado por los técnicos de la televisión, el pueblo británico había emitido su voto.


Un oficial de la Caballería de la Guardia Real llamó a la puerta y a continuación entró en el cuarto.
—Le reclaman a usted, señor —dijo.
Jack replicó con irritación:
—No me llame señor, para usted soy simplemente Jack Barker, ¿entendido? —Luego se dirigió a los miembros de la realeza allí reunidos—: Saldremos al balcón a respirar un poco de aire.
El trayecto desde la parte trasera a la fachada del palacio dejó a Jack sin aliento: estaba en baja forma y hacía mucho tiempo que no había caminado tanto.
Mientras avanzaba pesadamente por los interminables corredores no pudo menos que preguntar a la Reina:
—¿Cuántas habitaciones tiene usted?
—Las suficientes —dijo la Reina.
—Cuatrocientas treinta y nueve, creemos —anunció Carlos servicialmente.
Al doblar una esquina llegó a sus oídos un gruñido refunfuñante, como el de un oso al que hostigaran con un bastón para despertarlo de su sueño invernal. Cuando los republicanos y la realeza entraron en la sala central, aquel rumor se hizo abrumador y, en el instante en que Jack Barker salió al gran balcón, la muchedumbre congregada abajo abrió sus gargantas y comenzó a rugir:
—¡Jack, Jack, échales, Jack!
Jack posó la mirada sobre la masa de ciudadanos británicos que rodeaba el palacio. El Mall y los parques estaban tan llenos de cuerpos que resultaba imposible ver ni un centímetro del pavimento ni una brizna de hierba. Él era ahora responsable de su alimentación, su educación, incluso de sus desagües..., y de encontrar el dinero para pagarlo todo. ¿Podría hacerlo? ¿Sería capaz? ¿Cuánto tiempo le concederían para demostrarlo?
Por encima del vocerío, gritó:
—¿Querría la ex familia real reunirse conmigo, por favor?
La Reina enderezó la espalda, se ajustó el bolso al antebrazo y salió al balcón. Cuando la vasta multitud vio aquella pequeña y familiar figura, se sumió en el silencio; luego, como hijos desafiando a un padre severo, todos rompieron de nuevo a rugir:
—¡Jack, Jack, échales, Jack!
A medida que la ex realeza se alineaba en el balcón comenzaron a sonar abucheos y siseos. Diana intentó asir la mano de su esposo, pero éste frunció el ceño y ocultó ambas manos en la espalda. La princesa Margarita encendió un cigarrillo y lo insertó en una boquilla de carey. El príncipe Felipe y la princesa real entrelazaron sus brazos, como si el griterío de la muchedumbre fuera tangible y capaz de hacerles perder el equilibrio.
La Reina Madre sonrió y saludó agitando la mano como tenía por costumbre. Era ya demasiado vieja para cambiar. En aquel momento deseaba con ansia tomarse un gin-tónic. No solía beber antes del almuerzo, pero el día era realmente especial. Preguntaría al señor Barker si era posible satisfacer su deseo en cuanto hubieran cumplido con aquel, en cierto modo, desagradable deber.
Uno de los republicanos tendía a Jack una bolsa de plástico. La bolsa contenía un objeto pesado y que abultaba considerablemente; su fondo se distendía para acoger la carga.
Dos republicanos más ayudaron a mantener abierta la bolsa, y Jack sacó de ella la corona imperial. Estaba bordeada de perlas y tenía engastados resplandecientes racimos de esmeraldas, zafiros y diamantes. Jack giró la corona de manera que el rubí del Príncipe Negro quedase de cara a la multitud. Entonces la sostuvo por encima de su cabeza, extendidos los brazos, y la arrojó al atrio de abajo. Viéndola caer, la Reina recordó cuánto había odiado y temido aquella corona. En los días que precedieron a su coronación soñaba que la corona escapaba de su cabeza cuando se levantaba del trono; ahora, mientras observaba al personal de palacio gateando por el atrio en busca de las gemas dispersas, aún le parecía oír el nervioso jadeo del arzobispo de Canterbury esforzándose por encasquetarle los tres kilos y pico de la dichosa corona.
—Hagan gestos de salutación —indicó Jack Barker.
La ex familia real agitó las manos, cada cual recordando ocasiones más felices, vestimentas nupciales, besos, los vítores de una multitud de adoradores. Finalmente, todos dieron media vuelta y regresaron al interior del palacio. Ahora fueron Jack y sus colegas quienes recibieron los vítores hasta que vibraron los muros de Buckingham. Jack no se quedó mucho rato, no quería fomentar el culto a la personalidad, que era siempre motivo de celos y resentimiento: deseaba conservar el afecto y el respeto de sus colegas tanto tiempo como fuera posible. Le gustaba asumir el mando. En su clase de la escuela primaria había sido «monitor de la leche»: colocaba una botella de leche delante de cada alumno, luego les hacía esperar hasta que cada uno tuviera su cañita, a continuación recogía los cierres de papel de estaño de las botellas y los incorporaba, apretándolos convenientemente, a la gran bola que se proponían donar a los ciegos. Si alguno de los niños, por distracción, aplastaba o estropeaba de algún modo su cañita, Jack se negaba enérgicamente a proporcionarle otra.
En casa, aquel Jack de cinco años de edad vivía en pleno caos. Le gustaba la escuela porque allí había preceptos y normas. Cuando el señor Biggs, su obeso maestro, le gritaba, se sentía a salvo. La madre de Jack no había gritado nunca, raramente le dirigía la palabra, salvo para decirle que fuera a la tienda y comprase cinco Woodbines.
En el interior de la sala central, la Reina ahuyentó con la mano el humo del cigarrillo de la princesa Margarita y preguntó:
—¿De cuánto tiempo disponemos?
—De cuarenta y ocho horas —dijo Jack.
—Es un plazo muy corto, señor Barker —se quejó la Reina.
Jack dijo:
—Debería usted haber comprendido hace años que ya se le había terminado el tiempo. —Y para los restantes miembros de la realeza, añadió—: Márchense a sus casas y quédense allí. Se les notificará la fecha de su traslado. —Luego comentó a Carlos—: Se ha quitado un peso de encima, ¿verdad?
Carlos simuló no saber de qué le hablaba Barker. Dijo:
—Señor Barker, ¿podemos mudarnos también en domingo? Me gustaría prestar ayuda a mi madre.
—Ciertamente —asintió Jack, sardónico—. Es prerrogativa suya. Aunque no, por supuesto, su prerrogativa real; ya no.
A Carlos le pareció que, en presencia de su madre, tenía la obligación de fingir un poco más de resistencia, por lo cual dijo:
—Mi familia ha entregado años de devoto servicio a este país, mi madre en particular...
—Ha sido bien pagada por ello —atajó secamente Jack—. Y puedo darle a usted los nombres de una docena de ciudadanos, a quienes conozco personalmente, que han trabajado por este país el doble de lo que ha trabajado su madre y no han cobrado una perra.
El uso por parte de Jack de la obsoleta expresión «una perra» procedía de su infancia, una época de pobreza y humillación, cuando se formó su filosofía política.
El príncipe Carlos se restregó un costado de la nariz con un manicurado índice.
—Pero hemos perpetuado ciertos modelos...
A Jack le complacía aquella conversación: era tal como la había ensayado mentalmente muchas veces.
—Lo que su familia ha perpetuado —dijo— es una jerarquía, con ustedes en la cumbre y los demás, inevitablemente, por debajo de ustedes. Como resultado, nuestro país se rige por el clasismo. Los temores clasistas nos han estrangulado, señor Windsor. Nuestro país se ha ido estancando en la misma proporción en que su familia ha capitalizado riqueza y poder. Yo me limito a poner fin a este desequilibrio.
La Reina había escuchado ya suficientes necedades republicanas. Dijo:
—Así que ahora se pondrán a buscar afanosamente una nueva figura representativa, alguna clase de presidente o una cosa parecida, ¿no es eso?
—No —respondió Jack—. El pueblo británico será su propia figura representativa, lo serán cada uno de los cincuenta y siete millones de británicos.
—Resultará difícil fotografiar a cincuenta y siete millones de personas —comentó la Reina.
Abrió su bolso y lo volvió a cerrar con un chasquido seco. Jack pudo observar que el bolso de la Reina estaba vacío, con excepción de un pañuelo de encaje blanco.
—¿Tengo su permiso para retirarme? —dijo ella.
—Ciertamente —respondió Jack, con una ligera inclinación de cabeza.
La Reina abandonó la sala y se adentró por los corredores. Mientras caminaba, leyó la lista de cosas que podría llevar consigo, así como las especificaciones referentes a su nuevo hogar.

9 Hellebore close
Flowers estate

Información general.- Este inmueble de dos dormitorios, semiaislado, construido antes de la guerra y situado en la zona de Flowers Estate, ha sido recientemente redecorado por completo y comprende, en síntesis: entrada principal, recibidor, salón, cocina, cuarto de baño, descansillo, dos dormitorios, cuarto trastero y WC independiente.
En el exterior, camino particular y jardines delantero y trasero.

Distribución:

Planta Baja

Entrada principal: con puerta al recibidor. Recibidor: con escalera al primer piso, alacena-almacén. Salón: 4,52 m x 3,93 m con toma de gas para estufa. Cocina: 2,90 m x 2,97 m sin equipar, pero incluyendo fregadero, toma de gas para cocina y puerta trasera. Cuarto de baño: de dos piezas: bañera de hierro fundido, pila de lavabo, paredes parcialmente enlosadas, ventana con vidrio translúcido y calentador de agua.

Primer piso

Descansillo: con acceso a desván. Dormitorio 1: 3,99 m x 3,07 m
Dormitorio 2: 2,87 m x 2,79 m
Cuarto trastero: 1,83 m x 1,83 m
WC independiente: con WC de nivel bajo y ventana con vidrio translúcido.

exterior: El inmueble tiene acceso por camino particular con jardín y sendero a la entrada lateral con jardín trasero.

advertencia: No podemos garantizar el buen funcionamiento actual de calentadores y conducciones de calefacción/agua instalados en el inmueble.
3

Nunca tan modesta

Anochecía cuando el camión de los muebles se detuvo frente al número nueve de Hellebore Close. La Reina contempló sin compasión su nuevo hogar. La casa aparecía tétricamente retirada en la oscuridad, como si guardara algún género de rencor. Tenía las ventanas cerradas con tablas. Alguien fuerte y violento, utilizando clavos de quince centímetros, había aplicado los tablones a los marcos. Un pequeño sicómoro crecía al amparo del canalón de desagüe del tejado.
La Reina se ajustó el chal que llevaba en la cabeza e irguió la espalda. Estudiaba la humilde puerta de entrada: «Nuestros muebles no pasarán por ahí —pensó—, y tendremos que compartir una pared...». ¿Cuál era la palabra técnica? Algo como mediocre. ¡Pared medianera, cierto! La puerta del número once se abrió y un hombre en camiseta y mono salió de la casa y se detuvo en el peldaño de cemento. Se le unió una mujer rubia y entrada en carnes, vestida con ropas de una talla inferior a la que le correspondía y calzada con unas zapatillas rojas de plumón. El plumón se agitaba, ondulado por la brisa del anochecer, con lo que las zapatillas parecían criaturas del lecho del océano en busca de plancton.
El hombre y la mujer eran marido y esposa: Beverley y Tony Threadgold, los nuevos vecinos de la Reina. Miraban boquiabiertos el camión de mudanzas, sin preocuparse de disimular su curiosidad. La casa contigua a la suya llevaba desocupada más de un año, de modo que los Threadgold habían disfrutado del lujo de una relativa intimidad hogareña. Habían vociferado, dado portazos y hecho el amor sin restricciones vocales, y aquello, ahora, se acababa. Para ellos era un día triste. Albergaban la esperanza de que sus nuevos vecinos fueran razonablemente respetables, aunque no en exceso.
El conductor del camión de mudanzas rodeó el vehículo y abrió la puerta para que se apease la Reina. Ella descendió agradeciendo el grosor del tejido de su falda de paño.
—Vamos, Felipe —dijo en tono animoso.
Felipe, sin embargo, permanecía sentado en la cabina del camión, apretando contra su cuerpo un portafolios como si se tratara de una bolsa de agua caliente y él fuera víctima de una hipotermia.
—Felipe, este caballero tiene una familia que le espera.
Al conductor le complació que la Reina le llamara caballero.
—No hay prisa —dijo amablemente.
Pero lo cierto era que no podía contener los deseos de volver a su propia vivienda municipal para contarle a su esposa los sabrosos detalles de su viaje por la M-i, para explicarle cómo él y la Reina habían hablado de medicina homeopática y de perros y de los problemas de los hijos adolescentes.
—Les echaré una mano con sus cosas —ofreció.
—Qué gentil. Pero el Partido Republicano sugiere que mi marido y yo debemos acostumbrarnos a arreglárnoslas solos.
El camionero confesó:
—Nadie en nuestra familia los ha votao. Siempre votamos a los conservadores, siempre.
La Reina confesó a su vez:
—Alguien en nuestra casa les apoyaba.
El conductor señaló con un movimiento de cabeza al príncipe Felipe.
—¿No sería él?
La Reina rió la ocurrencia.
Un segundo camión de mudanzas entró rugiendo en la calle. Las puertas de la cabina se abrieron inmediatamente y los nietos de la Reina se apearon de un salto. La Reina saludó con la mano y los niños corrieron hacia ella. El príncipe Carlos ayudó a su esposa a apearse. Diana se había vestido para la adversidad: jeans y botas de cowboy. Echó una mirada al número ocho de Hellebore Close y se encogió de hombros. Pero el príncipe Carlos sonreía. Allí estaba, al fin, la vida sencilla.
4

Pijos

El rótulo que a la entrada de la calle indicaba el nombre de ésta había perdido cinco de sus letras de metal negro. Ahora, a la luz oscilante de una farola, se leía en él únicamente HELL[1] CLOSE.
La Reina pensó: «Sí, esto es el infierno, tiene que serlo, porque jamás en mi vida, estando despierta, he visto nada semejante».
Había visitado muchas urbanizaciones públicas: había inaugurado centros comunitarios, su coche se había abierto camino entre apretadas multitudes de súbditos vitoreantes, y ella jamás dudó a la hora de apearse para avanzar por las alfombras rojas y recibir un ramillete de flores de manos de una criatura de dos años ataviada con la batita de las fiestas del Hogar Infantil; era saludada por dignatarios cohibidos a quienes se les trababa la lengua, tiraba de un cordón, descubría una placa, firmaba en el libro de visitantes ilustres. A continuación, otra vez la alfombra, el coche, el trayecto hasta el helicóptero y arriba, arriba y fuera. Había visto pintorescos documentales de la BBC 2 sobre pobreza urbana, oído a personas pobres y carentes de atractivo chapurrear algunas frases sobre sus desagradables vidas, pero consideró aquellos programas como curiosidades sociológicas, equiparables a las ceremonias de circuncisión de los indios amazónicos, algo tan distante que carecía de verdadera importancia.


Apestaba. Alguien estaba quemando neumáticos viejos en la vecindad. El humo acre se deslizaba lentamente por encima del tejado de una casa. Ninguna de las viviendas de la calle poseía la adecuada dotación de ventanas. Las cercas estaban rotas o habían desaparecido. Los jardines estaban llenos de trastos y desperdicios, de negras bolsas de plástico rasgadas por perros famélicos; por doquier parpadeaban y rugían estrepitosamente televisores. Un coche de la policía entró en Hell Close y frenó en seco. Un agente sacó de la calzada a un jovenzuelo, lo arrojó al asiento trasero del vehículo y éste se alejó a toda velocidad con el jovenzuelo forcejeando en su interior. Había un hombre tendido en el suelo, debajo de un automóvil en ruinas que sostenían unas pilas de ladrillos. Otros hombres estaban en cuclillas a su alrededor, le apuntaban con linternas y, al parecer, vigilaban; hombres con cortes de pelo pasados de moda, que lucían tatuajes y sostenían los cigarrillos formando copa con la mano. Una mujer con zapatos blancos de altos y puntiagudos tacones corrió calle abajo tras un niño pequeño, vestido sólo con una camiseta. Arrastró al niño, asiéndolo por el gordito brazo, de regreso a su casa.
—¡Adentro ahora, y ahí te queda! —chilló—. ¿Quién ha dejao abierta la condená puerta? —preguntó, presuntamente a otros niños, invisibles desde el exterior.
Todo aquello le recordó a la Reina los cuentos que Crawfie le contaba a la hora del té: cuentos de gnomos y brujas, de extraños países poblados por gente siniestra. La Reina suplicaba al aya que no siguiera, pero ella no le hacía el menor caso.
—Hala, que no —replicaba, riendo—. Tú eres demasiao fofa.
Crawfie nunca hablaba ni reía de aquella manera en presencia de mamá.
La Reina pensó: «Crawfie lo sabía. Ella lo supo. Me estaba preparando para Hell Close».
Guillermo y Enrique corrían de un lado a otro de la calle, excitados por la novedad de la excursión y aprovechándose de la ausencia de Nanny, la niñera. Mamá y papá, ante la puerta de una casa vieja y sucia, intentaban introducir la llave en la cerradura. Guillermo preguntó:
—¿Qué estás haciendo, papá?
—Trato de entrar.
—¿Por qué?
—Porque vamos a vivir aquí.
Guillermo y Enrique rieron jubilosamente. No era frecuente que papá hiciera una broma. En ocasiones, con una vocecita tontorrona, decía cosas sobre terroristas y asuntos así, pero la mayor parte del tiempo estaba mortalmente serio. Ceñudo y soltando sermones.
Mamá dijo:
—Ésta es nuestra nueva casa.
—¿Cómo puede ser nueva si es vieja? —preguntó enseguida Guillermo.
Los dos chicos volvieron a reír. Guillermo, a punto de perder el equilibrio, buscó un apoyo y creyó encontrarlo en la cerca de madera creosotada que separaba su casa de la casa vecina. La fatigada cerca cedió bajo su frágil peso y se derrumbó. Al verle allí caído, convertidas sus risas en chillidos, y entre maderas astillosas, Diana miró en torno buscando automáticamente a Nanny, que siempre sabía lo que había que hacer, pero Nanny no estaba allí. Entonces se agachó y levantó a su hijo de entre los restos de la cerca. Enrique, gimoteando, se agarró al borde de la chaqueta de tela tejana de su madre. Carlos, mientras tanto, tras acometerla con furiosos puntapiés, había conseguido abrir la puerta, de la que emanaba un hedor mezcla de abandono, humedad y un fantasmagórico rastro de aceite de freír patatas. Impasible, giró el interruptor que encendía la luz del recibidor e invitó con un gesto a su esposa y sus hijos a que entrasen.
Tony Threadgold encendió un cigarrillo y se lo pasó a su mujer. Luego encendió otro para sí mismo. Sus buenos modales eran con frecuencia objeto de burla en el Club de Trabajadores de Flowers Estate. Una vez había dicho «Perdón» mientras se abría paso laboriosamente entre la barrera de clientes transportando una bandeja de bebidas, sólo para ver cuestionada su sexualidad.
—¿Perdón? —se burló un tipo gordo con ojos de psicópata—. ¿Qué eres tú, un mariquita?
Tony dejó que la bandeja de bebidas se estrellara contra la cabeza del hombre, pero acto seguido acudió inmediatamente junto a Bev y se excusó por la demora en conseguir bebidas de repuesto. Adorables modales.
Los Threadgold presenciaron cómo una imprecisa figura femenina ordenaba a un hombre alto que bajara del camión. ¿Era una extranjera? ¿No era inglés lo que hablaba? Cuando sus oídos se acostumbraron un poco más a aquellos sones descubrieron que sí era inglés, pero inglés pijo, realmente pijo.
—Tone, ¿por qué habrán traío a un pijo a Hell Close? —preguntó Beverley.
—Ni idea —replicó Tony, escudriñando la semioscuridad—. A ella creo que la tengo vista. ¿No es la recepcionista del doctor Khan?
—No —dijo Beverley (que estaba siempre en la consulta del médico, por lo cual hablaba con cierta autoridad)—, definitivamente no.
—Cristo, mira que es puñetera suerte tené pijos en la casa de al lao.
—Al menos no cagarán en la bañera, como el último lote de malasangres.
—Ah, eso sí —concedió Tony.
El príncipe Felipe, sin habla, tenía la mirada fija en la casa número nueve. En la calle, una farola se encendió parpadeando y derramó una teatral luminosidad sobre la arruinada vivienda que sería su hogar en el inmediato futuro. Mantuvo su parpadeo como si efectivamente perteneciera a la tramoya escénica y participase en la representación de una tempestad marina. El conductor del camión bajó la rampa posterior del vehículo y penetró en éste. Jamás había visto cosas tan estupendas; jamás, en los veinte años que se había dedicado a las mudanzas. El perro encerrado en una jaula, en la parte trasera, comenzó a gruñir, a agitarse y a proyectar su pequeño pero feroz cuerpo contra los barrotes.
—Tién un perro —dijo Tony.
—Si lo controlan, no importa —opinó Beverley. Tony le dio un ligero apretón en el hombro. Buena chica, su esposa, pensó. Como tolerante, digamos.
El príncipe Felipe se había puesto a hablar:
—Es abso-maldita-sea-lutamente imposible. Me niego. Preferiría vivir en una condenada trinchera. Y esa condenada luz me volverá loco.
Dedicó algunas imprecaciones a la farola, que seguía adelante con su representación de la tempestad marina, que se convirtió en huracán desatado cuando Felipe asió con ambas manos su columna y la sacudió violentamente a derecha e izquierda.
Beverley dijo:
—Ya lo tengo. Es un lunático, uno de esos tíos que los manicomios sueltan pa dejarles morí en la comunidad.
Tony miró a Felipe correr hacia la trasera del camión y vociferarle al perrito:
—¡Cállate, Harris! ¡Desgraciado enano miserable! ¡Calla!
—Pues pue que tengas razón, Bev —concedió Tony.
Daban ya media vuelta para entrar en casa cuando la Reina se dirigió a ellos:
—Discúlpenme, pero, ¿tendrían ustedes un hacha que pudieran prestarme?
—¿Una hache? —repitió Tony.
La Reina se aproximó a la cancela de su jardín.
—Sí, un hacha.
—¿Una hache? —inquirió Beverley, perpleja.
—Sí.
—No sé bien lo que es una hache —dijo Tony.
—¿No sabe lo que es un hacha?
—No.
—Algo que una usa para partir leña.
La Reina se impacientaba por momentos. Había hecho una pregunta muy sencilla, pero que bastaba para evidenciar que sus nuevos vecinos eran retrasados mentales. Tenía clara conciencia de que el nivel general de la educación del país estaba por los suelos, pero no saber lo que era un hacha... rozaba ya el escándalo.
—Necesito alguna clase de herramienta para acceder al interior de mi casa.
—¿Para un asunto de caza?
—¡Casa!
El camionero acudió voluntariosamente a ofrecer sus servicios como traductor. Sus horas de conversación con la Reina le habían abierto insospechadas perspectivas lingüísticas.
—La señora desea sabé si tién ustés un hacha.
—Sí, yo tengo un hacha, pero no voy a dejársela a él —dijo Tony, señalando a Felipe.
La Reina avanzó por el sendero del jardín hacia los Threadgold y la luz del recibidor de la casa le iluminó el rostro. Beverley se quedó sin aliento e hizo una desmañada reverencia. Tony retrocedió un paso y se agarró al marco de la puerta para mantener el equilibrio, antes de decir:
—Está ahí atrás. La traigo.
A Beverley, en cuanto la dejó sola, se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Ha sío la emoción —dijo más tarde, cuando ella y Tony estaban ya en la cama, incapaces de dormir—. O sea, ¿quién iba a pensarlo? Nadie lo creería. Yo toavía no lo creo, Tone.
—Ni yo, Bev. Que la Reina viva en la casa de al lao, quiero decir. Presentaremos una solicitud de traslao, ¿eh?
Ligeramente confortada, Beverley se rindió al sueño.


Fue Tony Threadgold quien desclavó las tablas de la puerta principal, pero fue el príncipe Felipe quien tomó la llave de manos de su esposa, la introdujo en la cerradura, abrió y entró en la casa. Ésta era ridículamente pequeña, por supuesto.
—Yo tuve una casa de muñecas más grande —dijo la Reina al inspeccionar la sala de estar.
—Hemos tenido malditos coches más grandes —corroboró el príncipe Felipe zapateando escaleras arriba.
La totalidad del interior estaba recubierta de un papel rugoso pintado de un blanco magnolia.
—Mú bonito —dijo el conductor del camión—. Limpio.
Tony Threadgold informó:
—Sí, cuando echaron a los Smith tuvo que vení la brigada municipal de limpieza. Llevaban puestos equipos como protectores y esa especie de cascos de buzo que dan oxígeno. Unos guarros infames, los Smith. Así que tién ustés suerte, lo encuentran tó a punto, recién decorao.
Beverley trajo de su casa cinco tazones de té fuerte. Ofreció a la Reina el que no estaba desportillado y al príncipe Felipe el mejor conservado de los restantes, uno que llevaba estampadas las Alton Towers. Ella se quedó con el que perdía un poco de líquido y tenía la inscripción: UNA TAZA AL DÍA ALARGA LA VIDA. En aquel momento sonó el teléfono, sorprendiéndolos a todos. El príncipe Felipe localizó el aparato en la pequeña alacena donde estaba el contador del gas.
—Para ti —dijo, pasándoselo a su esposa. Quien llamaba era Jack Barker.
—¿Qué le ha parecido el sitio? —preguntó.
—No me gusta. Y a propósito, ¿qué le ha parecido a usted?
—¿Qué me ha parecido qué?
—Downing Street. Hay un atroz volumen de trabajo. Todas esas cajas rojas.
—¡Cajas rojas! —se mofó Barker—. Tengo cosas mejores que hacer que entretenerme con ellas. Buenas noches.
La Reina colgó el teléfono y dijo:
—Mejor será que empecemos a entrar los muebles, ¿no?
5

Ministros en la cocina

A las diez, Tony Threadgold conectó el televisor de la Reina al resquebrajado enchufe que había en la pared y, después de zangolotear unos momentos con la conexión de la antena, puso en funcionamiento el aparato.
—Uh, esos puñeteros políticos —dijo cuando la cara de Jack Barker apareció en la pantalla.
Iba a cortar de nuevo la conexión, pero la Reina se lo impidió:
—No, por favor, déjelo. Se sentó a mirar.
Era la primera vez que la cocina del histórico número 10 de Downing Street se utilizaba para una transmisión desde la residencia del primer ministro. El nuevo Gobierno de Jack (seis mujeres, seis hombres) se sentaba en torno a la gran mesa de la cocina y procuraba mostrarse tranquilo y relajado. Jack ocupaba en la cabecera de la mesa una silla Windsor, de cara a la cámara. El director del programa había hecho distribuir artísticamente cierto número de documentos de apariencia oficial, tazas de café, un cuenco de fruta y pequeños jarros de flores para sugerir la informalidad de las actividades gubernativas.
Jack llevaba arrolladas hasta el codo las mangas de su camisa de dril. Era por naturaleza un hombre guapo, pero unos sutiles toques de color realzaban todavía más su atractivo. Su acento combinaba las vocales llanas del norte de Inglaterra con la vivaz entonación del sur. Era consciente de que poseía una buena sonrisa y la utilizaba con frecuencia. Había sembrado la alarma entre los funcionarios públicos de su equipo anunciando que se proponía escribir sus propios discursos, y era efectivamente su propio discurso lo que ahora estaba leyendo en la pantalla-guía, discurso que incluso a sus oídos sonaba ridículo y ampuloso. Pero ya era tarde para cambiarlo.
—¡Ciudadanos! ¡Ya hemos dejado de ser súbditos! Todo hombre, toda mujer, todos los niños de este país pueden llevar hoy la cabeza más alta, libres al fin del pernicioso sistema de clases que durante tanto tiempo ha envenenado nuestra sociedad. De ahora en adelante, todos los rangos, títulos y posiciones de privilegio quedan abolidos. Los ciudadanos serán conocidos solamente como «señor», «señora» o «señorita».
»La parasitaria familia real va a ser reinstalada en una zona urbana donde llevará una vida corriente entre gentes corrientes. Será considerada delito penal la reverencia, así como el dirigirse o aludir a las ex personas reales con otras fórmulas que las anteriormente indicadas. Sus tierras, propiedades inmobiliarias, obras de arte, muebles, joyas, ganado de cualquier índole, etc. etc. etc., pertenecen en su totalidad al Estado. Se advierte a las personas que deseen congraciarse con la ex familia real que tal comportamiento, si llegase al conocimiento de las autoridades, será castigado.
»Sin embargo, la ex familia real quedará bajo la protección de las leyes del país. Quienquiera que intimide, amenace o injurie a sus miembros, o les cause algún daño, o invada su intimidad, será conducido ante los tribunales penales. Es de esperar que los miembros de la ex familia real se integrarán por sí mismos en su comunidad local, encontrarán empleo y se convertirán en elementos útiles a la sociedad, cosa que a lo largo de siglos no han sido.
»Las joyas de la corona serán subastadas en Sotheby's tan pronto como se completen los necesarios preparativos.
El producto de estas ventas se destinará a mantener el fondo británico de viviendas. El Gobierno japonés ha mostrado interés por la operación. No es cierto que las joyas de la corona "no tengan precio". Todo tiene precio.
»Por lo tanto, compañeros ciudadanos, bien altas vuestras cabezas. Ya no sois vasallos de nadie.
—Bien, ¿a ti qué te ha parecido? —preguntó Jack.
—Sonaba un poco como hinchado —dijo Pat Barker a su marido.
Ambos estaban sentados en la cama, en el número 10 de Downing Street. Sobre la cama se amontonaban también documentos, anteproyectos y borradores, propuestas varias y cartas oficiales y personales. Un fax vomitaba información, felicitaciones e insultos. Los cliqueteos del télex eran un constante sonido de fondo. Jack había hablado hacía cinco minutos con el presidente de Estados Unidos. El presidente había asegurado a Jack que él nunca se «había sentido cómodo con vuestra monarquía, Jack».
A despecho de sí mismo, a Jack le había turbado oír aquel familiar modo de arrastrar las palabras. Era un sentimiento con el que debía tener mucho cuidado. Conocía su tendencia personal a complacerse en los contactos con gente famosa, pero quizás ahora que él era también famoso...
Pat Barker ofreció a su marido un sándwich tostado de queso y patata, y dijo:
—¿Qué vas a hacer en relación con la libra esterlina, Jack?
El dinero había salido en aluvión del país como si una presa hubiera reventado.
—Tengo que reunirme con los japoneses el lunes —contestó él.


La Reina se levantó con esfuerzo de la caja de embalaje sobre la cual se había sentado para ver el programa de televisión. Tenía muchísimas cosas que hacer. Salió al recibidor y vio a Tony y Beverley subiendo a rastras un colchón doble por la angosta escalera. Felipe, que los seguía, cargaba con una cabecera de cama de madera tallada, y dijo:
—Lilibet, no logro encontrar otra cama en el camión.
La Reina frunció el entrecejo.
—Pues estoy segura de haber pedido dos camas, una para mí y otra para ti.
—Entonces, ¿cómo se supone que dormiremos esta noche? —dijo Felipe.
—Juntos —replicó ella.
6

Bisección del sofá

Las alfombras eran demasiado grandes para aquellas habitaciones diminutas. Tony dijo:
—Tengo un amiguete, Spiggy, al que eso de ajustar alfombras se le da bien. Podría cortarlas a medida, digamos que por veinte libras.
La Reina lanzó una mirada a sus tapices Aubusson que, almacenados en el recibidor, ofrecían el aspecto de lustrosos milhojas.
Bev sugirió:
—O podría ponerlas nuevas. O sea, discúlpeme por decirlo, pero están un punto gastas, ¿no? Como raídas en muchas partes.
—Spiggy pondría alfombra toda la casa por doscientas cincuenta libras, incluida instalación —informó Tony servicialmente—. Tié un lote de borra verde oliva muy bonita, nosotros la pusimos en nuestra sala de está.
Eran las diez y media de la noche y los muebles estaban todavía en el camión. El conductor dormía con la cabeza apoyada en el volante.
—¿Felipe?
La Reina se sentía cansada; jamás se había fatigado de aquel modo. No podía tomar decisiones. Anhelaba retirarse a su habitación del Palacio de Buckingham, donde encontraría cuidadosamente preparado su camisón de dormir. Anhelaba deslizarse entre las sábanas de lino y dejar caer la cabeza sobre las blandas almohadas y dormir eternamente, o por lo menos hasta que alguien le llevase por la mañana la bandeja del desayuno. Felipe se había sentado en la escalera con la cabeza entre las manos, exhausto tras haber ayudado a trasladar las alfombras del camión a la casa. Hasta entonces había creído que estaba en buena forma; ahora sabía que no.
—No lo sé, maldita sea —dijo—. Haz lo que quieras.
—Avisen al señor Spiggy —dijo la Reina.
Spiggy compareció tres cuartos de hora después con su cuchillo profesional y su cinta métrica metálica y sus cuatro latas de cerveza Carlsberg. La Reina fue incapaz de presenciar cómo Spiggy rajaba y desmenuzaba sus preciosas alfombras. Sacó al perro a dar un paseo, pero cuando llegó al extremo de la calle fue invitada a retroceder por unos corteses agentes de policía que guarnecían una barrera construida apresuradamente. Un tal inspector Denton Holyland emergió de una caseta y explicó que el acceso al resto de Flowers Estate les estaba vedado a ella y su familia «hasta nuevo aviso».
—Se lo he explicado ya a su hijo —dijo—. Buscaba una tienda de patatas y pescado frito, pero he tenido que hacerle volver atrás. Ordenes del señor Barker.
La Reina recorrió cuatro veces la limitada extensión de Hell Close. No encontró a nadie, con excepción de un solitario perro mestizo. Pensó: «Estoy viviendo en un gueto. Debo considerarme prisionera de guerra. Debo ser valiente. Debo mantener respecto a mí misma los niveles de exigencia más altos».
Llamó a la puerta de la casa de su hijo.
—¿Puedo entrar?
Diana estaba en el recibidor. La Reina pudo observar que había llorado. No serviría de nada expresarle su compasión, no en aquellos momentos, pensó.
—Nuestras alfombras no caben —dijo Diana, sofocando un sollozo—, y los muebles todavía están en el camión.
El príncipe Carlos y el conductor de su camión de mudanzas entraron forcejeando con una pesada e inmanejable alfombra china.
—No hay nada que hacer, querida —jadeó el príncipe.
—Ten cuidado con tu espalda, Carlos —le advirtió la Reina—. Calle arriba hay un hombrecito que cortará las alfombras al tamaño que necesitemos.
—Mamá, creo realmente que tú, eso..., no deberías... ¿No es de una condescendencia exagerada..., me refiero, en nuestras presentes circunstancias..., llamar a alguien «hombrecito»?
—Pues es un hombrecito —dijo la Reina—. El señor Spiggy es incluso más bajo que yo, y es instalador de alfombras. ¿Le pido que venga?
—Pero, mamá, estas alfombras son de un valor inestimable. Sería un acto de, eso..., bien, puro vandalismo...
Guillermo y Enrique asomaron en lo alto de la escalera. Vestían pijamas y calzaban zapatillas de Bart Simpson.
—Dormimos encima de un colchón —anunció Enrique con voz aguda.
—En sacos de dormir —se jactó Guillermo—. Papá dice que esto es una aventura.
Diana acompañó a la Reina para mostrarle la casa. No le llevó mucho tiempo. La decoración había sido elegida por alguien que nunca oyó hablar de Terence Conran. Diana se estremeció ante el empapelado púrpura y turquesa de las paredes del dormitorio conyugal, las placas de poliestireno del techo, la pintura naranja que revestía el marco de la ventana.
Pensó: «Mañana llamaré a Interiors, pediré al director que venga con catálogos de pinturas y muestrarios de papel».
—Nosotros tenemos suerte, nuestra casa está redecorada de punta a cabo —dijo la Reina.
Ambas mujeres aguardaban con bastante temor la noche que les esperaba. Ninguna de las dos tenía costumbre de compartir cama ni dormitorio con su marido.
Los niños, tendidos boca arriba, admiraban en éxtasis el papel de las paredes, cuyo motivo artístico era Superman.
—Y mira —decía Guillermo, señalando un círculo de un rojo mohoso visible en la pared, encima de la ventana—, aquello es el planeta Kripton.
Pero Enrique ya estaba durmiéndose, con una mano que sobresalía del borde del colchón apoyada sobre las sucias tablas desnudas del piso.

Spiggy apuró el contenido de su última lata y examinó los resultados de su lar. Las alfombras resplandecían bajo las bombillas desnudas. La Reina recogía los recortes y los reunía para guardarlos en el trastero, adecuadamente preparados para el día en que serían trasladados con las alfombras y éstas reinstaladas, completas, al Palacio de Buckingham. Porque aquel disparate no duraría. Era como un hipo de la historia. El señor Barker liaría terriblemente las cosas y el populacho clamaría por la restauración del gobierno conservador y la monarquía. ¿O no sería así? Sí, claro que sí, por supuesto. Los ingleses eran famosos por su tolerancia, por su sentido de la equidad y el juego limpio. Los extremismos, del género que fueran, sencillamente no formaban parte de su naturaleza. La Reina ponía sumo cuidado, sin embargo, en distinguir, incluso en su pensamiento, a los ingleses de los escoceses, irlandeses y galeses, quienes, como fruto de su sangre céltica, tendían en ocasiones a la exaltación y hasta al fanatismo.
—Serán cincuenta libras, majestá —dijo Spiggy—. Dado que ya es má de medianoche, por decirlo de alguna manera.
La Reina recurrió a su bolso de mano y le pagó. No estaba habituada a manejar dinero y tuvo que contarlo despacio.
—Correcto, vaya —dijo Spiggy—. Ahora me acercaré a vé al príncipe Carlos. Toavía estará levantao, ¿no?

Quedaban atrás las cuatro de la madrugada cuando Spiggy pasó el control de la barrera policial, cien libras más rico y con una buena historia que contar en el pub al día siguiente. Apenas podía esperar, sentía picazón en la lengua.

A las cuatro y media de la misma madrugada, Tony Threadgold aserraba un sofá que en otro tiempo había pertenecido a Napoleón, en el escalón de la puerta del número nueve. Nadie en Hell Close se quejó del ruido. El ruido era normal, era creado con generoso vigor lo mismo de día que de noche. Únicamente cuando se producía una falta de ruido acudían los habitantes de Hell Close a sus puertas y ventanas preguntándose qué pasaba.
El sofá cedió y se partió. Beverley sujetó uno de los extremos. Esperó hasta que Tone y Felipe hubieran trasladado la porción más larga a la sala de estar y luego los siguió con la parte más corta.
—Mañana, con media docena de clavos eso quedará perfecto.
Tony estaba muy satisfecho de su trabajo de carpintería. La Reina miró su adorado sofá y comprobó que, incluso partido en dos trozos, era demasiado grande para aquella habitación.
Han sido ustedes verdaderamente amables, señor y señora Threadgold —dijo—. Ahora he de insistir en que se vayan a la cama.
—Esto queda precioso —dijo Bev, mirando en derredor—. Un poco abarrotao, pero precioso.
—Cuando colguemos los cuadros —dijo la Reina con un bostezo.
—Sí, me gusta ése de allí —dijo Bev, captando el bostezo—. ¿Quién lo ha pintao?
—Tiziano —dijo la Reina—. Buenas noches.


La atmósfera que envolvía a la Reina y al príncipe Felipe era incómoda y embarazosa cuando ambos se lavaron y desnudaron para acostarse. Todos los cuartos estaban repletos de muebles. Ellos tenían que encogerse para cruzarse o pasar uno junto al otro, con frecuentes excusas porque invariablemente se rozaban. Finalmente, se metieron en la cama con la grisácea luz del amanecer, pensando en los horrores del día que quedaba atrás y en los horrores del que les esperaba.
Del exterior llegaban los gritos de un lechero que trataba de defender su carromato de un ladrón de leche de Hell Close. La Reina se volvió hacia su esposo. Seguía siendo un hombre guapo, pensó.
7

Fútiles tesoros

El alabardero sometió a Jack Barker, el nuevo primer ministro, a un escrutinio detenido.
Muy agradable, pensó. Menos alto de lo que parecía en la tele, pero muy agradable. Ropas un poco a lo Gran Jefe y calzado con un toque de Ciudadano Audaz, pero una cara correcta, de estructura ósea elegante y ojos adorables: de color violeta, con pestañas como patas de araña. Ñam ñam.
Eran las nueve de la mañana. Estaban bajando en el ascensor del refugio antiaéreo en desuso situado en los fundamentos del Palacio de Buckingham. Jack sofocó un bostezo. Había pasado la noche en vela, haciendo sus cálculos.
—Supongo que por la noche se alegra de librarse de ese uniforme absurdo, ¿no es así? —dijo al alabardero, examinando sus botines, sus hebillas, los complicados alamares y broches de su casaca.
—Oh, a mí no me disgusta un poco de ringorrango —contestó el alabardero, sacando una llave del bolsillo del chaleco.
El ascensor se detuvo.
—¿A qué profundidad estamos? —preguntó Jack.
—A doce metros, pero todavía no hemos llegado.
Al salir del ascensor tomaron un pasillo en forma de «U». Jack inquirió:
—¿Cómo se llama usted?
—Oficialmente, soy el Alabardero de la Vajilla de Plata.
—¿Y no oficialmente?
—Malcolm Bultitude Bostock.
—¿Hace mucho tiempo que trabaja aquí, señor Bostock?
—Desde que salí de la escuela, señor Barker.
—¿Le gusta?
—Oh, sí, me gustan las cosas bellas. En verano echo de menos la luz del sol, pero tengo en casa una cama solar.
Se detuvieron ante la puerta de acero de treinta y seis centímetros de grosor que estaba protegida por una cerradura de intrincada combinación. El señor Bostock insertó la llave y la puerta se abrió tras una serie de chasquidos.
—Un instante —dijo el alabardero.
Encendió las luces. Se encontraban en un amplio espacio dividido en una serie de cuartos sin puertas. Cada cuarto tenía las paredes recubiertas de estanterías protegidas por lienzos de plástico industrial.
El señor Bostock preguntó:
—¿Desea ver algo en particular, señor Barker?
—Todo —dijo Jack.
—La parte más importante de la colección está en Sandringham, por supuesto —explicó Bostock, apartando el lienzo para revelar un conjunto de animales exquisitamente cincelados.
Jack tomó un enjoyado gato.
—Bonito.
—Fabergé.
—¿Cuánto calcula usted que valen? —preguntó Jack, indicando el centelleante zoo.
—Oh, me sería imposible decirlo, señor Barker —replicó el señor Bostock, devolviendo el gato a su sitio.
—Haga una estimación.
—Bien, algo que vi en el periódico me llamó la atención el año pasado. Era una tortuga de Fabergé, en una subasta. Tasada en doscientas cincuenta mil libras.
Jack volvió a examinar los animales. Trató de contarlos en silencio.
—Hay cuatrocientos once —anunció el señor Bostock.
—Suficientes para construir un hospital —murmuró Jack.
—Varios hospitales —le corrigió el señor Bostock, en tono quisquilloso.
Siguieron adelante. Jack estaba realmente asombrado del aparente descuido con que el tesoro estaba almacenado y expuesto.
—Madre mía, arreglar esto un poco no estaría de más —dijo el señor Bostock mientras recogía unas cuantas esmeraldas escapadas de una cajita de plástico. Luego señaló una sopera de plata maciza—: Se necesitan cuatro hombres para levantarla. —Y más allá separó los lienzos y reveló sendas torres de bandejas, platos y boles de oro—: Limpiarlos es el trabajo más pesado del mundo.
Jack susurró:
—¿Oro auténtico?
—Dieciocho quilates.
Jack recordó que el anillo de boda de catorce quilates que le regaló a su esposa le había costado ciento quince libras diez años antes, y aquello tenía un agujero en medio.
—¿Baja alguien aquí? —preguntó al señor Bostock.
—Ella viene, un par de veces al año, pero es más bien por una obligación personal, si entiende usted a qué me refiero. No para su propia satisfacción, no por gusto. La última vez que vino preguntó si se podía bajar la temperatura: le molesta que el dinero se desperdicie.
—No, bien, ya veo que tenía que ser muy cuidadosa con esos detalles —asintió Jack, rozando con los dedos la vaina de una espada ofrecida a la reina Victoria por un príncipe árabe.
Renunciaba a preguntar el valor de semejantes tesoros. Las cifras perdían su significado y el señor Bostock se mostraba claramente intranquilo cuando se hablaba de dinero.
—De modo que esto es sólo una parte de la colección, ¿cierto? —inquirió Jack cuando ya habían visitado cada uno de los prodigiosos cuartos.
—La punta del iceberg.
Mientras retornaban en el ascensor a la luz del día, el canto de los pájaros y el rumor del tráfico, Jack dio las gracias al señor Bostock y dijo:
—Más adelante, pero esta misma semana, vendrán a visitar esto unos caballeros extranjeros. Me pondré directamente en contacto con usted.
—¿Puedo preguntar qué tipo de caballeros extranjeros? —inquirió el señor Bostock, volviendo el rostro hacia él.
Japoneses —dijo Jack Barker.
—¿Y puedo también preguntar si voy a conservar mi actual posición, señor Barker?
Jack citó una de sus consignas electorales:
—En la Gran Bretaña de Barker todo y todos trabajarán. Cruzaron juntos el césped todavía húmedo de rocío, conversando sobre el protocolo japonés y, en concreto, sobre cuánto debía inclinarse el Alabardero de la Vajilla de Plata al saludar con la debida reverencia a los visitantes que vendrían, no a traer regalos, sino a comprarlos.
8

Cliente difícil

El frío la despertó, y se encontró sumida en la miseria antes de poder apelar a su energía y sus recursos. Harris garrapateaba la puerta del dormitorio, desesperado por salir. La Reina se puso una rebeca de casimir encima del camisón, bajó por la escalera y soltó al perro en el jardín trasero. El aire de abril era crudo, y mientras ella contemplaba cómo el animal levantaba la pata en el césped escarchado, su aliento brotaba de su boca como una visible nubécula blanca. Distinguió en el jardín un rimero de latas de pintura vacías. Alguien había intentado prenderles fuego, se desanimó y las abandonó. La Reina llamó al perrito para que volviese al interior de la casa, pero él quería explorar aquel territorio nuevo y corrió sobre sus ridículas patitas hasta el final del jardín, donde desapareció en la neblina.
Cuando Harris reapareció, llevaba en la boca una rata muerta. La rata estaba rígida, en una actitud de extrema agonía. Fue necesario un golpe seco en la cabeza de Harris, propinado con una cuchara de madera, para que el perro entregase su obsequio a la Reina. Ella había, en cierta ocasión, comido un bocado de rata en un banquete en Belice. Haberlo rechazado habría constituido una grave ofensa, y la RAF estaba ansiosa por seguir utilizando Belice como estación para repostar combustible.
—Buenos días. ¿Se durmió bien?
Era Beverley, con una bata de color naranja, que recogía de la cuerda de tender la ropa las piezas de una colada congelada. Los jeans de Tony estaban en posición de firmes, como si su propietario los llevara puestos.
—Tié una cita pa un empleo esta tarde y he de secá su mejor ropa.
A Beverley le latía fuertemente el corazón mientras hablaba. ¿Cómo se dirige una a una persona cuya cabeza está acostumbrada a lamer y pegar en los sobres?
Descolgó la mejor chupa de Tony, que se había helado con los brazos en alto como en un gesto de triunfo.
Harris ha encontrado una rata —dijo la Reina.
—¿Una qué? ¿Rota?                                                    
—Una rata, ¡mire! —Beverley posó la mirada en el roedor muerto a los pies de la Reina—. ¿Le parece que habrá más?
—No se preocupe —dijo Beverley—. No entran en las casas. Bueno, no siempre. Tién su propia urbanización al fondo de los jardines.
La explicación de Beverley parecía sugerir que las ratas habitaban en un complejo residencial, donde retozaban en la piscina en forma de riñón y conversaban sobre el grado de comodidad de las sillas extensibles.
Alguien estaba llamando a la puerta principal. La Reina se excusó y se encaminó al pequeño recibidor. Se puso una chaqueta sobre el camisón y la rebeca e intentó abrir la puerta. Era extraordinariamente dificultoso. Ciertamente, muchos años habían transcurrido desde la última vez que abrió la puerta de una casa, pero seguro que debió ser mucho más fácil. Tiró con todas sus fuerzas. Mientras tanto, la persona que esperaba al otro lado había abierto la ranura del buzón. La Reina vio un par de sentimentales ojos pardos y oyó una simpática voz femenina.
—¡Hola!, soy Trish McPherson. Soy su asistente social. Mire, sé que es difícil para usted, pero en nada mejoraremos la situación si no me deja entrar, ¿verdad?
La Reina se espantó ante las palabras «asistente social» y retrocedió unos pasos para alejarse de la puerta. Trish recordó su adiestramiento: era importante no provocar la confrontación. Hizo una nueva intentona:
—Vamos, vamos, señora Windsor, abra la puerta y sostendremos una agradable charla. Estoy aquí para ayudarle en su trauma. Prepararemos la tetera y compartiremos un té delicioso, ¿le parece?
—No estoy vestida. No puedo recibir visitas hasta que me haya vestido —dijo la Reina.
Trish rió alegremente.
—Por mí no se preocupe: yo acepto a la gente tal como la encuentro. La mayoría de mis clientes están todavía en la cama cuando llamo.
Trish se consideraba una buena persona y estaba convencida de que la mayoría de sus clientes eran asimismo buenas personas, por lo menos en el fondo. Se sentía sinceramente apenada por la Reina. Sus colegas habían rehusado unánimemente ocuparse del caso Windsor, pero, como Trish había dicho en la oficina de admisión aquella misma mañana:
—En la realeza también puede haber seres humanos. Para mí, esas personas son dos pensionistas desplazados que necesitarán gran cantidad de apoyo.
Deseosa de no despertar el antagonismo de su cliente, Trish se replegó, escribió una nota en un impreso de los Servicios Sociales y lo empujó por la ranura del buzón. Decía: «Volveré esta tarde, a eso de las tres. Suya, Trish».
La Reina subió por la escalera, rascó la escarcha del interior de la ventana y miró abajo, a Trish, quien a su vez desprendía el hielo del parabrisas de su coche con lo que parecía ser una espátula de cocina, del género de las que la Reina había utilizado ocasionalmente en las barbacoas de Balmoral. Trish vestía ropas de estilo azteca y podía fácilmente haber escapado de un escenario donde se representase La cacería imperial del sol. En los pies llevaba lo que parecían ser unos trozos de cabra muerta. Se sentó en el coche y anotó: «Cliente difícil; sin vestir a las diez de la mañana».
Cuando oyó que el coche partía, la Reina fue al encuentro de su esposo, que yacía boca arriba sumido en un profundo sueño. Una gota de rocío colgaba de su peñascosa nariz. La Reina tomó un pañuelo de su bolso y secó la gota. No sabía cómo continuar el día: bañarse, vestirse y adecentarse el cabello parecían plantear irresolubles problemas. «Ni siquiera soy capaz de abrir la puerta», pensó. De lo único que estaba segura era de que no estaría en casa para recibir visitas a las tres de la tarde.
En el glacial cuarto de baño no había agua caliente, de modo que se lavó con agua fría. Peinarse era imposible: su cabello había perdido toda configuración. Hizo lo que pudo y acabó anudándose un pañuelo, al estilo gitano, en torno a la cabeza. ¡Qué embarazoso era vestirse una misma, qué huidizos eran los botones! ¿Por qué se atascaban a cada momento las cremalleras? ¿Y cómo se las ingeniaba una para determinar qué prendas combinaban unas con otras? Pensó en los corredores flanqueados de armarios roperos donde sus vestidos solían colgar en filas de colores coordinados. Echaba de menos los hábiles dedos de la camarera que le ajustaba el sujetador. ¡Qué invento absurdo era el sujetador! ¿Cómo se las arreglarían las mujeres con aquellos ganchos y aquellos ojales? Había que ser contorsionista para hacer coincidir unos con otros sin ayuda.
Cuando terminó de vestirse, la Reina experimentó la extraordinaria sensación de haber ejecutado una proeza. Deseó poder contárselo a alguien, como el día que por primera vez se anudó sola los cordones de los zapatos. Crawfie se había puesto muy contenta.
—Maja chica —le dijo —. No tendrás que hacerlo nunca, por supuesto, pero bueno es saberlo..., como es bueno saber logaritmos.
La única fuente de calor en toda la casa era la estufa de gas de la sala de estar. Beverley la había encendido la noche anterior, pero ahora la Reina estaba desconcertada. Abrió la llave al máximo, acercó una cerilla al elemento de cerámica, pero nada ocurrió. Ansiaba tener por lo menos una habitación caldeada antes de que Felipe despertase y (aunque quizás era demasiado ambiciosa) planeaba preparar el desayuno: té y tostadas. Imaginaba a Felipe sentado con ella ante la estufa, haciendo proyectos para su nueva vida. Siempre había tenido que apaciguar a Felipe, a quien ofendía caminar un paso detrás de ella. Su personalidad no se acomodaba al papel de segundo violín: él era una orquesta entera, y además combativa.
Harris entró cuando ella acercaba la última cerilla a la recalcitrante estufa. Tenía hambre, tenía frío, y nadie, excepto ella misma, iba a darle de comer. Entre la estufa y Harris, la Reina se encontró paralizada por la indecisión. Había demasiadas cosas que hacer, pensó. Demasiadas obligaciones. ¿Cómo se desenvolverían las personas corrientes?


—El secreto está en que uno mete una moneda de cincuenta peniques en la ranura —dijo el príncipe Carlos.
Había accedido a la casa de su madre llamando con los nudillos a la ventana de la sala de estar y entrando por la misma ventana. Abrió la alacena del contador del gas y mostró a su madre la ranura metálica.
—Pero yo no tengo ninguna moneda de cincuenta peniques —dijo la Reina.
—Tampoco yo. ¿Tendrá alguna papá?
—¿Por qué habría de tenerla él?
—Cierto. Quizá Guillermo tenga alguna en su hucha. ¿Podría yo..., eso..., ir y...?
—Sí, dile que ya se la devolveré.
A la Reina le chocaba el cambio que observaba en su hijo. Contempló cómo empezaba a trepar a la ventana para salir hasta que interrumpió de pronto la maniobra.
—Mamá.
—¿Sí, querido?
—Una asistente social nos ha visitado esta mañana.
—¿Trish McPherson?
—Sí. Era atrozmente amable. Me ha dicho que en la Seguridad Social podrían arreglarme las orejas. Me ha dicho que he sido dañado psicológicamente..., eso..., y creo que..., bien..., en cierto sentido, eso..., tiene razón. Diana está pensando en hacerse arreglar la nariz. Siempre ha odiado su nariz.
Cuando Carlos saltaba desde la ventana de la sala de estar, la Reina pensó: «¡Qué feliz parece en el que debería ser el día más triste de su vida!».
En el piso de arriba, el príncipe Felipe despertó. En la punta de su nariz notaba un cosquilleo molesto.
—¡Tráigame un pañuelo, rápido!
Se dirigía a un criado inexistente, y sólo al cabo de unos segundos recordó dónde estaba. Mirando desvalido en derredor, capituló ante sus actuales circunstancias y se secó él mismo la nariz con las sábanas del lecho. Luego se dio la vuelta y se durmió otra vez: prefería los sueños de la realeza a la repugnante realidad de ser un plebeyo en una casa helada.


La Reina desempaquetó la caja de cartón rotulada «COMIDA». En ella encontró un paquete de pan de molde cortado en rebanadas gruesas, un tarro de mermelada de fresa, una lata de carne, una lata de sopa de tomate Heinz, una lata de estofado de buey, una lata de patatas nuevas, una lata de alubias, una lata de melocotones (cortados) en almíbar, un paquete de galletas digestivas, un paquete de pastelitos de confitura Mr Kipling, un bote de Nescafé, un paquete de bolsitas de té Typhoo, un brik de leche Long-Life, una bolsa de azúcar blanco, una caja de hojuelas tostadas de maíz tamaño pequeño, un paquete de sal, una botella de salsa HP, una caja de pastelitos Birds Eye, un paquete de lonchas de queso Kraft y seis huevos (probablemente puestos según el método de batería, dado que nada en el envase proclamaba que las gallinas llevaran una vida saludable al aire libre).
Harris fijaba en las latas una mirada ávida, pero la Reina dijo:
—No hay nada para ti, amigo.
Levantó la lata de carne. Tenía un aspecto parecido al de la comida para perros, pero, ¿cómo se llegaba a su contenido?
Leyó las instrucciones: «Utilice la llave», decían. Localizó la llave, que estaba encajada en la lata como un centinela en su garita. Pero, una vez localizada, ¿qué hacía una con ella? Harris ladraba, irritado, viendo a la Reina manosear la lata de carne; tratando, en realidad, de ajustar la llave a una lengüeta de metal que sobresalía de la base.
—Por favor, Harris, un poco de paciencia, hago lo que puedo: tengo hambre y frío, y tú no me ayudas en absoluto.
Y pensó (aunque no lo dijo en voz alta): «Tampoco me ayuda mi marido, que está arriba, tumbado en la cama».
Hizo girar la llave y Harris saltó hacia la lata cuando el olor rancio de la carne en conserva se difundió en el aire. Ahora ladraba frenéticamente, e incluso la Reina, cuya tolerancia ante los ladridos estrepitosos era legendaria, perdió la calma y dio a Harris un manotazo en el hocico. El perro fue a refugiarse enfurruñado debajo del fregadero.
Después de un largo forcejeo, la Reina desprendió la base de la lata. El bloque de carne, rosado y moteado, era claramente visible, pero por mucho que ella sacudió con fuerza la lata, se negó a salir. ¿Quizá si intentase coger la carne con los dedos...?


Cuando Carlos regresó, otra vez por la ventana, sosteniendo orgullosamente en alto la moneda de cincuenta peniques como si fuera un trofeo, encontró a su madre inclinada sobre una comodita semicircular de William Gates que ahora servía de mesilla en el recibidor. Sobre la exquisita superficie del mueble se había formado un charco de sangre. Harris, a un lado, atacaba una lata y profería primarios y guturales gruñidos. Del piso de arriba llegaban los alarmantes sonidos de la cólera de su padre. Un psicoterapeuta estructuralista había enseñado a Carlos cómo enfrentarse al terror paterno, de modo que bloqueó el impacto de las obscenidades que emitía su padre fechando la comodita William Gates.
—Mil setecientos ochenta y uno —dijo—. Fabricada para Jorge IV.
—Sí muy listo, querido, pero más bien creo que voy a morir desangrada. ¿Querrías pedir a mi médico que me atienda?
La Reina se quitó el pañuelo de la cabeza y lo ató alrededor de sus sangrantes dedos. Felipe apareció en lo alto de la escalera, tiritando en su batín de seda.


Esperaron durante cuatro horas y media a que un médico examinara a la Reina en el Hospital Real. Había niebla en la autopista y los locos del volante y sus víctimas colapsaban la sección de Urgencias de la institución. Carlos, la Reina y un policía de paisano, pero armado, acababan de trasponer la barrera del extremo de Hell Close cuando entró en la calle el camión de mudanzas de la princesa Margarita. La princesa había echado una mirada al coche policial y había visto el jubón de casimir de su hermana manchado de sangre, así como sus ojos cerrados, y de inmediato se había puesto a chillar histéricamente:
—¡Nos van a matar a todos!
El conductor del camión le había dirigido una mirada asesina. Tras soportar a lo largo de tres horas su compañía la habría colocado alegremente ante un muro, le habría vendado los ojos y le habría disparado una bala al corazón. Encima, le habría negado un último cigarrillo.


Carlos y su madre habían pasado toda la tarde sentados detrás de una magra cortina en un cubículo del Hospital Real, escuchando los casi insoportables sonidos del sufrimiento humano. Oyeron muerte, agonía y las risas desesperadas de las jóvenes enfermeras cuando trataron de separar una arrugada muñeca hinchable del pene de un hombre de mediana edad. La propia Reina estuvo al borde de la risa al oír que la esposa del hombre decía a las enfermeras:
—Sabía que había alguna otra.
Pero no rió. Adoptó una expresión severa. Crawfie le había enseñado a dominar sus emociones, y la Reina estaba muy agradecida al sensato asesoramiento de Crawfie. De qué otra manera, si no, habría soportado todos aquellos interminables discursos de bienvenida, pronunciados en lenguajes que no conocía, a sabiendas de que debería también soportar sin moverse del sitio la correspondiente traducción al inglés. Luego tendría que levantarse y leer a su vez una sarta de banalidades, y a continuación pasaría revista a las tropas, consciente de que cada hombre o cada mujer contemplaba con pavor la posibilidad de que se parase ante ellos. ¿Y qué decía ella cuando efectivamente se paraba?
«¿De dónde es usted? ¿Cuánto tiempo lleva en el Ejército?» Era doloroso presenciar cómo balbuceaban una respuesta. En una ocasión había preguntado: «¿Le gusta a usted la Marina?», a un joven marinero de dieciocho años. Él había respondido instantáneamente: «No, majestad». Ella había fruncido el ceño y seguido adelante. Pero su deseo más sincero fue sonreír y agradecerle su insólita honestidad. Dio instrucciones de que el marinero no fuera castigado.


—Lamento haberla hecho esperar, señora Windsor. Soy el doctor Animba.
El médico había sido prevenido, y no obstante notó que le subía la presión sanguínea cuando tomó en la suya la mano herida de la Reina. Retiró suavemente la manchada envoltura e inspeccionó los profundos cortes del pulgar y otros dos dedos.
—¿Y cómo se ha hecho usted esto, maj..., señora Windsor?
—Con una lata de carne en conserva.
—Una lesión muy frecuente. Requiere legislación. Esas latas debería prohibirlas la ley.
El doctor Animba era un joven serio que creía que la ley podría curar la mayoría de los males sociales.
—Doctor Animba, mi madre ha esperado cerca de cinco horas para recibir atención médica —dijo Carlos.
—Sí, lo normal.
El doctor Animba se puso en pie.
—¿Normal?
—Oh, sí. Su madre ha tenido la suerte de que no se le haya ocurrido comer carne en conserva un sábado por la noche. Los sábados por la noche tenemos un trabajo atroz. Ahora debo marcharme. Enseguida vendrá una enfermera.
La cortina se agitó con un siseo y el médico desapareció. La Reina se reclinó de nuevo en la camilla del hospital y cerró con fuerza los ojos para vencer la picazón de las lágrimas que se acumulaban detrás de sus párpados. Debía dominarse a toda costa.
Carlos dijo:
—Es otro mundo.
—Otro país, por lo menos —replicó ella.
Ambos oyeron al doctor Animba entrar en el cubículo que contenía la deshinchada muñeca hinchable y a su víctima. Oyeron sus vigorosos forcejeos cuando se empeñó en separar la goma de la carne. Le oyeron decir:
—Sobre esto debería haber legislación. Ruborizado por el embarazo, Carlos dijo:
—Yo tenía que inaugurar mañana un nuevo hospital en Taunton.
—Confío —respondió la Reina— en que la plebe de Taunton sepa salir adelante sin tu presencia.
Esperaron en silencio a la enfermera prometida. Al final, la Reina se durmió. El príncipe Carlos miró a su madre, miró su cabello desaliñado, su jubón manchado de sangre. Tomó entre las suyas la mano que no tenía herida y juró que cuidaría de ella.
9

Metedura de pata

Aquella tarde, la diminuta sala de estar de Diana estaba llena de visitantes, todos ellos mujeres. Algunas habían traído sus cuadernos de autógrafos. La habitación apestaba a perfume regalado por Navidad. Perfume fabricado en las plantas industriales de Extremo Oriente. Violet Toby, una de las vecinas inmediatas de Diana, estaba contándole a ésta la historia de su larga vida. Las demás mujeres se impacientaban, encendían cigarrillos, se alisaban la falda. Todas habían oído ya aquella historia muchas veces.
—Así que, en cuanto vi esa carta, lo supe. Así que ná más que volvió del trabajo yo voy y le digo: «¿Quién es esa condená Yvonne?». Bueno, se le puso la cara blanca. Y yo fui y le dije: «Ya pues largarte y no volver jamá». Así que él fue el número dos.
Diana insinuó, como le habían enseñado a hacer:
—¿Y volvió usted a casarse?
Violet, que no necesitaba insinuaciones, se echó a reír.
—Ya voy por el quinto.
Todas las mujeres de la habitación corearon su risa.
—Cinco maridos. Once hijos, quince nietos, seis bisnietos, y hay un fulano en la Legión Británica al que ya le he echao el ojo.
Violet se dio un toque de lápiz de labios escarlata mirándose en el espejo del interior de su bolso de piel de serpiente sintética.
—Eres una sucia bribona, Violet —dijo Mandy Carter, otra vecina inmediata de Diana, cuya cerca había derribado el príncipe Guillermo la noche anterior.
Mandy acunaba a su bebé de corta edad, llamado Sombra, apoyándoselo en el hombro. Diana se fijó en las ropas que ella vestía y a duras penas contuvo un estremecimiento. Jeans ajustados y zapatos blancos de tacón alto y puntiagudo, uf. Y aquella cabellera rubia como de hilos de almíbar, de puntas descuidadas, indecorosa. Y aquellos pechos pálidos que un top de acrílico color de rosa ponía en exuberante evidencia, abrumadora vulgaridad.
—Su marío y la mamá tardan mucho —dijo Violet.
—Ya —asintió Diana—. ¿Está lejos el hospital?
—Tré kilómetros carretera abajo —dijo una mujer joven que lucía una araña tatuada en el cuello.
—Seis horas y media estuve allí yo la vez que Clive me partió la quijá —declaró Mandy.
—Santo Dios —dijo Diana—. ¿Quién es Clive?
Su papá —dijo Mandy, señalando a Sombra—. No podía come, no podía fuma, no podía bebé.
—Pero sí podías darte tus revolcones, ¿verdá? —dijo Violet—. Yo bien te oía, y eso que estoy a dos puertas de tu casa.
Diana se ruborizó. Santo Dios, no se consideraba a sí misma mojigata, pero detestaba el lenguaje soez en las mujeres. Levantó la vista justo en el momento en que el inspector Holyland pasaba por delante del húmedo seto de aligustres. El policía lanzó una mirada ceñuda a la atestada sala de estar. Las mujeres, por su parte, sisearon ruidosamente y la del tatuaje en el cuello silbó como si llamara un taxi en Londres.
Holyland avanzó por el sendero. Diana se abrió paso entre las mujeres y fue a abrir la puerta de entrada. El inspector tosió para ganar tiempo: había olvidado cómo debía llamarla. ¿Era señora Windsor? ¿Señora Spencer? ¿Señora Carlos?
Diana esperó a que el policía se recuperara de su acceso de tos. Finalmente, él farfulló:
—No deberían estar ahí dentro. —Señalaba a la congregación de mujeres—. Se supone que no ha de recibir usted ninguna atención especial. —Ya había recobrado el dominio de sí mismo—. Por lo tanto, le agradecería que les pidiese que se marchen, señora.
—Me resultaría imposible. Sería de pésima educación.
De la sala de estar llegó un aplauso, y Violet acudió precipitadamente a la puerta de entrada, ocultas las manos en los bolsillos de su chupa de satén y una expresión imperiosa en su arrugada cara.
—Oiga, aquí ni atenciones especiales ni ná de ná; somos sus vecinas. Hemos venío a ver si necesita algo.
—Oh, sí —se burló Holyland—. Hacen lo mismo con todo el mundo, ¿verdad?
—Pues sí, lo hacemos —dijo Violet con franqueza—. Las de Hell Close estamos muy unías. —Se volvió a Diana—. ¿Qué tal si empezamos por las alacenas?
Holyland dejó de prestarle atención. Constaba en los archivos que Violet, su marido Wilf y siete de sus hijos adultos no habían pagado todavía sus impuestos personales del año; de hecho, no habían pagado aún los impuestos del año anterior. Ya obtendría su revancha.
En aquel preciso momento, Diana distinguió la figura de la princesa Margarita que corría por el centro de la calle acompañada del claqueteo de sus altos tacones, el revoloteo de su chaquetón de piel, los cabellos que escapaban de su alto y complicado moño. La vio llegar a la barrera e iniciar una lucha cuerpo a cuerpo con un policía joven. El inspector Holyland habló por su radio y unos segundos después sonó un claxon y una intensa luz blanca iluminó crudamente la calle.
—¡Cristo! —exclamó Violet—. Es como una condená guerra.
—Es Margo que intenta violar el toque de queda de las siete —dijo Diana, inspeccionando el panorama desde el umbral.
El inspector Holyland escoltó personalmente a la princesa Margarita de regreso a su casa. Diana oyó que decía:
—Pero necesito llegar a Marks and Spencer antes de que cierren. No puedo cocinar.
Diana cerró la puerta de entrada y volvió a reunirse con sus vecinas. Proyectaba ponerse un delantal, meterse en la cocina y armar un poco de jaleo con aquellas cazuelas y sartenes, tal como ordenaba Little Richard. Podía pedirle a Violet, por aquella noche, la freidora o lo que fuera y cocer huevos, patatas y judías para la familia. Carlos tendría que saltarse sus normas dietéticas hasta que ella hubiese organizado la adecuada provisión de legumbres. Dudaba que Violet pudiera también prestarle un frasco de lentejas.
Mientras trabajaban, Mandy preguntó:
—¿Qué es lo que más echará a faltá? Diana respondió al instante:
—Mi Merce.
—¿Merce?
—Mercedes-Benz 500 SL. Es rojo metalizado y se pone a doscientos cincuenta por hora.
—Seguro que costará un pastón —dijo Mandy.
—Bueno, unas setenta mil libras.
Se hizo un silencio general.
—¿Y quién lo pagó?
—El ducado de Cornwall —dijo Diana.
—¿Qué es eso? —preguntó Mandy.
—Mi marido, en realidad.
—¿Ha dicho decisiete mil? —inquirió Violet, ajustándose su audífono color de rosa.
—Setenta mil —precisó alzando la voz Philomena Toussaint, la única negra entre las mujeres presentes. Hubo un nuevo silencio.
—¿Por un coche? —insistió Violet, con las mejillas vibrantes de indignación.
Diana bajó los ojos. Ignoraba todavía que las mujeres que limpiaban y ordenaban su cocina, cuya vestimenta menospreciaba, adquirían sus ropas en mercadillos benéficos. El sujetador de Violet, talla treinta y ocho, le había costado veinticinco peniques en Ayuda a la Tercera Edad.
Mandy rompió el silencio diciendo:
—Yo echaría a faltá la condená niñera.
Esto recordó a Diana que no había visto a Guillermo ni a Enrique desde que llegaron sus visitantes. Los llamó desde la escalera, pero no recibió respuesta del piso de arriba. Miró fuera, al melancólico jardín trasero, pero allí el único signo de vida era Harris, ocupado en congraciarse con un pastor alemán mestizo que pertenecía a Mandy Carter. Los dos perros describían círculos, uno en torno al otro. El pequeño y el grande, el aristócrata y el plebeyo, aunque el pastor alemán se llamaba Rey. Diana se apresuró a asomarse al exterior y gritó varias veces los nombres de sus hijos. Estaba casi oscuro. En Hell Close se encendían las bombillas desnudas, la noche llegaba.
—Los chicos nunca han estado fuera de casa después del anochecer —dijo Diana.
Las mujeres acogieron riendo la prueba del exceso de mimo que envolvía la existencia de aquellas criaturas. Normalmente, ellas enviaban a sus hijos, desde pequeños, a la tienda india del barrio, a comprar los comestibles que faltaban a última hora. ¿Por qué tener un perro y ladrar ?
—Estarán jugando por ahí —la consoló Violet.
Pero Diana no se tranquilizaba. Enfundada en una parka de seda, dando largas zancadas con sus botas de cowboy, emprendió la exploración de Hell Close. Finalmente localizó a los chicos jugando a barcos con su abuelo, frente a la estufa de gas del número nueve. Los observó por la ventana hasta que Enrique la vio y saludó con la mano. El príncipe Felipe vestía un pijama y un batín. No se había afeitado y el cabello le colgaba por encima de las orejas en mechones dispersos. Sobre la mesilla de plata de Guillermo III había una lata de judías cocidas con la tapa abierta llena de melladuras.
—Carlos ha telefoneado —gritó Felipe a través de la ventana—. Todavía siguen en el hospital. No puedo invitarte a entrar: esa puerta de ahí no se abre, y la maldita llave de la puerta de atrás se ha perdido.
Diana captó la indirecta y retornó a sus tareas domésticas. Cuando las alacenas y anaqueles de la cocina estuvieron escrupulosamente limpios, las mujeres hicieron una pausa para tomar el té y fumarse unos Silk Cuts.
—Esto las tendrá alejás por un tiempo —dijo Violet.
—¿A quiénes tendrá alejadas? —preguntó Diana.
—A las cucarachas. Toas tenemos cucarachas. Ná las echa. Tú pués dispararles un misil Polaris y las puercas vuelven a los tres días. —Violet cambió a un tono de voz más distendido—: Bueno, lo que ahora necesita usté es papel de forrá, antes de guardá la comida.
Diana no tenía nada adecuado, en vista de lo cual Violet aporreó la pared que separaba de la suya la sala de estar de Diana y bramó:
—¡Wilf! ¡Trae el diario de ayé!
Diana oyó una respuesta ahogada y al cabo de unos instantes Wilf Toby compareció en la puerta de entrada. Era un hombre extraordinariamente alto, de anchos hombros y manos y pies muy grandes. La clase de hombre que ante los tribunales de justicia es calificado de «apacible gigante» por los abogados defensores. Sólo que Wilf Toby no era un hombre apacible. Padecía bronquitis crónica y su constante lucha por respirar le hacía irritable y arisco. Temía la muerte y vivía cada día tímidamente, como si fuera el último que le quedaba. Consideraba que Violet debía prestarle más atención. Pensaba: «Pasa más tiempo en casa de otras personas que en la suya». Oír la respiración atormentada y escabrosa de Wilf confortó a Diana, porque en aquel instante supo qué era el extraño ruido que la había mantenido despierta y aterrorizada toda la noche anterior. Era Wilf, respirando justo al otro lado de la pared medianera.
Wilf miró a Diana, y fue amor a primera vista. Nunca había tenido a una mujer tan bella a tan corta distancia y en carne y hueso. Había visto cada día su foto en los periódicos, pero nada le había preparado para aquel dulce y lozano rostro, aquel suave y terso cutis, aquellos recatados ojos azules, aquellos labios cálidos y húmedos. Todas las mujeres que Wilf conocía tenían caras de aspecto tosco y expresión dura, como si la vida las hubiera golpeado sin piedad. Cuando Diana tomó el diario que le traía, él le miró las manos. Dedos largos y pálidos, de uñas rosadas. Wilf deseó con ansia sujetar aquellos dedos con los suyos. ¿Serían de verdad tan suaves como parecían?
Escudriñó a su mujer, su esposa desde hacía cuatro años. ¿Cómo había terminado atado a ella? Ah, sí, ya sabía cómo. Violet le había acorralado; no tuvo posibilidad de escapar.
—Vamos, entra o lárgate, pasmao. El frío se cuela.
Hay que ver de qué forma le hablaba su mujer. Ni el más mínimo respeto.
Diana sonrió y dijo:
—Pase usted, por favor.
Normalmente, nada habría inducido a Wilf a trasponer el umbral y entrar en una casa llena de mujeres de Hell Close, pero tenía que ver a Diana, escuchar su adorable voz. Ella sí hablaba bellamente, bellamente de veras.
La presencia de un hombre en la casa subyugó a las mujeres. Incluso Violet modulaba la voz mientras doblaba páginas de The News of the World y forraba estantes y cajones. Diana distinguió fugazmente fragmentos de titulares y cabeceras:
FURIOSO ATAQUE A LA LIBRA

La libra esterlina estuvo en situación crítica la noche pasada tras sufrir lo que un experto en cuestiones financieras ha descrito como «un ataque brutal» por parte de los especuladores de divisas extranjeros. «Fue un golpe salvaje», se ha dicho.
Es la secuela del «doble conjuro» surgido de la victoria aplastante de Jack Barker en las elecciones del jueves y la abolición de la monarquía el viernes. El gobernador del Banco de Inglaterra ha reclamado un período de calma.


PIRAÑAS

Un representante de la oficina londinense del Banco de Tokio declaró ayer: «La libra esterlina es como un pececillo de colores nadando en un tanque de pirañas».

Cuando hubo terminado, Violet inspeccionó los resultados de la tarea con un alto grado de autosatisfacción.
—Bueno, ya está: tó limpio y arreglao —dijo. Luego, volviéndose hacia Wilf, añadió bruscamente—: Supongo que tú quiés tu té.
—No tengo hambre —dijo Wilf.
Ni siquiera podría comer a partir de ahora.
Diana deseaba con impaciencia que sus visitantes se retiraran ya, pero no se le ocurría la manera más conveniente de hacérselo saber. Entonces Sombra despertó de su sueño en la cuna provisional que había sido el sofá de terciopelo, y sus chillidos expulsaron de la casa tanto a su madre como a las demás personas.
—Pegue en la pared si necesita cualquier cosa —ordenó Violet.
—De día o de noche —añadió Wilf.
—Han sido ustedes muy amables —dijo Diana—. ¿Qué les debo?
Abrió su bolso y miró el interior. Cuando volvió a alzar la vista, comprendió por la expresión que mostraban los rostros de las mujeres que había cometido una grave metedura de pata.


Cuando Carlos e Isabel regresaron al número nueve, descubrieron que Tony Threadgold había abierto a puntapiés la puerta de entrada y estaba lijando sus bordes.
—La humedad la ha torcío —explicó—. Por eso no se abría.
El príncipe Felipe, Guillermo y Enrique se habían sentado en las escaleras a contemplar a Tony. Los tres comían desaliñados sandwiches de jamón preparados por Guillermo.
—¿Cómo estás, chica? —dijo Felipe.
—Espantosamente cansada.
La Reina se echó atrás el despeinado cabello con la mano vendada.
—Habéis tardado un condenado rato —opinó su marido.
—Estaban detestablemente ocupados —explicó Carlos—. La herida de mamá no la han considerado de gravedad mortal, así que nos ha tocado esperar.
—Pero, maldita sea, tu madre es la condenada Reina —estalló Felipe.
—Era la condenada Reina, Felipe —dijo la Reina a media voz — . Ahora soy la señora Windsor.
—Mountbatten —rectificó el príncipe Felipe escuetamente—. Ahora eres la señora Mountbatten.
—Windsor es mi apellido, Felipe, y me propongo conservarlo.
Tony Threadgold lijaba el borde de la puerta como un loco. Aquella gente evidentemente se había olvidado de su presencia.
Guillermo preguntó a Carlos:
—¿Cómo nos llamamos ahora, papá?
Carlos miró a su padre, a su madre, y viceversa.
Eso, Diana y yo todavía no lo hemos discutido..., eso..., por un lado, uno se siente atraído hacia lo de Mountbatten, debido al tío Dickie, pero por el otro uno piensa también, eso..., bien..., eso...
¡Oh, por el amor de Dios! —Felipe se ponía desagradable—. Escúpelo de una vez, muchacho.
Tony pensó que ya era hora de que la Reina se sentara: parecía muy cansada. La tomó del brazo y la acompañó a la sala de estar. La estufa de gas estaba apagada, pero él rebuscó en sus bolsillos, encontró una moneda de cincuenta peniques y la introdujo en el contador. Las llamas brotaron con vivacidad y la Reina se inclinó agradecida hacia la estufa.
—Creo que a su mamá le sentaría bien una taza de té —sugirió Tony a Carlos.
Se había percatado ya de que Felipe era, domésticamente, un caso perdido, el hombre sin duda no sabría ni vestirse solo. Pero, transcurridos quince minutos, durante los cuales Tony barrió el serrín y las astillas y dio a los bordes de la puerta el alisado final, Carlos continuaba todavía navegando al garete por la cocina en su inútil búsqueda de té, leche, azúcar, cucharillas. Tony optó entonces por dirigirse a la puerta de al lado y pedirle a Bev que pusiese la tetera en marcha.
La Reina fijaba la mirada en las llamas del gas. Tenía la impresión de que el conflicto entre Windsor y Mountbatten había quedado arrinconado mucho tiempo atrás, pero ahora asomaba de nuevo su fea cabeza. La culpa era de Louis Mountbatten.
Aquel esnob odioso había persuadido al obispo de Carlisie de que comentase, con ocasión del nacimiento de Carlos, que a él no le satisfacía la idea de que un niño nacido en el seno de un matrimonio fuera despojado del apellido de su padre. Los lóbregos comentarios del clérigo saltaron a los titulares de los periódicos de todo el país. La campaña de Louis Mountbatten para glorificar el apellido de su familia y convertirlo en el de la casa reinante había empezado con ahínco. La Reina se encontró acosada, de una parte, por los deseos de su marido y de Louis Mountbatten, y de otra por los del rey Jorge V, que había fundado la Casa de Windsor a perpetuidad. La Reina cerró los ojos. Louis había desaparecido hacía mucho tiempo, pero su peso sobre los acontecimientos se dejaba notar todavía.


Beverley entró portando una bandeja con cuatro humeantes tazones de té y dos vasos de radiante naranjada carbónica, seductor líquido del que sobresalían unas gruesas cañitas listadas.
En un plato cubierto por una servilleta pequeña había un surtido de galletas. Carlos tomó la bandeja de manos de Beverley y miró en derredor buscando un lugar donde depositarla. La Reina observaba a su hijo con creciente irritación.
—¡En mi escritorio, Carlos!
Carlos dejó la bandeja sobre el escritorio Chippendale que estaba delante de la ventana. Distribuyó tazones y vasos.
Se sentía cohibido en presencia de Beverley. Su patente carnalidad le turbaba. Por una fracción de segundo la imaginó desnuda, semienvuelta en gasas, contemplando su propia imagen en un espejo sostenido por un querubín. Una venus de la década de 1990. La Reina los presentó.
—Es la señora Beverley Threadgold, Carlos.
—Cómo está usted —dijo Carlos, tendiéndole la mano.
—Estoy mú bien, gracias —respondió Beverley, tomando su mano y sacudiéndola vigorosamente.
—Mi hijo, Carlos Windsor —dijo la Reina.
—Mountbatten —corrigió Felipe. Para Beverley, añadió—: Su nombre es Carlos Mountbatten. Yo soy su padre y llevará mi apellido.
Carlos pensó que ya era hora de poner fin a aquel molesto paternalismo. ¿Cuál era el apellido de soltera de la reina María, su bisabuela? Teck. Sí, eso era. ¿Cómo sonaría «Carlos Teck»?
—Discutiremos esto más tarde, Felipe —previno la Reina.
—No hay nada que discutir. Yo soy el cabeza de familia. He pasado cuarenta años situado detrás de ti. Me toca el turno de situarme delante.
—¿Quieres regir nuestra casa, Felipe?
—Sí, quiero.
—Entonces —dijo la Reina—, lo más conveniente será que vayas a la cocina y te familiarices con los varios utensilios y procedimientos necesarios para preparar el té. No podemos depender eternamente de la generosidad de la señora Threadgold.
Beverley dijo:
—Yo le daré lecciones sobre la manera de prepará el té, si a usté le parece bien. Es mortalmente fácil, de veras.
Pero el príncipe Felipe ignoró su amable oferta. En cambio, se volvió a Tony y se quejó:
—No consigo que funcione el agua caliente, y necesito afeitarme. Ocúpese de ello, ¿quiere?
Tony se encrespó. «Francamente, me habla como si yo fuera un jodío perro.»
—Lo siento —dijo—. Iba a llevarme a Bev a tomá una copa por ahí. ¿Lista, Bev?
Beverley se alegró de tener una excusa para empezar a desenredarse de aquella trama de excesivas tensiones matrimoniales.
Tony se marchó a casa llevándose consigo la caja de herramientas. El día había sido, en resumen, una cagada total. No había conseguido el empleo de matarife de pollos al que aspiraba: había ciento cuarenta y cuatro candidatos en competencia con él, hombres y mujeres de todas las religiones.
Beverley se quedó todavía unos momentos para enseñarle al príncipe Felipe la manera de calentar un cazo de agua para afeitarse. Le explicó que, colocado el cazo sobre los fogones, el mango no debía estar nunca orientado hacia la parte delantera de los mismos.
—Así los niños no lo volcarán.
Carlos entró en la cocina y atendió también a las lecciones, con la misma gravedad que si estuviera presenciando una demostración de danzas guerreras maories. Sus dos hijos, con las bocas manchadas de naranjada, se acercaron cautelosamente, cogidos de la mano. No recordaban haber visto nunca a su padre durante tanto tiempo. Cuando el agua comenzó a hervir, Beverley demostró cómo se giraba el mando para apagar el fogón.
—Entonces, ¿qué es lo que he de hacer ahora? —preguntó Felipe, quejumbroso.
Beverley pensó: «Bueno, maldita sea, a ver si encima voy a tené que afeitarte». Abandonó el hogar de la ex familia real con profundo alivio.
—Como niños —le dijo a Tony, mientras mudaba sus ropas por las de ir de pubs—. Me sorprendería que supieran limpiarse el culo.
10

Mantener el calor

A la mañana siguiente la escarcha era mucho más sólida.
—No te has afeitado, Felipe, y ya son las nueve.
—Me estoy dejando barba.
—No te has lavado.
—En el maldito cuarto de baño hace demasiado frío.
—Llevas dos días en pijama y batín.
—No tengo intención de salir. ¿Para qué molestarse?
Pues deberías salir.
¿Por qué?
—Para respirar aire puro, para hacer ejercicio.
En Hell maldito sea Close no existe el aire puro. Todo apesta. Todo es feo. Me niego a reconocer su existencia. Me quedaré en la condenada casa hasta que muera.
¿Y qué harás?
—Nada. Estarme en la cama. Ahora, deja la bandeja de mi desayuno y corre esas condenadas cortinas y márchate, ¿quieres?
—Felipe, me estás hablando como se hablaría a una sirvienta.
—Soy tu marido. Tú eres mi esposa.
Felipe se aprestó a engullir el desayuno. Huevos pasados por agua, tostadas y café. La Reina corrió las cortinas, dejando Hell Close fuera de la habitación, y se dirigió a la planta baja para llamar a Harris y hacerle entrar. Harris la preocupaba. Había empezado a rondar en compañía de una pandilla turbulenta. Una jauría de mestizos de pésima reputación, que al parecer no pertenecían a nadie en particular, se había aficionado a congregarse en el jardín delantero de la Reina. Harris no hizo nada para alejarlos; por el contrario, parecía aceptar muy positivamente su merodeante presencia.


A Philomena Toussaint la despertó la llegada de la Reina Madre, que se instalaba en la casa adosada de pensionista contigua a la suya. Bajó del lecho y se puso la cálida bata que Fitzroy, su hijo mayor, le había comprado con motivo de su octogésimo cumpleaños.
—Mantén calientes los huesos, mujer —le había dicho severamente — . Ponte esta condenada cosa.
Ella había leído que la Reina Madre bebía y jugaba. Philomena desaprobaba ambas cosas. Elevó a Dios una plegaria:
—Señó, que mi vecina me deje vivir en paz.
Rebuscó en su bolso a la caza de una moneda de cincuenta peniques. ¿Encendería la estufa ahora, o por la tarde, o por la noche, mientras miraba la televisión? Era una decisión que tomaba cada día, excepto en verano. Troy, su segundo hijo, le había dicho:
—Mira, ten la estufa encendida tó el día si hace falta. Mamá, sólo tiés que pedí la pasta y la tendrás.
Pero Philomena tenía su orgullo. Se vistió despacio, por capas sucesivas. Luego fue al ropero donde colgaba su abrigo de invierno. Se lo puso, se envolvió el cuello en un chal, se encasquetó un sombrero de fieltro y, finalmente, fortificada contra el frío, fue a la cocina a prepararse el desayuno. Contó las rebanadas de pan que tenía: cinco, y los huevos que le quedaban: tres. Un poco de margarina, que no bastaría para untar la cabeza de un bebé. Sacudió la caja de hojuelas de maíz. Medio bol, y su pensión no llegaría hasta dentro de tres días. Se inclinó y abrió la puerta del frigorífico.



—Con el frío que hace, no vale la pena tenerlo enchufao —dijo.
Tiró del enchufe y el frigorífico quedó en silencio. De su interior sacó entonces un grumo de queso, y, con gran dificultad (porque tenía las manos nudosas y doloridas a causa de la artritis), extendió el queso sobre una rebanada de pan, que colocó bajo la parrilla.
Aguardó, impaciente, disgustada por tener que usar el gas. Por último, retiró la tostada con queso antes de que éste se hubiera fundido lo suficiente y se sentó, con sombrero, abrigo, chal y guantes, a engullir el desayuno a medio cocer. A través de la pared pudo oír la risa de la Reina Madre y un ruido de muebles arrastrados por el suelo; desde su lado la increpó:
—Espera y ya verá, mujé. Pronto dejarás de reí.
Philomena, la noche anterior, había visto a Jack Barker en la televisión explicando que la ex familia real viviría de la beneficencia del Estado. Que los pensionistas, la Reina, el príncipe Felipe y la Reina Madre, recibirían lo mismo que Philomena cobraba. Cerró los ojos y dijo:
—Por lo que estoy a punto de recibí, acepte el Señó mi sincero agradecimiento. Amén.
A continuación empezó a comer. Masticaba cuidadosamente cada bocado, haciéndolo durar todo lo posible. Le apetecía mucho tomarse otra rebanada, pero estaba ahorrando para poder pagar una licencia de televisión.
La Reina Madre se reía de la ridícula pequeñez de cuanto la rodeaba.
—Es una casita perfectamente adorable —afirmaba—. Encantador. Podría servir de caseta a un perro grande.
Se ajustó al cuerpo el abrigo de armiño e inspeccionó el cuarto de baño. Éste provocó nuevas risotadas y la exhibición de una dentadura que temía la silla del dentista.
—Me maravilla —aseguró entre carcajadas — . Es tan contenible y, oh, mira, Lilibet, hay un gancho para que una cuelgue el salto de cama.
La Reina miró el gancho de acero inoxidable fijado en la puerta del cuarto de baño. No había en él nada fuera de lo común; era simplemente un gancho, un objeto utilitario, diseñado con su propósito: colgar la ropa de una.
—No hay papel higiénico, Lilibet —susurró la Reina Madre—. ¿Cómo consigue una papel higiénico?
Inclinó coquetamente la cabeza hacia un lado y esperó la respuesta.
—Uno tiene que comprarlo en una tienda —dijo Carlos.
El príncipe, sin ayuda de nadie, estaba en aquellos momentos trasladando el contenido del camión de mudanzas que recientemente había llegado a la puerta de la casita de su abuela. Llevaba un pie de lámpara debajo de un brazo y una pantalla de seda debajo del otro.
—¿Lo hace una? —La sonrisa de la Reina Madre parecía haber quedado fija en su cara—. Qué emocionante sencillez, ¿no?
—¿Eso crees?
La Reina estaba irritada por la negativa de su madre a abandonarse ni siquiera a un instante de desesperación. La casita era realmente consternadora, maloliente, fría, y estaba atestada de cosas. ¿Cómo iba a arreglárselas su madre? Nunca había hecho nada, ni correr una cortina. Sin embargo, allí estaba, adoptando una estúpida actitud valerosa ante una situación realmente atroz.


Spiggy llegó con su habitual diligencia y fue acogido con extravagantes gritos de salutación. De las especificaciones de Jack Barker, la Reina Madre no había creído una sola palabra. Una habitación no podía medir menos de tres metros por lado. Faltaba algún dígito; Barker probablemente habría pretendido escribir trece por trece. En consecuencia, de Clarence House se retiraron alfombras grandes, que el camión transportó a Hell Close. Los criados se habían ocupado de ello: era su último acto de servicio; por lo menos los que todavía estaban sobrios.
Spiggy sacó de su caja de herramientas los instrumentos de destrucción: cuchillo, cinta métrica, cinta adherente negra, y procedió a cortar una alfombra preciosa, histórico regalo del sha de Persia, para que se ajustase a los contornos de la chimenea, alimentada con gas y decorada con baldosas de color naranja, de la Reina Madre. Fue una vez más el héroe del momento. La Reina Madre, mientras tanto, paseaba por el jardín trasero en compañía de Susan, su perra corgi. Su vecina negra la observaba desde la ventana de la cocina. La Reina Madre la saludó con la mano, pero la negra agachó rápidamente la cabeza y desapareció de su vista. La sonrisa de la Reina Madre vaciló ligeramente, pero enseguida se recuperó, como el índice del Financial Times durante una jornada tambaleante de la City. La Reina Madre necesitaba personas que la amasen. Para ella, el amor de la gente era plasma, habría muerto sin él. Durante la mayor parte de su vida vivió sin el amor de un hombre, y ser adorada por el populacho constituía sólo una pequeña compensación. La actitud hostil de su vecina la había turbado un poco, pero cuando entró en casa desde el jardín la sonrisa había vuelto con firmeza a sus labios.
Vio que Spiggy alzaba la mirada de su faena y que en sus ojos había adoración. Se puso enseguida a conversar con él, preguntándole ante todo por su esposa.
—Se largó —dijo Spiggy.
—¿Hijos?
—Se los llevó con ella.
—Así que es usted un hombre que lleva una vida alegre — dijo la Reina Madre con voz campanilleante. A Spiggy se le oscureció súbitamente el rostro.
—¿Qué ha querío decí? ¿Que soy marica?
Volviéndose hacia él, Carlos se apresuró a intervenir:
—Lo que mi abuela quiere decir es que usted lleva probablemente una vida libre de preocupaciones menudas, a salvo de responsabilidades domésticas.
—Pa ganarme la vida tengo que trabaja duro —dijo Spiggy» a la defensiva—. Pruebe usté a pasarse el día entero instalando alfombras.
Carlos se sintió frustrado por aquel malentendido. ¿Por qué no podría su familia simplemente hablar con los vecinos sin..., eso..., constantes..., eso?
La Reina distribuyó entre los presentes tacitas y platos de delicada porcelana. Anunció:
—Café.
Spiggy estudió con atención cómo la ex realeza manejaba aquellas tazas diminutas. Vio que insertaban el dedo índice en el orificio de la igualmente diminuta asa, levantaban los platos y bebían. Pero él no consiguió meter el dedo, encallecido e hinchado por tantos años de trabajo manual, en el asa de su tacita. Miró las manos de aquellas personas y las comparó con las suyas. Humillado por un instante, ocultó las manos en los bolsillos de su mono. Se sintió como una bestia lerda. Ellos parecían, en cambio, tener como un resplandor en el cuerpo, algo como si estuvieran recubiertos de vidrio. Una especie de protección. El cuerpo de Spiggy era un mapa perfectamente explícito: accidentes laborales, peleas, pobreza, abandono, todo había dejado referencias visibles de que Spiggy había vivido. Asió la taza con la mano derecha, a su aire, y bebió el escaso contenido. Insuficiente para calmar la sed de una mosca, refunfuñó para sí mientras depositaba de nuevo la tacita sobre el platito.


El príncipe Carlos se abrió paso a través de la pequeña multitud que se había congregado ante la puerta de la casa de la Reina Madre. Observó que un jovenzuelo de cabeza rapada afrontaba, encorvado y tiritando, el viento glacial. El jovenzuelo se acercó a Carlos.
—¿Necesita usted un vídeo, ¿verdad?
—Pues, de hecho, más bien sí, es decir, mi esposa sí. Nos dejamos el nuestro, no pensamos en que, eso..., pero... ¿no son atrozmente, eso..., bien..., caros? —dijo Carlos.
—Normalmente sí lo son, pero yo puedo conseguirlos por cincuenta libras.
—¿Cincuenta?
—Sí, conozco a ese tío, ya sabe, que los tiene.
—¿Quiere decir un filántropo?
Warren Deacon miró fijo a Carlos, sin entenderle.
—Un tío, nada más.
—Y las, eso o sea..., esas videomáquinas... ¿funcionan? —Por supuesto. Vienen de buenas casas —dijo Warren, indignado.
Algo intrigaba a Carlos. ¿Cómo sabía aquel jovenzuelo de cara de rata que ellos no tenían vídeo? Se lo preguntó directamente.
—Pasé frente a su casa —dijo Warren—. Anoche. Fisgué por la ventana. Nadie me lo prohibía, ¿no? Si no, ¿por qué no corren las cortinas? Tienen ustedes ahí dentro mercancía super. Esos candelabros serían negocio.
Carlos agradeció a Warren la fineza. El jovenzuelo tenía obviamente un fuerte sentido estético. En verdad que no era razonable juzgar a la gente con excesiva precipitación.
—Son exquisitos, exquisitos, ¿no? —dijo el príncipe—. Guillermo III. El eso..., es decir, Guillermo comenzó su colección en...
¿Plata maciza? —preguntó Warren.
Oh, sí —le aseguró Carlos — . Obra de Andrew Moore.
—¿Ah, sí? —dijo Warren, como si estuviera familiarizado con la mayoría de plateros del siglo dieciocho—. Pues entonces seguro que costarán un buen bocao.
—Probablemente —concedió Carlos — . Pero, como usted eso... ya debe saber... a nosotros..., o sea... a mi familia... no se nos permite eso..., en realidad..., vender ni una sola de nuestras...
—¿Chucherías?
Warren se estaba hartando de esperar a que Carlos terminara sus frases. ¡Valiente memo! ¿Y aquel pelmazo iba a ser rey algún día y a tenerle a él por súbdito?
—Sí, digamos chucherías.
—¿Así que, ya puestos, usted habría preferido dejar los candelabros y llevar el vídeo?
—Traer el vídeo, sí —dijo pedantemente Carlos.
Warren tuvo la impresión de que había llegado el momento de cerrar el trato.
—¿Quiere uno, entonces?
Carlos exploró los bolsillos de sus pantalones. En alguna parte tenía un billete de cincuenta libras. Lo encontró y se lo entregó a Warren Deacon. No sabía cómo se llamaba Warren ni dónde vivía, pero pensó que valía la pena cultivar la relación con un muchacho interesado en artefactos históricos. Tuvo una visión en la que él le mostraba a Warren su pequeña colección de arte, quizás alentando al chico a que se dedicase a pintar...
Carlos trepó a la trasera del camión de mudanzas y levantó una caja que ostentaba el rótulo «Zapatos»; sólo que los zapatos no tintineaban ni levantarlos requería un esfuerzo tan grande. Abrió la tapa de la caja y vio veinticuatro botellas de ginebra Gordon envueltas en hojas de papel de seda verde. Sosteniendo la caja contra su pecho avanzó dificultosamente entre la gente. El esfuerzo le hizo sudar, pero deseó que Beverley le hubiera visto en aquel momento, cargado con semejante peso, un trabajo de hombre. Cuando consiguió llegar a la puerta de su casa sin que la caja se le hubiera caído, el grupo de mujeres y de niños en sus sillitas le vitoreó irónicamente y Carlos, ruborizado y satisfecho, sacudió la cabeza en agradecimiento a los vítores, algo que le habían enseñado a hacer desde que tenía tres años.
Entró en la cocina, llevando él solo su carga, y encontró a su madre que fregaba platos y cacharros en la pileta con una sola mano. La princesa Margarita la contemplaba apoyada en la frágil mesa de formica. Su propia casa estaba hecha un caos, y ella no tenía nada adecuado que vestir. El baúl que contenía sus ropas informales se había quedado en Londres. Todo su guardarropa en Hell Close consistía en seis vestidos de cóctel, aptos para ceremonias de entrega de premios a figuras del mundo del espectáculo, pero nada más. Tenía consigo sus pieles, por supuesto, aunque aquella misma mañana una chica con una araña tatuada en el cuello había murmurado: «Sucia asesina de animales», cuando se cruzaron en la acera frente a su nuevo hogar.
La Reina quería echarla de la cocina de su madre: interceptaba la luz y ocupaba un valioso espacio. Había mucho trabajo que hacer.
Spiggy asomó la cabeza por la puerta y preguntó a la princesa:
—¿Necesita que le instale alfombras? Esta tarde podría encontrá unos minutos pa usté.
—Se lo agradezco enormemente, pero no —dijo ella, arrastrando las palabras — . No merece la pena, no voy a quedarme.
Como usté quiera, Maggie —dijo Spiggy, tratando de mostrarse amigable.
¿Maggie? —Ella se enderezó en toda su estatura—. ¿Cómo se atreve a hablarme en ese tono? Yo soy para usted la princesa Margarita.
Él creyó que la princesa iba a pegarle, porque se subió una manga magistralmente cortada por Karl Lagerfeld y le mostró el puño; pero lo retiró y se contentó con gritar, cuando echaba a correr hacia su hogar en Hell Close:
—¡Gordito repugnante!
La Reina puso el agua de la tetera a calentar. Consideraba que el señor Spiggy se merecía una buena taza de té.
—Lo siento mucho. Estamos todos un poco sobreexcitados.
—No pasa ná —dijo Spiggy—. Creo que realmente necesito perdé un poco de peso.
«Y encima esto», pensó. Ninguno de ellos estaba gordo. En cambio, todas sus amistades y relaciones lo estaban. Las mujeres engordaban después de tener hijos y los hombres engordaban por culpa de la cerveza. Por Navidad, su familia difícilmente conseguía apretujarse en su sala de estar. La Reina canturreó una melodía mientras esperaba a que la tetera hirviese, melodía que Spiggy captó y se puso a silbar en cuanto volvió a ocuparse de la alfombra del pasillo.
—¿Cómo se titula? —preguntó a la Reina cuando llegaron al final de su improvisado dúo.
Born Free —replicó ella—. Vi la película el año sesenta y seis. Una sesión de la Royal British Film.
—Entradas gratis, ¿eh?
—Sí —admitió ella—, y sin hacer cola en la taquilla.
—Pué será raro eso de ir al cine con una corona en la cabeza. La reina rió.
—¡Una tiara! Una no lleva corona; sería una desconsideración para la persona que se sienta detrás.
Spiggy soltó unas retumbantes carcajadas, y Philomena Toussaint aporreó la pared desde el otro lado y gritó:
—¡Basta de ruido, que ya tengo la cabeza llena!
Philomena estaba hambrienta, le dolía la cabeza y sentía frío. También sentía celos. Su cocina estuvo en otro tiempo invadida por las risas, cuando tenía a sus hijos consigo: Fitzroy, Troy y el bebé Jethroe. ¡La comida que aquellos chicos llegaban a devorar! Habría necesitado una Pala mecánica para llenarles el estómago: iba y venía del mercado sin parar. Recordaba perfectamente cuánto pesaba la cesta de la compra, así como el olor que desprendía la tela húmeda cuando cada mañana planchaba las camisas blancas para que los chicos fuesen a la escuela.
Arrastró una silla hacia la alta alacena donde guardaba latas y paquetes. Trepó a la silla y colocó las hojuelas de maíz en el estante superior. Aprovechando que desde allí lo tenía todo a la vista, tocó y reordenó los paquetes y las latas de conserva. Esta sopa para aquí, los cereales al fondo, hasta que, satisfecha con el reajuste, bajó de nuevo de la silla.
—La policía nunca vino a mi puerta —dijo en voz alta, dirigiéndose a la cocina vacía—. Y tengo siempre conservas en mi alacena —dijo, dirigiéndose ahora al pasillo — . Y en el cielo hay un sitio pa mí —dijo al dormitorio mientras se quitaba el abrigo y se metía en la cama para mantener el calor.


A última hora de la tarde, una multitud considerable se había reunido en torno al camión con la esperanza de ver a la Reina Madre. El inspector Holyland envió a un policía joven con órdenes de disolver el grupo. El agente Isiah Ludlow habría preferido que le enviaran a montar guardia junto a un cadáver en descomposición que tener que enfrentarse a las duras facciones de las mujeres de Hell Close y a la apariencia malévola de sus retoños.
—Vamos, vamos, señoras. Circulen, por favor.
Daba palmadas con las manos enfundadas en los grandes guantes de cuero de su uniforme, y esto, sumado a su hirsuto bigotillo, le daba el aspecto de una foca afanosa que espera que le lancen su pelota. Repitió unas cuantas veces su indicación. Ninguna de las mujeres se movió un centímetro.
—Están ustedes interceptando la calzada.
Ninguna de las mujeres sabía con certeza lo que era la calzada. ¿Era lo mismo que la acera? Una mujer embarazada, sobre cuyo abultado vientre se tensaba la tela del anorak, explicó:
—Vigilamos el camión pa la Reina Madre.
—Bien, ahora ya pueden marcharse a casa, ¿no? Yo estoy aquí, yo vigilaré el camión.
La mujer embarazada rió desdeñosamente.
—Yo no confiaría en la policía ni pa que vigilase un montón de mierda.
El agente Ludlow se encolerizó ante aquella calumnia sobre su integridad profesional, pero recordó lo que le habían enseñado en Hendon: conserva la calma, no dejes que el público lleve la voz cantante. Nunca pierdas el control.
—Es por culpa vuestra que mi marío lleva dos años encerrao en Pentonville —continuó la mujer.
El agente Ludlow debió haber ignorado sus comentarios, pero, dado que era joven y le faltaba experiencia, dijo:
—Por lo tanto no es culpable de ningún delito, ¿verdad?
Quería dar a su voz un tono escéptico, pero no lo consiguió del todo.
La mujer embarazada lo interpretó como una pregunta genuina. El agente Ludlow vio con horror que por sus redondas y acaloradas mejillas comenzaban a rodar lágrimas. ¿Era aquello lo que sus instructores calificaron de «diálogo con el público»?
—Dijeron ellos que había arrancao tó el emplomao del tejao de la iglesia, pero era una condena mentira. —Las demás mujeres se arracimaron en torno a la protagonista, acompañando sus sollozos con palmaditas y caricias — . Le daban mieo las alturas. Era yo la que se subía a una silla pa cambia las bombillas fundías.
Cuando Carlos salió de la casa, dispuesto a vaciar el camión de sus últimos contenidos, oyó la voz de la mujer que lloraba quejumbrosamente:
—¡Les! ¡Les! ¡Quiero a mi Les!
Vio que un pequeño grupo de mujeres rodeaba a un policía joven. Vio que el casco del policía caía al suelo y que lo recogía un niño pequeño que llevaba un aro en una oreja, que el niño se colocaba el casco en su cabecita y que emprendía la fuga calle abajo.
El agente Ludlow trataba de explicar a la histérica mujer que, si bien tenía noticia de apaños tramados en los vestuarios, él personalmente no había participado en ninguno.
—Mire, oiga —dijo, y tocó la manga del anorak de la mujer.
El grupo se desplazó como una sola persona e interceptó a Carlos el acceso a la trasera del camión. Lo que en aquel momento veía era a un policía agarrando del brazo a una mujer joven y en avanzado estado de gestación, que forcejeaba para soltarse. Había leído informes sobre brutalidad policial. ¿Resultaría ahora que eran verídicos?
El agente Ludlow ocupaba el centro de un corro de mujeres que emitían agudos chillidos. Si no se andaba con cuidado le iban a derribar. Para no perder el equilibrio se colgó de la manga de la mujer, cuyo nombre debía ser Marilyn según se deducía de los gritos de las restantes componentes de la pandilla. A pesar de que se balanceaba peligrosamente a derecha e izquierda, hizo un esfuerzo por ordenar en su mente los conceptos que anotaría en su informe, dado que aquella situación ya se había convertido en un «incidente». Resmas enteras de papel se extendían ante él.
Carlos se encontraba al borde del grupo. ¿Debería intervenir? Sus dotes conciliadoras le habían hecho ganar cierta reputación. Estaba persuadido de que, si le hubieran dado ocasión, podía haber puesto fin a la huelga de los mineros. En Cambridge había querido adscribirse al Club Laborista de la Universidad, pero Rab Butler le aconsejó que renunciase a la idea. Carlos vio a Beverley Threadgold cerrar de un portazo su casa y cruzar la calle a la carrera. Su top de licra blanco, su minifalda roja y sus desnudas y azuladas piernas sugerían la imagen de un voluptuoso estandarte del Reino Unido.
Beverley penetró trabajosamente en la barrera humana, gritando:
—¡Deja en paz a nuestra Marilyn, cerdo asqueroso!
El agente Ludlow se vio entonces a sí mismo testificando ante un tribunal, porque Beverley luchaba cuerpo a cuerpo con él y en un instante le tuvo en tierra. La cara del agente se aplastó contra el pavimento, que apestaba a perros, gatos y nicotina. La mujer se le había sentado en la espalda. Ludlow apenas podía respirar: era una mujer corpulenta. Con un poderoso esfuerzo se la quitó de encima. Oyó el golpe de su cabeza contra el suelo, seguido de su grito de dolor.
«Entonces, señoría —diría el informe que elaboraba su mente—, percibí el peso de otro cuerpo sobre mi espalda, el de un hombre que, según sé ahora, era el ex príncipe de Gales. Aquel hombre, al parecer, descargaba un ataque frenético contra mi reglamentario abrigo de uniforme. Cuando le pedí que parase, él pronunció unas palabras en el sentido de: "Yo apoyé a los mineros durante la huelga, y esto es por Orgreve". En aquel punto, señoría, llegó el inspector Holyland con refuerzos y fueron arrestadas varias personas, incluido el ex príncipe de Gales. El tumulto quedó finalmente dominado a las dieciocho horas.»
Durante el tumulto en cuestión, el contenido restante del camión de mudanzas fue robado por Warren Deacon y su hermano menor, Hussein. Los Gainsboroughs, los Constables y un surtido de óleos sobre temas de cacería se vendieron al patrón del pub local, el Yuri Gagarin, al precio de una libra por cuadro. El patrón estaba redecorando el salón para darle un aire más a la antigua. Las pinturas casarían perfectamente con históricos calentadores de cama y los cuernos de la abundancia repletos de flores secas.
Más tarde, la Reina quiso consolar a su madre por la pérdida, diciéndole:
—Yo tengo un Rembrandt encantador; puedo cedértelo. Quedará estupendo en esa pared, detrás de la estufa. ¿Voy a buscarlo, mamá?
—No, no me dejes, Lilibet. No se me puede dejar: yo nunca he estado sola.
La Reina Madre apretaba entre las suyas la mano de su hija.
Hacía ya largo rato que había anochecido. La Reina se sentía fatigada, ansiaba acogerse a la amnistía del sueño. Le había costado una eternidad desvestir a su madre y prepararla para el lecho, y todavía había mucho que hacer. Llamar al puesto de policía, confortar a Diana, preparar algo de comer para Felipe y para ella misma. Deseaba ver a Ana. Ana era su baluarte.
A través de la pared le llegaban inanes risas del público de algún estudio de televisión. ¿Quizá la vecina de al lado querría hacer compañía a su madre hasta la hora de irse a la cama? Desprendió afectuosamente su mano y, con la excusa de darle a Susan un bol de Go-dog en la cocina, salió sigilosamente, fue a la puerta contigua y llamó al timbre.
Philomena abrió la puerta cubierta por el abrigo, el sombrero, el chal y los guantes.
—Oh —dijo la Reina—, ¿iba usted a salir?
—No, acabo dentrá —mintió Philomena, sobresaltada al ver en el umbral a la soberana de Inglaterra y de la Commonwealth.
La Reina le expuso su dilema, haciendo hincapié en la avanzada edad de su madre.
—La ayudaré en su pena mujé. He visto cómo la policía se llevaba a su hijo y como caía el deshonó sobre su familia.
La Reina, humillada, murmuró unas palabras de agradecimiento y se apresuró a llevarle a su madre la noticia de que no pasaría la velada sola: la señora Philomena Toussaint, ex asistenta de hospital, abstemia y episcopaliana, se sentaría junto a ella ante la estufa de gas de la sala de estar; pero imponía cuatro condiciones. Mientras ella estuviera en la casa, en ésta no se bebería, no se jugaría, no se tomarían drogas ni se blasfemaría. La Reina Madre aceptó aquellas condiciones y las dos ancianas fueron presentadas.
—Ya coincidimos antes, en Jamaica —dijo Philomena—. Yo llevaba un vestío rojo y agitaba una banderita.
La Reina Madre trató de ganar tiempo.
—Ah, oh, veamos, ¿hacia qué año sería? —preguntó.
Philomena rebuscó en su memoria. El tictac del reloj de Sèvres colocado sobre el tocador contribuía a agrandar la distancia y el tiempo sobre los cuales ambas ancianas trataban de tender un puente.
—¿El año veintisiete? —apuntó la Reina Madre, recordando vagamente cierto recorrido por las Indias Occidentales.
—¿Así que se acuerda de mí? —Philomena estaba muy complacida—. Su marío... ¿cómo se llamaba? —Jorge.
—Sí, ése era, Jorge. Lo sentí mucho cuando el Señó se lo llevó.
—Sí, también yo —admitió la Reina Madre—. Estaba bastante enfadada con Dios por aquella época.
—Pué yo, cuando el Señó se llevó a mi esposo, dejé de ir a la iglesia —confesó Philomena—. El tipo me pegaba y me robaba dinero pa gastárselo en bebidas, pero le eché de menos. ¿Le pegaba a usté Jorge?
La Reina Madre dijo que no, que Jorge nunca le había pegado y que, debido a que a él sí le habían pegado cuando era niño, odiaba la violencia. Era un hombre dulce y cariñoso a quien no gustaba especialmente ser rey.
—Pué ya ve —dijo Philomena—, por eso se lo llevó el Señó, pa darle al pobre hombre un poco de paz.
La Reina Madre se reclinó sobre las almohadas del lecho, enfundadas en fino lino, y cerró los ojos, en tanto que Philomena se despojaba de las ropas de calle y se instalaba ante la estufa en una delicada butaca dorada, solazándose en aquel calor que no le costaba un penique.


Carlos fue autorizado a efectuar una única llamada telefónica. Diana estaba dando a las paredes de la cocina una capa protectora antes de aplicar la pintura cuando sonó el teléfono. La voz de un hombre, estreñido a juzgar por su tono, dijo:
—¿Señora Teck? Aquí el puesto de policía de Tulip Road. Su marido va a hablarle.
Diana oyó entonces la voz de Carlos:
—Oye, lamento horriblemente todo esto. Diana dijo:
—Carlos, cuando Wilf Toby vino por aquí y contó que te habías mezclado en una pelea callejera, no podía ni creerlo. Yo estaba pintando el cuarto de baño. El verde azulado queda estupendo, por cierto... Voy a tratar de conseguir una cortina a juego para la ducha. Pero es que, además, tenía mi Sony funcionando y me perdí toda la agitación: tú arrestado, metido en el coche celular, bueno; pero dejé a los chicos que siguieran levantados y vieran el resto del tumulto. Oh, ese muchacho, Warren, me trajo el vídeo. Le pagué cincuenta libras.
—Pero yo ya le había pagado cincuenta libras —dijo Carlos.
Diana siguió hablando como si no hubiera oído nada; él no recordaba que se hubiese expresado nunca con tanta animación.
—Funciona maravillosamente. Esta noche veré Casablanca antes de acostarme.
—Escucha bien, querida, esto es espantosamente importante, ¿querrías hacerme el favor de llamar por mí a nuestro abogado? Estoy a punto de ser procesado por pendenciero —dijo Carlos.
Diana oyó que otra voz decía:
—Basta ya, Teck. Vuelve a tu celda.
11

El pomo

Carlos compartía la celda con un joven alto y delgado llamado Lee Christmas. Cuando hizo su entrada, Lee levantó su melancólico rostro, le miró fijamente y dijo:
—¿Eres el príncipe Carlos?
—No, soy Carlos Teck —respondió el príncipe.
¿Por qué te han encerrao?
Pendencia pública y agresión a un agente de policía.
¿Sí? Un poco pijo pa eso, ¿no?
Carlos desvió aquella incómoda línea de interrogatorio. Preguntó:
¿Y por qué... le han traído a usted?
Porque robé un pomo.
¿Robó un pomo?
Carlos reflexionó, alarmado. ¿Tendría aquella expresión un arcano significado en la jerga criminal? ¿Habría cometido el señor Christmas algún repelente género de delito sexual? Si era así, mala suerte tenía él, Carlos, viéndose forzado a compartir celda con un sujeto semejante. Por si acaso, se arrimó a la puerta de la celda. Mantuvo fija la mirada en el timbre eléctrico.
—Ese coche estaba allí, ¿entiendes? En nuestra calle, llevaba allí abandonao como tres meses: las ruedas y el estéreo volaron la primera noche. Luego voló tó lo demás, incluío el motor. Quedó el cascarón, ¿visto?
Carlos asintió. En efecto, podía ver mentalmente los restos de la carrocería: había unos muy parecidos en Hell Close. Guillermo y Enrique jugaban entre la chatarra.
—De tós modos era un Renault, ¿sabes? —continuó Lee—. Y yo tengo uno igual. Más o menos del mismo año. Así que yo pasaba por allí, ¿visto? Y había esos críos saltando por lo que quedaba del coche, y una mocosa decía que era la Cenicienta y que iba a ese sitio..., ¿qué sitio es?
—¿Un baile? —sugirió Carlos.
—Bueno, una disco o así —asintió Lee—. De tos modos les dije que largo y entré en la parte dalante, no había asientos ni ná, y yo estaba justo quitando el pomo de la palanca del cambio, ¿entiendes? Porque el pomo de la mía se había perdío, ¿entiendes? Así que lo necesitaba, ¿entiendes?
Carlos entendió perfectamente la premisa que Lee quería establecer.
—Y entonces, ¿quién crees que me agarró el brazo por la ventanilla?
Lee esperó. Carlos tartamudeó:
—Sin conocer sus circunstancias, señor Christmas, su familia, sus amigos y todo eso, es terriblemente difícil deducir quién pudo...
—¡Las bestias bastardas! —gritó Lee, indignado—. Dos pasmas vestíos de paisano —aclaró, al observar la expresión de desconcierto de Carlos—. Y me arrestaron por roba aquel trozo de basura. Un pomo, un podrío pomo viejo, que no valdría, nuevo, ni cuarenta cochinos peniques.
Carlos estaba pasmado.
—Pero eso es sencillamente pasmoso —dijo.
—Lo peó que me haya ocurrío en la vía —confirmó Lee—. Incluío que un coche me arrolló el perro. Yo he sío un chasco pa mi familia. Cuando salga de aquí tendré que hace algo gordo. Oficina de Correos o algo así. Si no lo hago, nunca podré volvé a pasa con la cabeza alta por mi calle.
—¿Dónde vive usted? —preguntó Carlos.
—En Hell Close —dijo Lee Christmas—. Tu hermana va a sé nuestra vecina de al lao. Mandaron una carta diciendo que ni reverencias ni ná.
—No, no, nada de eso, efectivamente —corroboró Carlos—. Ahora somos ciudadanos corrientes, como los demás.
—De tos modos, nuestra mamá ha ido a la peluquería a hacerse la permanén, y se vuelve loca limpiando y fregando y barriendo. De normal es una vaca holgazana. Es digamos como tu mamá: en la casa, nunca ni golpe.
Se oyó un cencerreo de llaves y la puerta de la celda se abrió y entró un policía con una bandeja. Tendió a Lee un plato de sándwiches recubierto de una película adhesiva, y dijo:
—Aquí tiés, Christmas, pa que te lo metas por el gaznate. —Pero, dirigiéndose a Carlos, añadió—: Cuidado con esa película, señor: es engañosa. Permítame que yo la retire.
Antes de abandonar la celda había llamado a Carlos seis veces «señor», y además le había deseado buenas noches y que durmiera bien, y le había deslizado discretamente un minipaquete de galletas Jaffa.
Lee Christmas dijo:
—¿Entonces es verdá?
¿Qué es verdad? —preguntó Carlos con la boca llena de pan, queso y pepinillo.
Que hay una ley pa los sucios ricos y otra pa los sucios pobres.
—Lo siento —dijo Carlos, y le dio a Lee una galleta Jaffa.
A las once, Radio Dos irrumpió en la celda y llenó su reducido espacio. Carlos y Lee se taparon los oídos para protegerse del volumen ensordecedor. Carlos oprimió el timbre repetidamente, pero nadie acudió, ni siquiera el deferente policía a retirar la bandeja.
Por la mirilla de la puerta, Lee bramó:
—¡Bajad eso!
Pudieron oír a otros reclusos que vociferaban pidiendo clemencia.
—¡Esto es tortura! —exclamó Carlos mientras sonaba Shrimp Boats Are A Comin.
Pero lo peor tenía que llegar aún. Una persona no identificada hizo girar el botón del volumen y la radio tronó He's Got The Whole World In His Hands todavía con más fuerza, apoyada por un penetrante sonido estático y por un ruido de fondo que podría haber sido una conferencia telefónica en serbocroata.
Carlos se había preguntado en alguna ocasión cómo soportaría la tortura. Ahora lo sabía. Sometido a cinco minutos de audición de aquella radio, se derrumbaría y entregaría a sus propios hijos a las autoridades. Ensayó el método de dominar la materia con la mente y pasó revista a los reyes y reinas de Inglaterra desde el año 802: Egberto, Ethelwulfo, Ethelbaldo, Ethelberto, Ethelredo, Alfredo el Grande, Eduardo el Viejo, Athelstan, Edmundo I, Edredo, Edwyno, Edgardo, Eduardo II el Mártir, pero lo dejó correr al llegar a sajones y daneses, incapaz de recordar si Haroldo Pie de Liebre reinó solo o juntamente con Hardicanuto en 1037. Cuando llegó a la Casa de Plantagenet (Eduardo I el Patilargo) se rindió al sueño, preguntándose qué estatura habría tenido exactamente el Patilargo. Pero Shirley Bassey le despertó con Diamantes para la Eternidad y continuó su lista: Casa de Sajonia-Coburgo y Gotha (Eduardo VII), para repasar rápidamente la casa de Windsor (Jorge V, Eduardo VIII, Jorge VI, Isabel II) y encontrarse ante un espacio vacío. En algún momento del futuro, tras la muerte de su madre, debería haber estado él: cautivo en una prisión notablemente distinta.
Mientras tanto, Lee Christmas dormía cogiéndose los hombros con su flacas manos, dobladas las rodillas contra su vientre cóncavo, olvidada su humillación. Su Renault en plena carretera, prístino, reluciente, una chica a su lado, la mano sobre el pomo fatal, a punto de cambiar de marcha.
La Reina, acostada, estaba despierta, preocupada por su hijo. En cierta ocasión, involuntariamente, había visto en la televisión un documental rodado en Bristol por la BBC 2 que trataba sobre el gamberrismo y el pandillaje (ella había supuesto que trataría de animales salvajes). Un famoso especialista estableció una conexión entre carencia de atención materna y violencia. ¿Sería aquello la causa de que Carlos hubiera empezado a participar en riñas callejeras? ¿Era de ella la culpa? La Reina no fue en su momento partidaria de emprender aquellos viajes alrededor del mundo y dejar a Carlos en casa, no quería hacerlo, pero por entonces creía a sus consejeros cuando éstos le aseguraban que el comercio exterior británico se colapsaría sin su soporte. Bien, el comercio exterior se colapsó de todos modos, pensaba ahora amargamente. Lo mismo hubiera dado que se hubiese quedado en palacio con los perros y hubiese visto a Carlos un par de horas al día.
Otro problema, además, tenía despierta a la Reina: estaba quedándose sin dinero. Se suponía que alguien del Departamento de Seguridad Social debía visitarla y entregarle un poco más, pero no había aparecido. ¿Cómo iba ella a presentarse por la mañana ante la Corte de Magistrados sin coche y sin dinero para tomar un taxi?
Tras registrar los bolsillos de los pantalones de Felipe y no encontrar nada, había acudido a sus familiares solicitando que le prestaran diez libras. Pero la Reina Madre no consiguió localizar su bolso. La princesa Margarita fingió no estar en casa, pese a que la Reina distinguió perfectamente su sombra detrás del vidrio translúcido de la puerta de entrada, y Diana se había gastado su paga inicial de emergencia en pintura y, al parecer, en un aparato de vídeo.
La Reina no alcanzaba a comprender adónde había ido a parar todo su dinero. ¿Cómo se administraba una? Encendió la luz de la cabecera de su cama y, provista de lápiz y papel, trató de sumar sus gastos desde que se había trasladado a Hell Close. No pasó de: «Sr. Spiggy: 50 libras», porque la luz se apagó. El contador de la electricidad necesitaba nuevos refuerzos, pero dado que no tenía con qué reforzarlo, la Reina se resignó a la oscuridad.
La voz de Crawfie le dijo: «Vamos, Lilibet, ponte sombrero, abrigo y guantes, vamos a viajar en el metro». Ella, Margarita y Crawfie habían, en efecto, hecho una vez un viaje desde Piccadilly Circus a Tottenham Court Road, haciendo transbordo en Leicester Square. Había sido muy emocionante que las luces del vagón se apagaran en varias ocasiones a lo largo del trayecto. Ella informó de esto a sus padres presentándolo como la parte más excitante de la excursión, pero sus padres no compartieron su placer. Para ellos, la oscuridad representaba peligro, y a Crawfie se le prohibió repetir el experimento de llevar a las princesitas al mundo real de las personas imperfectas, que llevaban ropas deslustradas y hablaban otro idioma.
12

Impertinencias

La Reina contempló a su hijo en el banquillo de los acusados y recordó la última vez que le había visto detrás de unas rejas. Las rejas eran entonces las de su parque o corralito, en el ala reservada a los niños en el Palacio de Buckingham. Diana, sentada a su lado, estrujaba un pañuelo húmedo. Tenía los ojos y la nariz enrojecidos. ¿Por qué había olvidado encargar a un abogado que fuera a hablar con Carlos en el puesto de policía? ¿Cómo podía una cosa tan importante haber escapado de su memoria? Era enteramente suya la culpa de que Carlos estuviese ahora representado por el abogado del turno de oficio, Oliver Meredith Lebutt, un tipo pelirrojo, de aspecto indecoroso y dedos teñidos de nicotina, que padecía un defecto de locución. A la Reina la había repelido de inmediato. Carlos saludó con la mano y sonrió a su esposa y a su madre al descubrirlas en la galería del público, y fue reprendido por el presidente del tribunal, un inflexible sindicalista llamado Tony Wrigglesworth.
—Esto no es un carnaval, señor Teck.
La Reina aguzó los oídos. ¿Teck? ¿Por qué utilizaba Carlos el apellido de soltera de su bisabuela? Gracias a Dios que Felipe había rehusado levantarse de la cama y acudir a la Corte de Magistrados. Cabía en lo posible que le hubiera matado.
Diana devolvió la sonrisa a su marido, que tenía un buen aspecto. La barba de dos días le daba la fabulosa apariencia desaseada del hombre curtido en las peleas callejeras. Ella le guiñó un ojo y él se lo guiñó a ella, cosa que provocó una nueva reprimenda de Tony Wrigglesworth:
—Señor Teck, usted no es un actor cómico como Rowan Atkinson, así que, por favor, absténgase de obsequiarnos con contorsiones faciales.
Risas aduladoras se extendieron por la corte. Sin embargo, no alcanzaron el escaño de la prensa, debido a que la prensa estaba ausente. Las calles en torno a la sala de justicia se habían cerrado al tránsito, tanto rodado como peatonal, y, en particular, al personal de los medios de comunicación.
Hubo una agitación repentina cuando Beverley Threadgold subió por las escaleras desde las celdas situadas abajo y se reunió con Carlos en el banquillo. Beverley estaba esposada a una mujer policía. Carlos, que continuaba de pie, se volvió a Beverley y le ofreció una silla. Tony Wrigglesworth aporreó la mesa y exclamó:
—¡Teck, usted no es un vendedor de muebles! ¡Permanezca en pie, señora Threadgold!
El tercer prisionero fue conducido al banquillo: Violet Toby, pálida y envejecida sin su habitual maquillaje. Tony Threadgold y Wilf Toby dedicaron a sus esposas sendas inclinaciones de cabeza, demasiado intimidados por Tony Wrigglesworth para permitirse un gesto más amistoso.
La vista comenzó. La fiscal de la Corona, una mujer joven y regordeta, de aire caciquil, llamada Susan Bell, expuso los hechos al tribunal. La Reina, que había sido testigo de los acontecimientos descritos en términos tan dramáticos por la señora Bell, estaba horrorizada. Simplemente, no eran ciertos. El agente Ludlow fue llamado a declarar y no contó más que mentiras, proclamando que había sido agredido salvajemente por Carlos, Beverley y Violet.
No, él no podía explicar las razones de semejante agresión. Quizá fue fruto de la influencia de la televisión. El inspector Holyland respaldó el relato de Ludlow calificando el supuesto ataque contra Ludlow de «una orgía de violencia, capitaneada por el hombre, Teck, a quien se había oído gritar: "¡Matad a ese cerdo!"». Tony Wrigglesworth intervino:
—¿Y no había ningún cerdo en la inmediata vecindad, ningún cerdo de cuatro patas?
—No, señor, a mi entender, la frase de Teck, «Matad a ese cerdo», significaba que estaba alentando a sus cómplices a asesinar al agente Ludlow.
La Reina dijo en voz alta:
—Disparates.
Wrigglesworth le replicó inmediatamente:
—Señora, esto no es una función de teatro experimental. Aquí no propiciamos la participación del público.
Oliver Meredith Lebutt cesó de explorar la cera de sus conductos auditivos y se llevó a los labios un dedo para indicar a la Reina que debía guardar silencio. La Reina estaba agobiada por enérgicos impulsos de cólera y aversión, pero calló y se limitó a mirar ceñudamente hacia la mesa donde Tony Wrigglesworth conferenciaba con sus compañeros del tribunal, uno de los cuales era una mujer con un bloque de carne por cuerpo, vestida de sarga, y el otro un hombrecillo nervioso que lucía un traje que no podía sentarle peor.
La audiencia prosiguió, los rayos del sol penetraron en la sala y el trío del banquillo recibió su luz desde atrás, lo que dio a los tres procesados la apariencia de ángeles bajando del cielo.
Oliver Meredith Lebutt se levantó torpemente, dejó caer sus papeles y, con su voz aguda y ceceante, procedió a dirigirse a sus clientes confundiendo sus nombres, se hizo un lío con las evidencias y, en general, adoptó respecto al tribunal una actitud de claro antagonismo. Fue para todos una sorpresa que, tras un breve receso, Tony Wrigglesworth anunciase que los tres acusados serían juzgados por el Tribunal de la Corona, pero se les concedía libertad bajo fianza si atendían determinadas condiciones.
Oliver Meredith Lebutt dio unos puñetazos triunfales al aire, como si acabase de obtener en Old Bailey una gran victoria. Miró en derredor esperando las felicitaciones, pero en vista de que nadie acudía recogió de nuevo sus papeles y salió con paso torpe de la sala para galantear a Susan Bell, la fiscal, de quien estaba en camino de enamorarse.
Carlos insistió en quedarse para presenciar el siguiente caso. Lee Christmas fue condenado a dos meses de prisión por el robo de un pomo de plástico negro. Antes de bajar a iniciar el cumplimiento de su sentencia gritó:
—¡Dile a mamá que no se preocupe, Carlos!
Tony Wrigglesworth declaró inmediatamente que aquel tribunal no era un servicio de mensajería.
Cuando, recién salidos del juzgado, caminaban a lo largo de la calle, anormalmente tranquila, Tony Threadgold sugirió que deberían tomar una taza de té como celebración en los Bristish Home Stores antes de abordar el autobús de regreso a Hell Close. La Reina se sintió notablemente solitaria al ver que, frente a ella, las tres parejas entraban en el café. Wilf apoyaba una mano en el hombro de Violet, Tony y Beverley se habían cogido de la mano y Diana arrimaba la cabeza al hombro de Carlos. La única compañía que tenía la Reina era su bolso de piel auténtica.
Había supuesto que la aparición pública de tres miembros de la ex familia real causaría sensación en aquel café atestado de gente, pero, aparte de algunas miradas curiosas ante la apariencia desaliñada de Carlos y las gafas Ray Ban de Diana, por el hecho de usarlas en abril, nadie les prestó especial atención. Había bastantes mujeres de la edad de la Reina sentadas en las mesas de formica, la mayoría de ellas con pañuelos en la cabeza y luciendo broches en chaquetas y abrigos. La Reina dijo:
—Mucho me temo que no llevo dinero para pagar el té.
—No hay problema —dijo Tony, y después de encomendar a los demás que buscaran mesa se sumó a la cola del mostrador de autoservicio.
Volvió con siete tazas de té y siete rosquillas.
—Tone, eres adorable —le dijo Beverley—, lo eres de verdá.
La Reina estuvo totalmente de acuerdo. Tenía un hambre voraz. Mordió con ansia la rosquilla y ésta desprendió unas gotas de mermelada que salpicaron su abrigo de casimir.
Violet le tendió una servilleta de papel y dijo: — !Eh!, aquí, Liz, toma, pa que te limpies. Y la Reina, en lugar de ofenderse por el exceso de familiaridad, dio las gracias a Violet, tomó la servilleta y con ella se restregó el abrigo.
13

Marcas en la frente

Cuando regresó a Hell Close, Carlos fue directamente a ver a la señora Christmas para transmitirle el mensaje de su hijo. Encontró la casa en pleno alboroto. El señor y la señora Christmas estaban en mitad de una violenta trifulca con sus seis hijos adolescentes: el motivo parecía ser la desaparición del dinero del alquiler. La señora Christmas tenía a uno de los hijos retenido por el cuello en una llave de judo. El señor Christmas blandía contra los otros un utensilio de mondar patatas. El hijo que había franqueado a Carlos la entrada se reintegró a la disputa, como si no hubiera salido de ésta, proclamando su inocencia a voz en grito.
—¡Bueno, pues no he sío yo!
—Lo único que sé —precisó la señora Christmas— es que he dejao el dinero del alquiler debajo del reló, y ya no está.
El señor Christmas agitó el mondador de patatas hacia sus hijos y dijo:
—Y uno de vosotros, bastardos, lo tié que tené.
Los hijos callaron. Dos de ellos lucían ya marcas en la frente, resultado de la acción del aparato de mondar patatas. Incluso Carlos notó que el corazón le latía con fuerza, y él no tenía ciertamente el dinero del alquiler.
El señor Christmas comenzó a merodear por la sala de estar y, al mismo tiempo, a hablar como si estuviera impartiendo una lección a un puñado de estudiantes universitarios particularmente lerdos.
—Vamos a vé, yo sé que no soy un ángel. De hecho, soy un ladrón, pa qué voy a negarlo. Y hasta ahora os he dao a tos comía y ropas y zapatos, ¿o no?
—Ná les ha faltao —corroboró lealmente la señora Christmas—. Han tenío siempre tó lo que han querío, padre.
Soltó el cuello de su hijo y éste cayó al suelo y huyó de ella gateando, convulsionado por un acceso de náuseas.
El señor Christmas prosiguió su lección:
—Mú bien, así que me salté las leyes del país, pero nunca me he saltao otra ley más importante, que es la de que uno no debe cagarse nunca en el jardín de uno. O sea, uno no roba a sus vecinos, y uno no roba nunca a su propia familia. —El señor Christmas miró a sus hijos, uno tras otro, profundamente conmovido por su propia oratoria y con los ojos húmedos de lágrimas—. Sé que las cosas han sío duras desde que me eché a perder la espalda.
La señora Christmas defendió ferozmente a su marido:
—¿Cómo pensáis que va a seguir robando si tié que llevá corsé?
Carlos empezaba a comprender al señor Christmas, un infortunado congénere que padecía de la espalda y se veía privado de su medio de vida. Se aclaró la garganta. La familia Christmas se volvió hacia él, esperando que hablase. Carlos tartamudeó:
—Así, señor Christmas, ¿a qué achaca usted el deterioro de la moralidad de las clases criminales?
El señor Christmas no entendió la pregunta, por lo cual optó por agitar vagamente el mondador de patatas hacia la ventana de la sala de estar y la calle que había al otro lado.
—¡La sociedad! —exclamó Carlos, excitado—. Sí, coincido plenamente con usted. El colapso del nivel educativo y, eso..., la disparidad entre ricos y pobres...
Un camión de mudanzas de grandes dimensiones desfiló lentamente frente a la ventana de los Christmas e interceptó la luz. Se detuvo ante la puerta siguiente. Carlos miró al exterior y vio que su hermana estaba al volante. La señora Christmas corrió a mirarse al espejo que había en la repisa y se apresuró a atusarse los lánguidos rizos del cabello. Arrojó su delantal a un rincón y cambió sus zapatillas por unas sandalias blancas de tacón alto. Luego se situó frente a sus seis hijos y su marido, y preguntó:
—Bien, ¿qué vai a decí cuando os presenten a ella?
Siete sonoras voces recitaron al unísono:
—Hola, su alteza reá, bienvenía a Hell Close.
—Sí, sí —susurró la señora Christmas—. Estoy orgullosa de vosotros.
—Oh, señora Christmas, temo que tengo malas noticias.
A Lee le han condenado a dos meses —dijo Carlos. La señora Christmas suspiró y dijo a su esposo: —Tendrá que comerte tú su chuleta, entonces. ¿Podrá con tré?
El señor Christmas aseguró a su esposa que la chuleta de Lee no se perdería. Luego salieron todos en tropel de la casa y se pararon ante la puerta, que tenía la pintura descascarillada, para presenciar cómo Carlos daba a su hermana la bienvenida a Hell Close.
—Pues vaya —dijo Ana—. Esto es un condenado agujero. Tú estás horrible. ¿Qué representan esos mamarrachos de la puerta?
—Son tus vecinos.
—¡Cristo! Parecen los Munster.
—No son monstruos, Ana, son...
Munster, ya sabes..., de la tele.
—Yo no veo...
—¿Cómo está mamá?
Ana bajó la rampa de la trasera del camión y sus hijos, Pedro y Zara, salieron haciendo eses, con aspecto pálido y enfermizo. Ana les recriminó:
—Ya os dije bien claro, maldita sea, que no os gustaría ir ahí detrás, pero no habéis querido escucharme, ¿verdad?
Lanzó a Pedro las llaves del número siete de Hell Close y le ordenó que abriera la puerta. Ordenó a Zara que se llevara al perro a dar una vuelta y a Carlos que empezase a vaciar el camión. A grandes zancadas rodeó la cabina del vehículo, despertó al conductor, que ocupaba el asiento del pasajero, y a continuación acudió a presentarse a la familia Christmas.
Para asombro suyo, la mujer Munster y los varones Munster dijeron, con voces Munster:
—Hola, su alteza reá, bienvenía a Hell Close.
Ella estrechó ocho manos y respondió:
—Mi nombre es Ana. ¿Querrían llamarme así, por favor?
La señora Christmas prácticamente desfalleció de placer y se desplomó en una reverencia, doblando sus gruesas rodillas e inclinando la cabeza, pero cuando se enderezó después de postrarse ante la princesa se quedó de piedra al descubrir que la princesa le hacía una reverencia a ella, a Winnie Christmas. No supo de qué manera interpretarlo, absolutamente confusa. ¿Qué significaba? ¿Acaso que le tomaba el pelo? Pero no. La princesa parecía completamente seria. Muy seria. Como si Winnie valiese tanto como ella valía.
La Reina salió presurosamente a la calle en cuanto oyó que Ana había llegado. Se arrojó a los brazos de su hija con insólita pasión.
—¡Estoy tan, tan contenta de verte! —dijo.
Carlos permanecía a un lado. Se sentía inútil y estúpido. Había algo en Ana que le hacía siempre sentirse..., buscó a tientas la palabra..., ¿ridículo? No. ¿Incapaz? Sí, más o menos... A diferencia de él, su hermana desdeñaba lo especulativo, prefería dar soluciones prácticas y realistas a los problemas cotidianos. En tiempos pretéritos se había burlado abiertamente de sus intentos de encontrarle sentido al mundo, y ahora su presencia acentuaba su sensación de soledad. ¿Dónde encontraría él un alma gemela en Hell Close?
La casa de Ana apenas se diferenciaba del resto de las viviendas de Hell Close, pero, como estaba situada en una esquina, tenía un jardín sorprendentemente grande, que estaba lleno de zarzas. La casa en sí era sucia, húmeda, fría y angosta, a pesar de lo cual la princesa se declaró satisfecha de ella.
—Es un techo sobre la cabeza de una —dijo—. Mejor que ser llevada al paredón y fusilada.
Los hermanos Christmas, Craig, Wayne, Darren, Barry, Mario y Englebert, fueron encargados de vaciar el camión. La señora Christmas envió al señor Christmas a la tienda a comprar un paquete de Flash y un cubo de fregar de plástico. Mientras él cumplía su misión, ella y Ana barrieron de los suelos los excrementos de rata.
Pedro y Zara fueron conducidos a la casa de al lado para que se distrajeran ante el enorme televisor de los Christmas. Cuando entraron en la sala de estar, no pudieron evitar que sus narices se fruncieran. El gato de la familia, Sonny, descansaba en una caja de cartón sobre un jersey de acrílico. Era negro, viejo y padecía de incontinencia, pero, como la señora Christmas explicó a los niños: «No voy a abandonarle, pobrecico. ¿Qué importa que huela un poco mal?». Se acercó a Sonny y acarició su sarnosa cabeza.
—Tú quiés morí en tu hogá, ¿verdá?
Los niños recobraron buena parte de su alegría. La familia Christmas era horrorosamente vulgar, pero por lo menos le gustaban los animales, así que no podía ser mala del todo. Aquella mañana, ambos habían presenciado cómo su madre lloraba al despedirse de sus caballos. Trataron de consolarla, pero ella les había apartado, se había secado los ojos y les había dicho:
—Siempre es un error encariñarse demasiado con los animales de una.
Zara se apretó la nariz y se agachó junto a la caja de Sonny. Arregló y atusó el jersey empapado de orines mientras Pedro recorría haciendo zapping treinta y seis canales de televisión por cable. Sonny pestañeaba con sus moribundos ojos a cada cambio de canal. Podía oler ratas y ratones, pero no tenía energías suficientes para levantarse de la caja y cumplir con su deber.
Entretanto, los ratones retozaban en las cavidades de la cerca divisoria de las dos casas, a la espera de que los comestibles de Ana hubieran sido desembalados y colocados en la despensa.
Spiggy se presentó con la esperanza de trinchar las alfombras de Ana. Pero sus habilidades no eran necesarias: a diferencia de los demás, Ana se había tomado en serio las medidas facilitadas por Jack Barker. Sus alfombras y mobiliario eran modestos, lo mismo en gusto que en tamaño. La señora Christmas, que había esperado un lujo que sobrepasara sus más locos sueños, sufrió un amargo desengaño. ¿Dónde estaban las vajillas de oro y plata? ¿Las cortinas de terciopelo? ¿Las butacas tapizadas de seda? ¿Las soberbias camas con sus colchas de brocado? ¿Y dónde estaban todos aquellos fantásticos vestidos de noche y sus correspondientes tiaras? El guardarropa de Ana estaba lleno de pantalones y jeans y chaquetas color cieno de charca. La señora Christmas se sintió defraudada.
—Lo que quiero decí es —confió más tarde al señor Christmas, mientras mondaba cinco kilos de patatas para la cena—, ¿pa qué sirve la familia reá si va a sé como la gente corriente?
—Y yo que sé —dijo el señor Christmas. Estaba ocupado distribuyendo diecinueve chuletas de cordero encima de una asquerosa parrilla—. Pero ésos ya no son la familia reá, es lo que hay, a vé si te enteras.

De la casa de al lado llegó un estrépito como de alguien que golpease unas tuberías: la ex princesa real instalaba su lavadora valiéndose de la caja de herramientas de Tony Threadgold y el manual Hágalo usted mismo publicado por el Reader's Digest.
14

La jauría

Harris corría tan deprisa que pensó que le estallarían los pulmones y el corazón. Por delante de él estaba la jauría: el líder, Rey, un pastor alemán; Raver, el líder adjunto; Kylie, la perra de la jauría; y Lovejoy, Mick y Duffy, perros corrientes de baja categoría como él. Rey se paró y orinó contra la pared del Centro Comunitario, los demás se sentaron un rato hasta que Harris se les unió. Luego, tras una breve pelea simulada, reanudaron la marcha en dirección al campo de juegos. Harris corría al lado de Duffy, cuya madre era una kerry blue terrier y cuyo padre era desconocido. Duffy era un buen camorrista, Harris le había visto en acción.
Rey condujo la jauría a través de la calle, obligando a un furgón de Comida Sobre Ruedas a frenar con un agudo chirrido. Harris siguió; le habían enseñado a sentarse en el bordillo, pero sabía que si ahora hacía tal cosa perdería ante la jauría toda credibilidad. Los perros de pelo en pecho no miran a derecha e izquierda. Desde la seguridad de la acera, se volvió y enseñó los dientes a la conductora del furgón, una mujer de mediana edad y aire bondadoso, que se había quedado pálida. Acto seguido, Raver ladró y de nuevo emprendieron la marcha, corriendo en dirección al área de juegos infantiles, con sus equipamientos destrozados y el suelo de cemento cubierto de cristales rotos y envoltorios de golosinas diversas.
Lovejoy, el labrador mentecato, y Mick, el galgo bastardo, olfatearon en derredor de Kylie, quien acudió a Rey en busca de protección. Mick mordió el rabo de Lovejoy y éste le devolvió el mordisco, y enseguida ambos perros rodaron revolcándose sobre el césped en un perverso baile de gruñidos. Harris confió en que no tendría que tomar partido. Carecía de experiencia en la especialidad de lucha callejera. Había pasado la mayor parte de su vida retenido por una correa. Comprendió, mientras observaba a Rey y Raver unirse a la trifulca, que hasta entonces la suya había sido una existencia extremadamente resguardada. Luego, aunque Harris fue incapaz de descubrir el motivo, la pelea cesó y cada perro se sentó a lamerse las heridas.
Harris se tendió sobre el césped junto a Kylie, que era una perra realmente bonita: una collie mestiza de color de miel. Ciertamente, habría mejorado con un poco más de acicalamiento, porque reñía el pelo empastado de barro. Pero su proximidad excitaba igualmente a Harris. Nunca, anteriormente, se le había permitido procrear con nadie de su elección. Todas sus relaciones previas las había concertado la Reina por él. Era hora de poner unas gotas de aventura romántica en su vida, pensó.
Se acercaba algo más a Kylie, prudentemente, cuando Rey se levantó y enderezó las orejas y fijó la mirada en el extremo opuesto del campo de juegos, donde un perro desconocido era visible en la distancia. Harris, sin embargo, reconoció al intruso inmediatamente. Se trataba de Susan, su hermanastra, que correteaba unos metros por delante de Philomena Toussaint y la Reina Madre, quienes paseaban cogidas del brazo disfrutando del sol primaveral. A Harris nunca le había gustado Susan. Era una esnob, y por otra parte él sentía celos de su vestuario elegante. Miradla ahora, luciendo su abrigo de cuadros escoceses. ¿Qué cosa rara parecía? Harris vio la ocasión de mejorar su posición en la jauría y abandonó la formación y echó a correr hacia Susan ladrando furiosamente. Susan dio media vuelta, escondió el rabo entre las patas y se precipitó hacia el amparo de la Reina Madre, pero no era competencia para Harris, quien la alcanzó enseguida y le mordió con fuerza el hocico. La Reina Madre pegó a Harris con el bastón que utilizaba para pasear.
¡Harris! eres un perrito horrible! —gritó. Cuando Harris ya retrocedía, Philomena arrojó una piedrecita que le acertó detrás de la oreja izquierda, pero el dolor no le importó en absoluto. Merecía la pena, a cambio de recibir las felicitaciones de la jauría. Harris fue, efectivamente, promocionado, y se le permitió correr detrás de Raver cuando dejaron el campo de juegos y tomaron el camino de los cubos de basura de la freiduría, que a veces contenía deliciosos desperdicios de pescado.
Cuando Harris regresó a casa aquella noche, ya tarde, apestando a pescado podrido, cubierto de barro y con sangre seca detrás de una oreja, la Reina dijo:
—¡No eres más que un gamberro maloliente, Harris! Harris pensó: «¡Eh!, no tengo por qué aguantar esto, ahora soy el número tres en la jauría, nena». Se acercó con desenvoltura a la cocina esperando ver su comida en la escudilla, pero su escudilla estaba vacía. La Reina lo cogió en brazos y lo llevó escaleras arriba hasta el cuarto de baño. Cerró la puerta, abrió los grifos de la bañera, vertió en ésta lo que quedaba de su Crabtree y de la loción de baño Evelyn, esperó a que hubiese en la bañera agua suficiente y a continuación arrojó al furibundo Harris a las espumeantes burbujas.
En el cuarto de baño de la casa vecina, Beverley Threadgold dijo a su marido:
—Tony, ¿qué le estará haciendo a ese pobre perro?
—Cargándoselo, espero —dijo Tony.
Harris había adoptado como retrete el jardín trasero de los Threadgold.
—De tós modos —dijo Beverley, de pie en la bañera, desnuda y adorable—, ya es hora de irse a la cama.
15

Sola en la noche

El día siguiente, por la tarde, la Reina pasó por encima de la cerca rota y llamó al timbre de la puerta de los Threadgold. Unas cuantas notas de ¿Te Sientes Sola en la Noche? campanillearon en el interior de la casa. Beverley abrió vestida con un pijama de terciopelo de imitación, color borgoña, con puños elásticos blancos en muñecas y tobillos. Estaba descalza y la Reina observó que las uñas de sus pies tenían un curioso color amarillo como de atrofia.
La Reina le tendió un billete de cinco libras.
—Le devuelvo el dinero que su esposo tuvo la amabilidad de prestarme para el autobús y el contador del gas.
—Entre —dijo Beverley, y condujo a la Reina a través del recibidor hasta la pequeña cocina.
Era la primera vez que la Reina visitaba su casa. Se veía a Elvis Presley por todas partes: en fotografías, en las paredes, en los platos, tazas y bandejas de una alacena. En la mantelería de té puesta a secar en un tendedero. En un delantal colgado detrás de la puerta. Las cortinas de la cocina mostraban su rostro. Bajo los pies de la Reina, la estera lo exhibía en su famosa postura marcando pelvis.
Tony Threadgold aplastó su cigarrillo en el ojo izquierdo de Elvis y se levantó cuando le Reina entraba. Ella le entregó el billete de cinco libras, diciendo:
—Se lo agradezco muchísimo, señor Threadgold. Mi madre ha encontrado por fin su bolso en el horno de la cocina.
Tony retiró una pila de calzoncillos Elvis de un taburete y rogó a la Reina que se sentara. Beverley llenó de agua la tetera Presley.
—Veo que son fans de Elvis Presley —dijo la Reina.
Los Threadgold confesaron que, efectivamente, lo eran. Cuando el té estuvo listo, pasaron a la sala de estar y a la Reina le fueron presentadas las piezas más preciosas de la colección presleyana. Sin embargo, lo que atrajo la mirada de la Reina fue una extravagante pintura al óleo de dos niños, que aparecía colgada sobre la chimenea. La Reina preguntó quiénes eran. Hubo una breve pero perceptible pausa, y luego dijo Tony:
—Son Vernon y Lisa, nuestros hijos. Pensamos que valía la pena tené su retrato, así, pintao. En años venideros será una reliquia.
La Reina se sorprendió: había dado por sentado que los Threadgold no tenían hijos. Así lo dijo. Beverley respondió:
—Pué sí, tenemos hijos, pero nos los han quitao.
—¿Quién? —preguntó la Reina.
—Los servicios sociales —dijo Tony—. Ya va pa dieciocho meses.
Él y Beverley, uno junto a otro, miraron los bellos rostros pintados de sus hijos. La Reina no quiso insistir en sus preguntas y ellos no ofrecieron voluntariamente más información, de modo que, finalmente, la Reina les dio las gracias por el té y les deseó buenas noches. Tony la acompañó a la puerta y aguardó en el umbral hasta que ella llegó sana y salva a la entrada de su casa. Cuando tenía en la mano la llave para entrar, la Reina le dijo a través de la cerca:
—Estoy segura de que la señora Threadgold y usted eran unos padres excelentes.
—Gracias —dijo Tony, y cerró la puerta y fue a confortar a su esposa.
La Reina subió al piso de arriba y abrió unos centímetros la puerta del dormitorio para fisgar en el interior. Su marido estaba tendido de costado, de cara a ella. Sus ojos la miraron con tal expresión de desdicha que ella se acercó a |a cama y tomó entre las suyas su sucia mano.
—Felipe, ¿qué te ocurre?
—Lo he perdido todo —dijo él—. ¿Qué sentido tiene seguir viviendo?
—¿Qué es lo que echas de menos en particular, querido mío?
La Reina acarició la mejilla sin afeitar de su esposo. «Qué viejo parece hoy», pensó.
—Echo de menos hasta la última condenada cosa: el calor del hogar, la suavidad, las comodidades, la belleza, los coches, los carruajes, los criados, la comida, el espacio. En este espantoso ataúd que llaman casa no puedo ni respirar. Echo de menos mi oficina y el tren real y el avión y el Britannia. No me gusta la gente de Hell Close, Lilibet. Es fea. No sabe hablar con propiedad. Apesta. Me atemoriza. Me niego a mezclarme con ella. Me quedaré en cama hasta que muera.
La Reina pensó: «Habla como un niño» y dijo: —Voy a calentar una lata de sopa, ¿te apetece un poco? Felipe gimoteó: —¡No tengo hambre!
Volvió la espalda a su esposa, y ésta, en silencio, abandonó el dormitorio y bajó a la cocina a prepararse la cena. Mientras, de pie, removía su sopa de pollo Baxter, oyó a través de la pared medianera el sonido desgarrador de los sollozos de Beverley Threadgold. La Reina se mordió el labio, pero una solitaria lágrima de compasión se escurrió por su cara y cayó en el perol. Se apresuró a diluir en la sopa aquella evidencia de su falta de autocontrol. «Por lo menos no necesitaré añadir sal», se dijo. Y además no había testigos. Harris arañaba la puerta de la cocina, hambriento después de una carrera de más de once kilómetros con la jauría. La Reina no había podido permitirse el lujo de comprar comida de perro, por lo cual se limitó a verter un poco de sopa en la escudilla de Harris y romper en pedazos una rebanada de pan duro para darle mayor consistencia.
Harris lo contempló con disgusto. Bien, ¿qué estaba pasando allí? Su vida social había mejorado, pero la comida se había convertido en una burla. ¡Una burla! La Reina dijo:
—Mañana te compraré unos huesos, Harris, te lo prometo. Ahora cómete la sopa y el pan y yo me comeré la mía.
Harris la miró con una malevolencia que la Reina jamás había visto en él. Gruñía desde el fondo de la garganta, sus ojos eran dos rendijas, enseñaba los dientes y avanzaba hacia los frágiles tobillos de la Reina. Ella le dio un puntapié antes de que él pudiese soltarle un mordisco. Harris se retiró tras la puerta de la cocina.
—Tu comportamiento es intolerable, Harris. De ahora en adelante te prohíbo que te mezcles con esos pavorosos mestizos. Para ti son una influencia pésima. ¡Eras un perrito tan encantador!
Harris frunció el labio como un adolescente hosco. No, él nunca había sido un perrito encantador. Los lacayos le odiaban, mientras que, por su parte, se había divertido atormentándolos, enmarañando su correa, orinando en los pasillos y volcando el cuenco de su agua de beber. Pero éstos eran delitos menores comparados con su solapada costumbre de lanzar bocados a todo tobillo vulnerable. Harris había explotado su posición de favorito de la Reina. Había transcurrido un período en el que no le fue posible obrar mal. Hasta aquella noche. Decidió que sería una buena política quedarse en casa por unos días, pedir perdón a la Reina, ser realmente un perrito encantador. Salió de detrás de la puerta y empezó a lamer educadamente la sopa.
16

Leslie entra en escena

A primera hora de la mañana siguiente, Marilyn, esposa por acuerdo mutuo del encarcelado Les, dio a luz su primer hijo. Violet Toby actuó de comadrona. Se reclamó su presencia en cuanto Marilyn rompió aguas. Marilyn no se había propuesto tener un parto casero. Preveía concretamente pasar unos días en el Hospital de Maternidad, pero la ambulancia, erróneamente dirigida por el ordenador, perdió su ruta en el laberinto de Flowers Estate. Cuando Violet se percató de que la llegada del bebé era inminente, miró por la ventana de la sala de estar de Marilyn para ver quién quedaba aún en Hell Close. Descubrió una hendidura de luz entre las cortinas de terciopelo de la Reina. En consecuencia, Violet tranquilizó a Marilyn, que lloraba de dolor, diciéndole que iba en busca de ayuda, y corrió a la calle y llamó a la puerta de la Reina.
La Reina miró entre las cortinas y vio a Violet Toby ante la entrada de su casa, vestida con una bata de color vino y calzada con aquellos zapatos de lona de suela de goma que cierta gente llamaba «playeras». La Reina estaba haciendo un puzzle y en aquel momento sostenía entre los dedos un fragmento de nube de Balmoral. Cuando se disponía a responder a la llamada a su puerta vio a qué lugar correspondía la pieza y, antes de moverse, la colocó en su sitio.
—Necesito ayuda —dijo Violet, jadeando pese a lo corta que había sido su carrera—. El bebé de Marilyn ya viene y en la casa no hay nadie má que un chico memo.
La Reina se excusó con que ella no tenía experiencia en técnicas de parto, dijo que sería inútil, que sólo estorbaría. Pero Violet insistió, y la Reina la siguió a regañadientes calle abajo y hasta la sala de estar de Marilyn. El chico memo, un adolescente hijo de Les de una relación anterior, se inclinaba sobre Marilyn con un paño de cocina húmedo, un pedazo de tela viscoso y grisáceo tomado sin aclarar del fregadero de la cocina.
—Te he dicho una toalla de la cara, atontao —le increpó Violet, y le envió al cuarto de baño del piso de arriba, gritándole cuando ya estaba en la escalera—: ¡Y busca unas sábanas limpias!
—¡No hay sábanas limpias! —replicó él desde el piso.
Marilyn se contorsionaba sobre el mugriento sofá, semicubierto de vestimentas diversas que esperaban que les llegase un día la hora de la colada. Violet apartó las apestosas ropas a un lado, colocó a Marilyn boca arriba y le quitó las bragas. La Reina había visto suficientes películas del Oeste para saber que se necesitaría agua caliente, y partió en busca de una tetera y una palangana limpia. La cocina era espectacularmente escuálida. Está claro que, quienquiera que fuese la persona encargada de cuidar de la casa, llevaba sin hacerlo un tiempo considerable.
La Reina no se atrevió a tocar ninguno de los objetos que se hallaban a la vista, rebozados como estaban en grasa y polvo. Las suelas de los zapatos se le pegaban a las inmundas baldosas del suelo. Tetera, al parecer, no existía ninguna; sólo una cacerola ennegrecida era visible sobre los fogones encostrados de grasa.
Cuando ya había dado media vuelta, resuelta a retirarse, atrajo su mirada una llamativa nota de color. Encima de un anaquel, demasiado arriba para que lo hubiese alcanzado la mugre, alguien había depositado un lote de tres camisitas de bebé: amarilla, turquesa y verde. La Reina se puso de puntillas, y, con esfuerzo, alcanzó las prendas y las bajó. Por alguna razón, aquellas camisitas le hicieron sentir un nudo en la garganta.
—Me marcho a casa —anunció.
—No me deje sola ahora —suplicó Violet—, estará aquí de un momento a otro.
Marilyn chillaba en cada contracción:
—¡Que venga Les! ¡Que venga Les!
—Volveré enseguida —prometió la Reina.
Regresó apresuradamente a su casa y reunió sábanas de lino, toallas, fundas de almohada, una tetera de plata, tazas y platos, té y leche, un gran cuenco de porcelana del siglo xv y ropas de bebé que habían pertenecido antaño a su bisabuela, la reina Victoria. Las había traído consigo del Palacio de Buckingham. Sabía que Diana estaba ilusionada por tener una hija.
Felipe se agitó mientras ella se afanaba con estrépito por el dormitorio, buscando en las cajas de cartón ropas infantiles. «Qué escuálido parece», pensó la Reina, y tuvo un destello de comprensión sobre cuán fácil era hundirse en semejante estado y cuán difícil debería ser salir de él.


Juntas, ella y Violet desnudaron y lavaron a Marilyn, la vistieron con uno de los camisones de la propia Reina, cubrieron el sofá de lino blanco y se prepararon para la llegada del bebé. El cuenco de porcelana fue llenado de agua hirviente, la canastilla del bebé fue colocada cerca de la estufa de gas para mantenerla cálida, y al adolescente atontado se le ordenó preparar el té; utilizando las tazas y platos Doulton de la Reina, por supuesto.
—Rompe alguna pieza y yo te romperé el maldito cuello —amenazó Violet al taciturno muchacho.
La Reina comenzó a llenar una caja de cartón vacía con las toallas y fundas de almohada que había traído.
—Es como jugar a muñecas otra vez —confió a Violet—. Me estoy divirtiendo.
—Tendremos que limpiá este pozo de mierda en cuanto se lleven a Marilyn pal hospital. La pobre tía podrá decir que la hemos ayudao a salí del apuro. Lavao sus cosas, traío ropa pal bebé, limpiao tó.
—Me parece que está demasiado deprimida para manejarse sola, ¿no cree? —dijo la Reina—. Conozco a alguien en una situación similar.
—Voy a escribí a mi diputao en el Parlamento sobre esa condená ambulancia —declaró Violet, tras investigar si ya era visible la cabeza del bebé—. Me enteraré de quién es y le escribiré. Esto es odioso, y yo demasiao vieja pa tanto fregao.
Pese a su protesta, sin embargo, sus manos se movían con firmeza cuando manipulaba el cuerpo de Marilyn, y la Reina quedó impresionada por la facilidad con que la parturienta seguía las instrucciones de Violet cuando ésta le indicaba el momento de empujar y el de distenderse.
—¿Estudió usted para enfermera, Violet? —preguntó la Reina, mientras esterilizaba las tijeras en la llama de la estufa de gas.
—Quia, en nuestra familia nadie estudió pa ná. A mí me aceptaron pa una beca, pero no había manera de ir a la escuela. —Violet rió al recordarlo—. Ni pensá en el uniforme, y ademá lo primero era llevá dinero a casa.
—Qué injusticia —dijo la Reina. Marilyn gritó:
—¡Oh, Violet, es horrible, qué daño, qué daño! Violet le frotó suavemente la cara con una toallita blanca como la nieve, que tenía bordado un anagrama. Luego escudriñó entre sus muslos y dijo:
—Ya veo la cabeza, pronto estará aquí, pronto tendrás al crío en tus brazos.
Leslie Kerry Violet Isabel Monk nació a las dos y diez de la madrugada. Pesaba dos kilos y cuatrocientos cuarenta gramos.
—Poco má que una bolsa de patatas —dijo Violet, dispuesta ya a cortar el cordón umbilical.
La Reina estaba embelesada ante el bebé, que descansaba sobre el vientre de Marilyn como una piedrecilla rosada en una playa blanca. Violet pidió que envolviera a la recién nacida y le lavase la cara. Cuando esto estuvo hecho, la niña entreabrió los párpados y miró a la Reina con ojos color zafiro, ojos como los zafiros del broche que sus padres le regalaron a ella cuando nació Carlos.
La Reina entregó la niña a Marilyn, que balbuceaba de dicha, agradecida porque el dolor hubiera terminado y su bebé no fuera «deforme ni nada pareció». El adolescente bobo recibió un aluvión de elogios extravagantes porque había preparado más té sin que nadie se lo pidiera. Leslie fue depositada en su cuna, que era otra caja de cartón, en tanto que las mujeres sorbían aquel líquido de color ambiguo.
El chico memo abrió la puerta y tres niños pequeños, vestidos con desaliñadas camisetas y calzoncillos de una apariencia similar, le siguieron al interior de la habitación.
—Quieren ver al bebé —dijo el chico—. Tus gritos los han despertao.
—Es una niña —comunicó Marilyn a sus hijastros naturales—. La llamaré Leslie por vuestro padre.
La Reina les lavó a todos caras y manos. A continuación se les permitió, por turnos, sostener al bebé. Por último, la misma Reina se los llevó escaleras arriba y los acostó cubiertos por las raídas ropas de la cama doble que compartían.
En el rellano de la escalera vio su propio retrato: una página arrancada de un periódico y pegada a la pared con cinta adhesiva de los adornos o los regalos de Navidad. La fotografía la mostraba en la plenitud de sus galas reales:
disponiéndose a abrir el Parlamento. La Reina efectuó un rápido recorrido por los dormitorios y el cuarto de baño. El hedor de la pobreza y la desesperanza invadió su nariz y su boca y se adhirió a sus ropas como una película repugnante. «Confío en que una terminará por acostumbrarse al olor al cabo de un tiempo», pensó la Reina al retornar a la planta baja para abrir la puerta al conductor de la ambulancia, que había encontrado al fin Hell Close y se deshacía en excusas.
Marilyn y Leslie fueron instaladas en una camilla e introducidas en la ambulancia. Marilyn transportaba en el regazo la canastilla de la reina Victoria, dentro de una bolsa de los almacenes Woolworth.
—Ay de ti si te atreves a salir de casa —dijo Violet al adolescente memo, que planeaba hacer precisamente aquello—. Ná de escaparse a una de esas fiestas del ácido y dejá solos a los pequeños, ¿entendió? Daremos una vuelta por la mañana pa asegurarnos de que estás.
El chico asintió sin entusiasmo y se dirigió hacia su propia caótica cama.
Violet envolvió la placenta en papel de periódico como un carnicero eficiente envolvería un pedido importante de hígado de buey. A continuación, con aire ceremonial, ella y la Reina se encaminaron al jardín trasero donde encendieron una pequeña hoguera, a la que incorporaron el envoltorio. Se quedaron mirando el fuego y conversando apaciblemente hasta que las llamas consumieron por completo la placenta.
La Reina raras veces se había sentido tan próxima a alguien. Había algo en el resplandor de la lumbre que invitaba a intercambiar confidencias. Violet era vulgar y tenía para las ropas de vestir un gusto que causaba consternación, pero había en ella una fuerza interior que la Reina admiraba, envidiaba incluso. Las dos mujeres hablaron de la angustia que sus respectivos hijos les habían causado. La Reina confesó a Violet que, desde su traslado a Hell Close, no había sabido absolutamente nada de sus hijos Andrés y Eduardo, que estaban, ambos, fuera del país.
—Me preocupan muchísimo —dijo.
—¡Egoístas, abusones! —resopló Violet—. Buena prisa se dan en volvé cuando necesitan algo.
—Yo pensaba —dijo la Reina— que cuando tuvieran dieciocho años me los quitaría, si no de las manos, por lo menos sí de la mente.
—Esa lotería no toca nunca —replicó Violet.
La Reina y Violet atizaron las brasas hasta que el fuego se apagó. «Los sueños, sueños son», pensó la Reina.
Cuando regresó al hogar dejó vagar la mirada en torno, contemplando lo limpia y aseada que estaba su casita, y agradeció su comodidad. «Y si algún día me encuentro gravemente incapacitada —pensó—, Violet Toby me ayudará a superar el mal paso.»
La Reina se fue a dormir y soñó que condecoraba a Violet con la Orden del Imperio Británico por Servicios a la Humanidad.
17

El portafolios vacío

La Reina comía sus hojuelas de maíz frente al televisor. Una de las hojuelas cayó de su boca y aterrizó sobre la alfombra. Harris la lamió inmediatamente. La Reina dijo:
—En menudo desastre me estoy convirtiendo, Harris.
Tenía fija la atención en el vociferante enfrentamiento que había estallado en los estudios de televisión. Jack Barker y la (habitualmente genial) presentadora del programa discutían en torno a la salud de la libra esterlina.
La presentadora dijo:
—Pero, señor Barker, la libra está desesperadamente débil. Sufrió una terrible caída la pasada noche.
Le miraba con ojos duros y penetrantes.
«Realmente —pensó la Reina—, hace que suene como si la libra hubiera intentado suicidarse saltando desde la azotea de un rascacielos.»
Jack replicó con una sonrisa tranquilizadora:
—Gracias a las medidas que hemos tomado, sin embargo, la libra se está ahora recuperando y se espera que se sostenga por sí sola.
La Reina imaginó a la libra languideciendo en una cama de hospital, conectada a monitores y goteadores, rodeada por médicos y no menos ansiosos asesores financieros.
La presentadora miró a la cámara y dijo:
—Y pasamos a ofrecerles el tiempo.
La Reina fue a la cocina a lavar el tazón y la cuchara.
Aquella mañana, pocas horas después, hubo en la calle una violenta trifulca entre Violet Toby y Beverley Threadgold.
Beverley quería saber por qué no la habían despertado para oficiar en el parto de su hermana. Entre las dos mujeres se intercambiaron horribles e hirientes palabras. Violet acusaba a Beverley de haber desatendido a Marilyn durante el curso de su embarazo.
—¿Cuándo has estao por última vez en esa apestosa casa de tu hermana? —exclamó Violet.
La Reina, apostada detrás de la puerta cerrada de su casa escuchaba la discusión. Las dos antagonistas vociferaban desde sus puertas respectivas. No era difícil oír lo que decían, ambas se expresaban con voz estridente cuando estaban excitadas. Los vecinos de Hell Close salieron de sus hogares para disfrutar del espectáculo de la confrontación: no era frecuente presenciar una competición de gritos en primavera. La época tradicional para ello eran las largas vacaciones de verano, cuando los días eran calurosos y los niños se caían y las madres, irritadas, anhelaban la llegada del primer día del curso escolar.
Con alarma captó la Reina la mención de su nombre. Beverley gritaba:
—¡Tú sólo querías llevar allí a la Reina! Violet gritó a su vez:
—¡Yo no soy una creída! La avisé a ella porque estaba despierta y no se asusta. ¡No como tú, Beverley Threadgold, que no pués soportá ver sangre!
La Reina se apartó de la puerta, porque no deseaba oír más referencias a su persona. Era verdad, tenía un dominio inflexible de sí misma. ¿Acaso iría a la tumba sin haber experimentado un solo colapso emocional? ¿Era mejor para una aferrarse a los dictados de la educación que una había recibido: las buenas maneras, el control y la autodisciplina, o comportarse conforme a los sentimientos de una y gritar en la calle como una bruja loca?
En cierta ocasión, cuando tenía trece años, se le había escapado un eructo en una cena ofrecida al embajador de Hungría; un eructo audible, que fue diplomáticamente ignorado por el resto de los distinguidos comensales. Ella, más tarde, había restado importancia al eructo ante Crawfie, diciendo:
—Ah, bueno, es mejor fuera que dentro.
Crawfie le dijo:
—No, no, no, Lilibet, siempre es mejor, siempre es mucho mejor dentro que fuera.
¿Qué sentiría una si abriese la boca y gritara? Tras reflexionar un brevísimo instante, la Reina lanzó un gritito a título experimental. Sonó a sus oídos como una bisagra falta de aceite. Volvió a intentarlo: «¡Aaaaarj!». Bastante satisfactorio. Y una vez más: «¡Aaaaaaaarjj!». Su garganta se abrió generosamente y la Reina percibió cómo el grito partía de sus pulmones, desbordaba su tráquea e inundaba su boca como el rugido de un león británico. El alarido despertó a Felipe, provocó que un cierto número de personas acudiese corriendo a la puerta de la Reina. Indujo a Harris a aplastarse contra el suelo y agachar las orejas, mientras los pájaros huían del jardín de la casa aleteando despavoridos y las lombrices penetraban más profundamente en la tierra.
Asimismo, el grito desvió la atención general de la pendencia que se desarrollaba en la calle, y el hombre del Departamento de Seguridad Social hizo una pausa antes de abrir la cancela del jardín de la Reina y adentrarse en el sendero. ¿Qué demonios estaría pasando ahora? ¿Significaba aquello que alguien quería asesinar a la Reina? ¿Llevaría él entre sus papeles el impreso adecuado para efectuar la demanda de entierro?
La Reina abrió la puerta de su casa y aseguró a sus vecinos que estaba perfectamente bien. Por descuido había pisado una chincheta caída en el suelo y se la había clavado en el pie. Todos los ojos miraron abajo. La Reina calzaba unas robustas botas Wellington. El hombre del Departamento de Seguridad Social se abrió paso entre el escéptico grupo y se dio a conocer:
—Soy David Dorkin, del Departamento de Seguridad Social. He venido a arreglar la cuestión de sus prestaciones.
La Reina lo introdujo en la sala de estar y le invitó a sentarse en el sofá napoleónico, no sin aconsejarle que evitase la juntura donde se habían clavado los clavos largos. Dorkin abrió su portafolios metálico y comenzó a sacar impresos y a colocarlos en la tapa. Estaba nervioso: ¿quién no lo habría estado? No conseguía encontrar su bolígrafo, visto lo cual la Reina fue a su escritorio y le entregó una pesada estilográfica de oro cuyo valor duplicaba su salario anual. Dorkin dijo:
—¡No puedo usar una pluma estilográfica!
Había quitado a la pluma la caperuza y descubierto las incrustaciones de pequeñas piedras preciosas en torno a la base de la plumilla. Era demasiada responsabilidad, pensó. ¿Qué ocurriría si por azar la estropeaba? Podía haber una fortísima reclamación por parte de la compañía aseguradora. Devolvió la pluma a la Reina, respiró profundamente, rebuscó en su anorak marrón claro y por fin localizó el bolígrafo: con él en la mano se sentía más seguro de sí mismo. Rechazó cortésmente una taza de café.
—Preferiría que su esposo estuviera presente en esta entrevista —dijo.
—Mi esposo está indispuesto —se excusó la Reina—. Lo ha estado desde que nos mudamos.
—Desde su reubicación —indicó Dorkin.
—Desde que nos mudamos —repitió la Reina.
El bolígrafo corría sobre la página del cuaderno de notas de Dorkin.
—¿Y cuál es la presente condición en lo que concierne a sus finanzas personales?
—No tenemos ni un penique. Me he visto forzada a pedirle prestado a mi madre; pero ahora mi madre se ha quedado también sin nada. Como toda mi familia. He tenido que recurrir a la caridad de los vecinos. Pero no puedo continuar haciéndolo. Mis vecinos son...
La Reina dejó la frase en suspenso.
—¿De condición económica muy baja? —apuntó Dorkin.
—No, son pobres —dijo la Reina—. A ellos, como a mí, les falta dinero. Le agradecería, en consecuencia, señor Dorkin, que me facilitara algún recurso..., hoy mismo, por favor. No tengo nada que comer, nada con que calentar la casa, y cuando se corte la electricidad no tendré ni luz.
—Cuando su solicitud haya sido procesada y aprobada recibirá usted un giro postal —anunció Dorkin.
Dado que era viernes, la Reina había esperado que aquel joven de prominente nuez de Adán sencillamente sacaría de su portafolios unos cuantos billetes de banco y se los entregaría. Toda su familia había incurrido en el mismo malentendido, razón por la cual habían gastado durante la semana con tanto abandono. Una vez más trató ella de explicar a Dorkin que necesitaba el dinero inmediatamente: no había nada en el frigorífico, las alacenas estaban vacías.
En aquel preciso momento, el príncipe Felipe entró en la habitación arrastrando los pies y anunció entre gemidos que no había podido desayunar, preguntó si alguien sabía dónde estaban sus lentes de contacto y se quejó del frío.
Dorkin se quedó pasmado ante la desintegración de Felipe: visto en la televisión antes de las elecciones, aparentaba ser un hombre vigoroso, inmaculadamente vestido, con una saludable complexión rosada y un porte arrogante. A duras penas pudo Dorkin soportar ahora la visión de la ruina humana que tenía delante. Era como si uno encontrara a su propio padre tirado borracho en una cuneta.
La Reina apaciguó a Felipe con la promesa de una taza de café, le condujo al pie de las escaleras y le conminó a que volviese a la cama.
Cuando regresó a la sala de estar, vio que David Dorkin había comenzado a rellenar un impreso. ¿Se trataba quizá de la antes mencionada solicitud? Si lo era, había que formalizarla enseguida. Felipe y Harris necesitaban con urgencia comer alguna cosa. Ella siempre había tenido poco apetito; se las arreglaría de un modo u otro. Pero el hombre y el perro eran seres desvalidos que dependían enteramente de su habilidad para encontrar el rumbo debido sobre las lóbregas aguas del Departamento de Seguridad Social.
Cumplimentado el impreso, la Reina preguntó cuándo recibiría la prestación.
—Teóricamente tardará una semana, aunque estamos faltos de personal —la voz de Dorkin se fue apagando—, así que...
—¿Así qué?
—Podrá tardar un poco más; quizá nueve, diez días.
—¿Y cómo vamos a pasar diez días sin comer? —dijo la Reina al joven funcionario—. A no ser que se hayan propuesto dejarnos morir de hambre...
Dorkin admitió de mala gana que dejar morir de hambre a la gente no era parte de la política oficial. Añadió: —Existe una cosa llamada Subsidio de Emergencia.
—¿Y cómo consigue una el Subsidio de Emergencia? —preguntó la Reina.
—Debe usted ir a las oficinas del Departamento de Seguridad Social. En persona —dijo él.
Pero, no obstante, le dijo que la cola ya estaría rebasando la puerta, ante lo cual la Reina se puso inmediatamente el abrigo. Simplemente no podía seguir viviendo a costa de los vecinos. Se cubrió la cabeza con un pañuelo. Como no tenía dinero, le tocaría ir a pie hasta el centro de la población.
18

Los jugadores

Fitzroy Toussaint se sorprendió de que su madre no estuviera en casa. La visitaba siempre los viernes a la una de la tarde y solía encontrarla en el umbral de la puerta, esperándole, hiciera el tiempo que hiciese. Entró en la vivienda de la que tenía llave. Fitzroy se alegraba de no verse obligado ya a vivir en Hell Close. En cuanto dispuso de un mínimo de recursos escapó de aquel infierno y se fue a vivir a los barrios residenciales. ¡Cristo, qué frío hacía! Pasó a la cocina. Bien, por lo menos su madre tenía comida abundante: los anaqueles de su alta alacena estaban satisfactoriamente provistos. Entonces, ¿por qué estaba ella tan delgada? Se consumía a ojos vistas, sus brazos y piernas eran como bastones, no, como varillas.
El interior de la casa aparecía como de costumbre inmaculado, la bayeta de cocina doblada en cuadro sobre el escurridor. Fitzroy se asomó al dormitorio y vio qué la cama estaba hecha y que su madre había comenzado a tricotar los regalos de Navidad para sus nietos. Esto le complació: significaba que su artritis no había, por lo menos, empeorado. Momentos después, cuando llegó a la sala de estar, descubrió una nota encajada en el marco del espejo que había en la pared, sobre la estufa apagada.
«Fitzroy, estoy en la casa de al lado, con la Reina Madre. Pásate, se lo he preguntao y no le molesta.»
La puerta de la Reina Madre estaba sólo entornada. Fitzroy la empujó y fue acogido por una bocanada de aire caliente. Esperó y oyó la voz de su madre, que se elevaba con indignación contando una de sus historias de familia.
—Aquella mujer era perversa, se lo aseguro, escapar y abandonar a sus hijos...
Oyó asimismo la voz de la Reina Madre que intentaba, y al final conseguía, intercalar su propio relato:
—También Wallis Simpson era perversa, estoy convencida. Nunca le perdonaré lo que le hizo al pobre David. Fue para todos nosotros una época horrible. ¡Abdicación! Qué vergüenza. Él sabía de sobra que mi esposo, Jorge, no quería ser rey: ¿quién habría querido serlo con una tartamudez como la suya? Todos aquellos discursos... Fueron una tortura, tanto para él como para mí.
Fitzroy escuchó cómo la aguda voz de su madre se superponía a la de la Reina Madre:
—¡Y no le digo ná de esa otra malvada, mi tía Matilda! Esa mujer, vaya, andaba loca por la bebía, loca. Mire, si se fija bien verá que tié una botella en la mano.
Fitzroy llamó con los nudillos a la puerta de la sala de estar, entró y encontró a las dos ancianas damas hojeando cada una su propio álbum de fotografías familiares; ambas demasiado viejas para preocuparse de lo que pensaran de ellas los demás, ambas deleitándose en ventilar los secretos de sus respectivas familias.
Fitzroy percibió la expresión de placer de su madre cuando le vio. También percibió el leve parpadeo de miedo de la Reina Madre. ¿Pensó que entraba a robar? ¿No contaban para nada su elegante traje y la cartera de ejecutivo que llevaba bajo el brazo?
—Hola, mamá —dijo.
Apenas le sorprendió que las dos mujeres respondieran a la vez:
—Hola, Fitzroy.
Su madre le bombardeó a preguntas, como siempre. ¿Cómo se sentía del pecho? ¿Continuaba trabajando tanto? ¿Se cocinaba él mismo las comidas? ¿Tenía noticias de Troy? ¿Por qué se había afeitado el bigote? El tiempo había refrescado, ¿llevaba camiseta? ¿Había visitado la tumba de Jethroe? ¿Le apetecía beber algo caliente?
La Reina Madre insistió en que tomaran el té con ella. Se levantó del asiento con gran dificultad, según observó Fitzroy. Él le ofreció la mano y ella se apoyó pesadamente contra él.
—¡Siéntese, mujé! —exclamó Philomena—. Charle un rato con mi hijo. Yo no soy tan vieja como usté. Yo prepararé el té.
Entró en la cocina pisando fuerte, como si estuviera en su propia casa. La Reina Madre se sentó y preguntó a Fitzroy si le interesaban los caballos. Fitzroy pensó si aquella pregunta no sería una trampa. Había prometido a su madre que no jugaría nunca: el día que cumplió dieciocho años ella le hizo jurar sobre la Biblia que jamás pondría los pies en el despacho de un corredor de apuestas. Había mantenido su juramento.
Cuando cumplió veintiún años había abierto una cuenta telefónica con Jack Johnson, que sí era corredor; pero Jack le ingresaba directamente las ganancias en su cuenta bancaria y él, lo mismo que la Reina Madre, no había efectivamente pisado nunca el interior de un despacho de aquel género.
Fitzroy se acercó más a la Reina Madre y bajó la voz:
—Sí, me interesan.
—¿Los conoce al detalle?
—Al detalle.
¿Quién montó el caballo de mi nieto, Sea Swell? Fitzroy respondió enseguida:
—Nick Gaselee, en el Trofeo Memorial Duque de Gloucester. El príncipe Carlos llegó el cuarto.
—Sí, yo perdí veinticinco libras.
La Reina Madre extrajo de su corpiño un billete de veinticinco libras que había estado ocultando a su hija y se lo entregó a Fitzroy.
Sea Mist, en Kempton Park, a las dos —dijo, con la mirada fija en la puerta de la cocina.
—¿Ganador?
—Oh, sí, no fallará. La pista es blanda, le gusta blanda. Fitzroy sacó del bolsillo interior de su chaqueta Paul Smith un teléfono móvil. Oprimió los botones adecuados y colocó la apuesta de la Reina Madre; luego, sólo por un impulso amistoso, apostó por su cuenta veinticinco libras más a Sea Mist. La dama y él estuvieron contándose mutuamente anécdotas de juego hasta que Philomena entró con la bandeja del té, y a continuación hablaron del trabajo de Fitzroy. Éste era un contable especializado en insolvencias, que en aquellos momentos estaba conduciendo una cadena de tiendas de calzado hacia un apacible final. Prometió a la Reina Madre conseguirle un par de zapatillas caseras de brocado, muy cómodas; con descuento, naturalmente.
A las dos y cuarto sonó el teléfono de Fitzroy. Philomena estaba en la cocina, lavando algo con un ruido considerable.
—¿Sí? —dijo él, mirando a la Reina Madre—. ¡Demasié! Ha ganao usted un porrón.
Los ojos de la Reina Madre brillaron llenos de codicia.
—Perfecto —murmuró—. Nectarine, Kempton Park, a las dos y media. Veinte libras, ganador y colocado.
Retrasó su regreso a la oficina, pero Fitzroy esperó hasta las dos treinta y cinco, cuando el teléfono volvió a sonar. Esta vez su madre estaba presente, por lo cual lo único que hizo fue mostrarle a la Reina Madre el dedo pulgar señalando hacia abajo. Ella comprendió al instante.
Philomena recogió su álbum de fotografías y ordenó a la Reina Madre que diera unas cabezadas. También ella misma estaba cansada y necesitaba dormir.
Fitzroy acompañó a su madre hasta la puerta de la casa de ésta y le entregó una bolsa de plástico llena de monedas de cincuenta peniques.
—Para el contador de gas —dijo—. Úsalas.
Se dirigió hacia su Ford Sierra con un perceptible suplemento de agilidad en el paso, contento de sus ganancias y complacido de que su madre tuviese una amiga. Tío, aquello le quitaba de encima un gran peso. Oprimió un botón de su llavero y un misterioso proceso electrónico hizo que los cuatro seguros de las puertas del coche saltaran al unísono. Se despidió agitando la mano a las dos damas, que le respondieron desde sus respectivas ventanas delanteras, e hizo marcha atrás hasta la barrera que cerraba la calle. No le gustaba encontrarse de frente con la policía. No le había gustado nunca.
19

Un largo paseo

Harris jugaba en la calle con la jauría. La Reina estaba llamándole desde la puerta de su casa, pero él se negaba a acudir; finalmente, ella resolvió seguirle a la calle y continuó voceando su nombre con enojo. Una banda de chiquillos se sumó a la caza. Menudo racimo de zarrapastrosos eran, pensó la Reina. Luego observó que, mezclados con ellos, como animales salvajes, estaban sus propios nietos, Guillermo y Enrique. Harris interrumpió su carrera para esconderse debajo de los restos chamuscados de un Renault abandonado al borde de la acera. La Reina le incitó a salir de su refugio tentándole con un polo de menta que había encontrado en un bolsillo de su chaquetón de tela encerada, y cuando lo consiguió le dio una tunda con la correa. Pero fue una tunda benigna.
Harris se dejó amarrar y la Reina emprendió la excursión de cinco kilómetros en dirección al centro. Cuando se acercaba a la barrera vio que el agente Ludlow estaba de servicio y que en aquel momento verificaba la documentación de un negro muy guapo y elegantemente vestido que conducía un Ford Sierra.
Después de que el coche hubiera salido, marcha atrás y rápidamente, de Hell Close, la Reina se acercó a Ludlow y exigió saber por qué había contado unas mentiras tan repugnantes ante la justicia. El agente Ludlow había esperado con pavor aquel momento. Llevaba tres noches sin dormir a gusto: la sensación de culpabilidad le mantuvo en vela. Había escuchado su radio-reloj hasta la madrugada, especialmente los noticiarios, tratando de borrar el recuerdo del crimen que había cometido. El perjurio era un delito grave: podía costarle su empleo. Era improbable, pero hoy en día uno nunca sabía lo que iba a pasar.
El inspector Holyland le había aleccionado sobre lo que debía decir y él lo había dicho palabra por palabra. No había esperado que le creyesen. «¡Matad a ese cerdo!» Dio por sentado que tanto los magistrados como el resto de los presentes en la sala estallarían en carcajadas ante la idea de que el príncipe de Gales hubiese pronunciado aquellas sainetescas y gastadas palabras, pero él vestía de uniforme, representaba la Ley, el Orden y la Verdad, y encima el inspector Holyland le había respaldado, pese a que no estuvo en el escenario de los hechos en el momento crítico.
La Reina insistió:
—¿Por qué contó usted aquellas mentiras sobre mi hijo?
—Tales fueron los hechos según yo los vi entonces —alegó Ludlow.
Harris le olfateaba el borde inferior de los pantalones. Ludlow movió los pies e interpretándolo como un gesto agresivo, hincó los dientes en el calcetín policial reglamentario y perforó la piel que había debajo. En opinión de Ludlow la Reina invirtió un tiempo innecesariamente largo en apartar al animal de su tobillo izquierdo.
Hubo que rellenar un impreso antes de que a ella se la autorizara a salir de Hell Close:

Nombre: Isabel Windsor Dirección: Hell Close, 9 Hora: 14.45
Destino: Departamento de Seguridad Social de Middleton
Sistema de transporte: A pie Hora estimada de regreso: 18.00

Ludlow levantó la barrera y la Reina la atravesó.
La siguió una bestia bastarda, aunque manteniéndose a distancia prudencial. ¿No pensaría ella en ir hasta el centro de la población a pie? Él llevaba precisamente zapatos nuevos: los pies le quedarían hechos trizas, y ya ahora había tenido que protegérselos con emplastos anticallos. Estaba hasta las narices de vestir de paisano. Anhelaba el momento en que podría sentarse en su viejo coche. Se llamaba Colin Lightfoot y la misión que se le había asignado era seguir en secreto a la Reina e informar posteriormente al inspector Holyland.
La Reina disfrutaba bastante del paseo, pese a que habría preferido darlo por Holkham Beach, cerca de Sandringham, o abriéndose camino entre los brezos de Balmoral. Pero por lo menos había salido de Hell Close y hacía un poco de ejercicio. por el contrario, lo encontró detestable. Los pavimentos eran demasiado duros para sus dedos y sus patitas cortas no conseguían acomodarse a las vigorosas zancadas de la Reina.
Caminaban a lo largo de la carretera que conectaba Flowers Estate con la población. La Reina conocía ésta de otros tiempos, cuando inauguró allí un hospital, —visitó una fábrica de géneros de punto y una central eléctrica por la mañana y, tras un almuerzo en el ayuntamiento, una institución para ancianos turulatos por la tarde, donde sostuvo con los residentes conversaciones dolorosamente embarazosas. Un viejo babeante estaba convencido de que ella era su madre, de que vivían en 1941 y de que él servía aún en el Cuerpo de Intendencia. En el camino de regreso al tren real se había detenido en una residencia para reclusos en libertad condicional, donde efectuó un recorrido por los resplandecientes dormitorios y la recién pintada sala de ping-pong. A unos pocos reclusos presentables se les permitió mirar mientras la hija del director de Servicios Sociales le entregaba un manojo de flores silvestres. Ella se preguntaba ahora dónde habrían escondido al resto de los reclusos, probablemente menos presentables.
Comenzó a llover: una regular y despiadada lámina de agua. La Reina se bajó sobre la frente la punta del pañuelo y aceleró el paso. La bestia bastarda que la seguía soltó una retahíla de juramentos y maldiciones y amenazó al cielo con el puño cerrado, mientras que, como mofándose de él, desfiló por su lado un coche policial, cuyos uniformados ocupantes, en su cálido y pulcro cubículo, conducían al señor Christmas al puesto de policía de la calle Tulip.
La Reina consultó su reloj y de nuevo aceleró el paso. El señor Dorkin le había dicho que las oficinas cerraban a las cinco y media. Ella había anotado la dirección en una hoja de papel, que ahora sacó, doblada, de su bolsillo. Las únicas palabras legibles eran «Oficina del Departamento de Seguridad Social». La dirección en sí era absolutamente indescifrable, porque la lluvia se había colado en el bolsillo y emborronado todo lo demás.
Harris ajustaba su paso al cada vez más acelerado de la Reina, pero al cabo de unos minutos tuvo suficiente y rehusó continuar. Sabía que debería llevar puesto su impermeable. No en vano se había sentado debajo del perchero del recibidor; había ladrado e indicado que le gustaría que le enfundaran en su abriguito, pero ella tenía demasiada prisa para fijarse en él. Oh, sí, ahora no disponía ni de un minuto para darle de comer y decirle que era su favorito. ¿Y qué significaba toda aquella violencia física? Una paliza al día..., por lo menos. Si ella no se andaba con cuidado..., él conocía la existencia de la Asociación de Defensa de los Derechos de los Animales. Y otra cosa: estaba lleno de pulgas.
La Reina tiró con fuerza de la trailla de pero éste se negó a moverse. Intentó llevárselo a rastras, pero él se sentó y apalancó las patas. Un sujeto enlodado y empapado por la lluvia, que pasaba en aquel momento, dijo:
—A ese perro va a despellejarle el culo.
La Reina replicó:
—Toda la piel le arrancaré si no se mueve.
Empujó a Harris con el pie y él lanzó un aullido como si estuviera en la agonía y se tiró al suelo patas arriba fingiéndose muerto. Por una rendija de separación entre sus párpados observó cómo la Reina se agachaba sobre él, los ojos nublados por la ansiedad y el sentimiento de culpa. Notó que le levantaba del suelo y le acunaba en sus brazos.
La excursión continuó, siempre por la misma carretera, hacia la ciudad, cuyas calles no habían sido precisamente pavimentadas con oro (más bien estaban sin pavimentar). El ayuntamiento invertía todo su dinero en la compra de una zona de más de cuatrocientas hectáreas, arrasadas por el viento, situada en las afueras de la población, donde proyectaba construir un parque temático: un zoo sin animales. En lugar del barullo, los malos olores y la necesidad de alimentar animales salvajes auténticos, una empresa privada había persuadido al ayuntamiento de que levantase una serie de grandes edificios sin ventanas. En su interior, la imaginería electrónica y unos refinados sistemas de sonido ofrecerían una réplica de los continentes del globo y de sus animales autóctonos. Era realidad virtual a enorme escala. Millones de turistas de ojos atónitos procedentes de toda Gran Bretaña se esperaba que visitarían aquel ventoso recinto. Para acogerlos se iba a edificar un hotel de quinientas camas. Las estrechas carreteras secundarias que conducían al lugar serían ensanchadas un poco. Los promotores habían confiado en que el príncipe Felipe (en su condición de presidente del Fondo Mundial para la Defensa de la Naturaleza más que en su otro y bien conocido papel de exterminador de aves y pequeños animales), inauguraría para ellos el zoo electrónico.
Cuando la Reina llegó al centro de la población se sentó a descansar en un banco y colocó a Harris a sus pies. Él levantó la pata y orinó en un cubo de basura lleno a rebosar.
La Reina evocó mentalmente las cataratas del Niágara, el flujo de las cuales, a diferencia del de podía ser cortado a voluntad.
Había un hombre sentado junto a la Reina. Tenía la nariz en carne viva, recientemente fracturada. Bebía de una botella de color marrón. Después de cada trago se pasaba una mano sucia por la boca, como para ocultar la evidencia. Sus zapatos eran del estilo usado por los directores de bandas de música ingleses en la época de entreguerras. Hacia aquellos zapatos se encaminó la orina de y el hombre recogió los pies sobre el banco en un decoroso movimiento similar al de una chica jovencita que esquiva una araña que corretea por el suelo.
La Reina se excusó por el comportamiento de Harris.
—Oh, el perrito no pué remediarlo —dijo el hombre, con la voz enronquecida por los gritos que había proferido de madrugada—. Y las cosas claras, señora, es demasiao chico pa subirse al asiento de un retrete.
El hombre rió de su propio chiste hasta sofocarse, y cuando vio que la Reina no reía le dio un codazo y dijo:
—Ah, vamos, moza, suéltese un poco. Pone usté una cara como un domingo de lluvia en Aberdeen.
La Reina mostró un instante los dientes y el hombre se pacificó.
—¿Sabe usté a quién se parece? —continuó—. Se lo digo. Se parece a esa mujer que imita a la Reina. Seguro, seguro, es usté igual que ella... ¿Cómo se llama? Ya sabe de quién hablo, ¿no? Se parece má a ella de lo que ella se parece. Seguro. Seguro. Podría usted ganar un pastón. Debería hacerlo, vaya si debería. Debería hacerlo. ¿Sabe por quién me han tomado a mí?
La Reina escudriñó su cara arruinada y surcada de venas, sus ojos de un color de puesta de sol tropical, su cabello enmarañado, sus dientes teñidos de cardenillo.
—Adelante, adivínelo, ¿por quién me toman?
—Simplemente no puedo imaginarlo —dijo la Reina, volviendo la cabeza para eludir el hedor a sidra de su aliento.
—Ji, ji, ji —rió el hombre—. Ji, ji, ji, eso ha estao pero que mú requetebién. Ha sonao esatamente como ella. «Sim-plemente no pue-do ima-ginarlo» —se burló—. Esatamente como ella, esatamente como la Reina. Debería usté ir a los clus noturnos, vaya si debería. «Sim-plemente no pue-do ima-ginar-lo.» —Su risa despertó ecos por todo el centro de la población. Se golpeó los muslos con los puños—. O sea, no va a decirme que el acento de ella es real. No lo es, qué va. No es real. Habla como un robó de la tele. ¿Verdá, señora? ¿Verdá? Claro que ahora ya nos la hemos quitao de encima. De buena nos hemos librao, digo yo. Brindaré por eso. Brindaré por eso. ¿Quién manda ahora?
—Jack Barker —dijo la Reina, procurando oscurecer su acento.
—Ji, ji, ji. Jek Barkerrr. Es usté genial, señora —dijo el republicano—. Vaya si lo es, vaya, vaya.
Se levantó y osciló delante de la Reina. Ella observó que no llevaba calcetines. El dobladillo de sus pantalones se había soltado y lo arrastraba como unos flecos. Si alguna vez un reportero de una revista elegante llegara a preguntarle cómo elegía diariamente su vestimenta, tendría que contarle con toda honestidad que por la mañana se ponía unas ropas determinadas y continuaba llevándolas día y noche hasta muchos meses después, cuando se las quitarían unos hombres que usaban guantes de goma, mono y mascarilla.
—Vamos, a vé ¿yo a quién le recuerdo?
El hombre adoptaba una postura que él debía considerar artística: un dedo en la mejilla, la cabeza vuelta para exhibir el desmantelado perfil.
La Reina sacudió la cabeza: no sabía qué responder.
—¡El duque! —gritó el personaje. Vio que a la Reina no le resultaba familiar la referencia—. El príncipe Felipe. Soy clavao a él; lo dice tó el mundo, tó el mundo. ¿No se da cuenta? ¿No lo ve?
La Reina terminó por admitir que quizás existía «un ligero parecido». El hombre bebió de la botella hasta vaciarla, luego la sacudió y todavía vertió dos gotas de un líquido oscuro en su boca abierta. Volvió a sacudirla, la invirtió de nuevo sobre su boca, esperó, se enfureció cuando comprobó que no salía nada y golpeó el gollete con los dientes.
—¿No tendría usté pal precio de una Big Mac, señora? —preguntó.
—No —dijo la Reina, tomando la botella y depositándola junto al cubo de basura—. No tengo ni un penique.
—Ah, eso mesmo dicen todas, aunque no con tanta clase.
La Reina le preguntó por el camino a seguir hasta las oficinas del Departamento de Seguridad Social. Él se ofreció a acompañarla hasta la puerta, pero ella declinó la oferta benignamente. Mientras esperaba que el hombrecito verde del semáforo la autorizase a cruzar la calle oyó gritar a su desastrado admirador:
—¡Jeanette Charles! Ésa es, ésa es, ésa es la que digo. Es usté clavá. ¡Una fortuna! ¡Ganaría una fortuna!
La Reina se sumó a la cola formada en el exterior de las oficinas del Departamento de Seguridad Social. Una jovencita vestida de manera totalmente olvidable le entregó un disco numerado: treinta y nueve. Ella se situó detrás del número treinta y ocho y pronto se le unió el cuarenta. Las personas de la cola que llevaban reloj consultaban la hora frecuentemente; quienes no lo llevaban la preguntaban a cada momento.
El tiempo pasó, invisible e invencible, mofándose de quienes esperaban fuera. ¿Serían atendidos? Quedaban veinticinco minutos. La gente hacía mentalmente cálculos matemáticos. Los niños pequeños resistían heroicamente, agarrados a la sillita de otros niños aún más pequeños. El tráfico de la hora punta invadió convulsivamente la calzada a menos de un metro, enviando el humo de los tubos de escape directamente a los pulmones de los ocupantes de las sillitas. Harris tosió y tiró de la correa.
La cola fue arrastrándose hacia la entrada hasta que la Reina se encontró en un punto lo bastante próximo para que le fuera posible ver la gran sala donde un reloj amenazador, de manecillas negras, le dijo que eran las cinco y doce minutos. Un bebé comenzó a llorar y le fue entregado un paquete de patatas chips sin abrir, para que lo chupase.
—No es bueno darle las chips de verdá, tién sal y vinagre y qué sé yo —explicó la joven madre—. La sal y el vinagre no le gustan.
La Reina asintió en silencio, poco dispuesta a abrir la boca y revelar su condición social. Su acento demostraba ser un estorbo considerable. ¿Debería tratar de modificarlo? Y su gramática no era un inconveniente menor. ¿Tendría que aprender a construir de otra manera las frases, alterar el orden de las partes de la oración, cambiar los pronombres y los verbos, comerse aquí vocales, allá consonantes? Era terriblemente difícil establecer en qué estrato se encontraba ahora: lo único claro era que su número estaba entre el treinta y ocho y el cuarenta.
A medida que las manecillas del reloj se acercaban a las cinco y treinta minutos empezó a cundir el pánico en la cola y ésta a ondularse hacia los mostradores, donde los demandantes estaban sentados y exponían sus respectivos casos a través de unas rejillas abiertas en las láminas de cristal de seguridad.
Palabras de súplica, cólera y desesperación atravesaban las rejillas en una dirección, desde la parte del público a la de los funcionarios; en dirección opuesta pasaban las palabras que correspondían a regulaciones, explicaciones y rechazos. Un hombre se puso en pie y golpeó la mampara.
—¡Necesito algún dinero, y ahora! —gritó—. ¡No puedo volver a casa sin dinero! ¡No tenemos ná!
El funcionario continuó sentado, impasible, y contempló cómo un guarda de seguridad se llevaba al hombre.
—Treinta y seis —dijo el mismo funcionario.
—Treinta y siete —dijo otro.
Un tercero, del sexo femenino, abandonó su puesto, recogió unos papeles, bolígrafo y lápiz, se colgó el bolso del hombro y se dispuso a marcharse.
La Reina salió de su lugar en la cola y dijo a través de la rejilla:
—Perdóneme, pero, ¿a qué hora terminan ustedes el trabajo?
La funcionaria respondió a regañadientes:
—Cinco y media.
—Entonces le quedan todavía cinco minutos —dijo la Reina—. Quizá su reloj adelante un poco.
La mujer regresó a su asiento y dijo:
—Treinta y ocho.
La Reina, a su vez, regresó a la cola, que parecía complacida por la pequeña victoria. A espaldas de ella, el número cuarenta comentó:
—Buena demostración, señora. —Se acercó más y añadió con disimulo—: Yo tuve el honor de servir en su regimiento, los Guardias Galeses. Participé en lo de las Malvinas, en Bluff Cove. Licenciamiento honroso. Nervios destrozados.
—Mal asunto —dijo la Reina, que era ex coronel jefe de treinta y ocho regimientos y ex capitán general de otros siete.
Un joven asiático de aspecto agradable llamó su número. La Reina tenía dos minutos para presentar su caso y retirarse con dinero para el autobús, para comprar comida y para introducir monedas en los contadores.
—Es imposible —sonrió el joven, después de que ella hubiera contestado que no, no tenía documentación que demostrase quién era y dónde vivía—. Para conceder un subsidio de Emergencia necesitamos alguna prueba. ¿Cartilla de pensionista? ¿Factura del gas?
La Reina explicó que no había recibido aún su cartilla de pensionista. Llevaba en su actual residencia solamente cuatro días.
—¿Y dónde vivía antes? —preguntó el joven.
—En el Palacio de Buckingham.
—¡Oh, seguro! —rió el funcionario, mirando el abrigo de la Reina sembrado de huellas de patas enfangadas, sus uñas sucias, su cabello disperso y mojado. Qué cosas. Había oído allí historias de todos los colores. ¡Podría escribir un libro con ellas! ¡Dos libros! Qué cosas—. ¿Y por qué razón vivía usted en el Palacio de Buckingham? —preguntó, alzando la voz para que sus colegas participasen en la diversión.
—Porque yo era la Reina —dijo la Reina.
El joven asiático oprimió un botón oculto bajo el mostrador y un guarda de seguridad tomó del brazo a la Reina y la condujo, juntamente con al inclemente exterior. Ella se quedó parada en la acera, sin saber qué hacer ni a quién pedir ayuda ni adónde ir. Se tanteó los bolsillos buscando una moneda para el teléfono, aunque sabía perfectamente que lo único que había en sus bolsillos era una porción de papel higiénico cortada de un rollo. Ignoraba que era posible efectuar una llamada a cobro revertido a través de operadora.
Era viernes, última hora de la tarde, y el Departamento de Seguridad Social estaría dos días cerrado. Ellos tenían dinero, ella no.
Arrastrando a Harris por la trailla, volvió a entrar corriendo en las oficinas. El personal llevaba ya puesto el abrigo. El reloj marcaba las cinco y veintinueve minutos y treinta segundos. Los últimos demandantes eran sacados del local. La Reina observó que la número treinta y ocho llevaba en la mano un billete de cinco libras y hablaba a su bebé: decía al niño que iba a comprar leche y pan y pañales. El cuarenta se negaba a marcharse.
—¡Yo estuve en Bluff Cove! —vociferaba.
La Reina levantó a Harris del suelo y se lo colocó bajo el brazo.
—Mi perro se muere de hambre —anunció a la sala.
La funcionaria número dos vivía con su madre, tres perros y cinco gatos. Había querido ser veterinaria, pero no consiguió plaza en la facultad. Miró a Harris y lo vio yaciendo lánguidamente en brazos de la Reina como si estuviera en el último peldaño de la malnutrición. La funcionaría volvió a sentarse en su puesto. Se desabrochó el abrigo, cogió un bolígrafo e invitó a la Reina a sentarse; y ante todo sermoneó a la Reina sobre la responsabilidad que implicaba tener un perro.
—En realidad no debería usted tener perro, a no ser que esté preparada para, bueno, tenerlo como es debido.
Harris lloriqueó lastimosamente y dejó colgar las orejas. La funcionaría continuó su sermón:
—El pobre parece estar en condiciones pésimas. Voy a darle a usted lo suficiente para un par de latas de comida de perro y unas tabletas reconstituyentes. Las Bob Martin son seguramente las mejores.
La Reina tomó el dinero, firmó el recibo y salió de las oficinas. Dio gracias a Dios porque los ingleses fueran un pueblo amante de los perros.
20

Un paquete de huesos

La bestia bastarda la seguía. Cuando la Reina salió de las oficinas, la bestia rezó para que no se le ocurriese volver a casa andando: tenía los pies como pedazos de carne cruda. No podía esperar más a quitarse los zapatos. Mientras tanto, la Reina apretaba fuertemente en su mano tres monedas de una libra. ¿Cuánto valdría una barra de pan? «¡Medio kilo de patatas? ¿Un bote de café? No tenía la menor intención de comprar comida de perro ni tabletas reconstituyentes para Crawfie acostumbraba hacer caldo cuando la Reina, de niña, estaba enferma. La Reina recordaba que en ello estaban involucrados huesos. Pasó por delante de una carnicería. Un hombre con chaqueta blanca y delantal listado fregaba los estantes de la vitrina. Sobre el mostrador aparecían apilados unos ramilletes de perejil de plástico, en espera de volver a ser colocados en su sitio para embellecer los estantes. La Reina ató a Harris fuera de la tienda y empujó la puerta para entrar.
—Ya hemos cerrado —dijo el carnicero.
—¿Podría venderme unos huesos? —le preguntó la Reina.
—He cerrado —dijo él.
La Reina suplicó:
—Por favor. Son para mi perro.
El carnicero suspiró, se dirigió al fondo del local y regresó con una colección de horrendos huesos que arrojó sobre la balanza.
—Treinta peniques —dijo bruscamente.
Envolvió descuidadamente los huesos en una hoja de papel. La Reina le entregó una moneda de una libra y él sacó el cambio de una bolsa llena de monedas y se lo tendió sin una sonrisa.
—¿Podría darme una bolsa? —preguntó la Reina.
—No, no por treinta peniques —dijo el carnicero.
—Oh, bien, gracias y buenas tardes —replicó la Reina. No sabía lo que podría costarle algún artilugio donde transportar sus compras. Pero no podía arriesgarse a gastar demasiado.
—Buenas tardes —repitió deliberadamente.
El carnicero le volvió la espalda y procedió a distribuir el perejil de plástico en los bordes de los estantes de la vitrina.
La Reina dijo:
—¿Le he ofendido a usted de algún modo?
—Mire —respondió el carnicero—, ya tiene lo que corresponde a sus treinta peniques, limítese a cerrar la puerta al salir.
Antes de que ella pudiese hacer lo que le indicaban, un hombre bien vestido entró en la tienda y dijo:
—Ya veo que ha cerrado, pero, ¿podría usted venderme kilo y medio de filete de buey?
El carnicero sí sonrió entonces.
—Ciertamente, señora; será un segundo.
La Reina recogió el paquete de huesos y se marchó. Mientras desataba a Harris miró a través del escaparate y presenció cómo el carnicero cortaba gruesas lonchas de un gran trozo de carne de buey. Ahora era todo jovialidad.
El olor de los huesos enloquecía a Daba salto tras salto intentando alcanzar el paquete, que la Reina sostenía con resolución bajo el brazo. Cuando llegaron a la parada del autobús, ella arrojó al suelo un pequeño cóndilo y él lo atacó ferozmente; reteniéndolo entre las patas delanteras procedió a arrancar los escasos jirones de carne entre guturales gruñidos de glotonería.
El hueso estaba completamente desnudo cuando apareció el autobús. El centro de la población se hallaba casi desierto. La Reina pensó con temor en el fin de semana que le esperaba. ¿Cómo iba una a alimentarse, a alimentar al marido de una y al perro de una con dos libras y diez peniques, que era todo lo que le quedaría después de pagar el billete de autobús? Simplemente no podía recurrir a más préstamos. Rezaría para que su cartilla de pensionista llegara en el correo del día siguiente.
—Uno a Flowers Estate, por favor —dijo la Reina. Depositó sesenta peniques en la cazoleta negra del conductor y esperó el billete. El conductor dijo:
—Serán noventa. Medio billete por el perro. La Reina se horrorizó.
—¡No es posible!
—Medio billete por el perro —repitió el conductor.
La Reina lanzó a Harris una mirada envenenada. Con gusto le habría obligado a correr detrás del autobús. Durante todo el día no había sido más que un estorbo. Pese a ello, pagó lo que le pedían y, siguiendo las instrucciones del conductor, se llevó a Harris escaleras arriba hasta el piso superior. Allí contó y recontó su dinero, pero el total fue cada vez el mismo: una libra y ochenta peniques. Cerró los ojos y suplicó que ocurriera un milagro; de la variedad panes y peces, a ser posible.


La Reina se apeó del autobús y se dirigió a Food-U-R, que era el supermercado donde el vecindario de Flowers Estate se abastecía. El gerente y propietario era Victor Berryman. Estaba plantado en la puerta, lo mismo para saludar a los clientes que para echar el ojo a los rateros.
—Buenas tardes, señora. ¿Se acomoda usted bien aquí?
La Reina sonrió y asintió.
—Sí, una va encontrando su camino.
—Eso es lo que me alegra oír. Pero lamento lo de su esposo.
—¿Mi esposo?
—Sí, he oído decir que no está bien.
—¿No está bien?
—Alterado. Un poco ido de la cabeza.
—Está deprimido, ciertamente.
—Sé cómo se siente. Yo tuve una cadena entera de esto, ¿sabe? Había Food-U-R por todo el este de las Midlands. Anuncios en la tele. ¿Las chicas del hula-hula? ¿El paraíso del comprador?
Canturreó la musiquilla del anuncio y balanceó sus abultadas caderas.

¡Food-U-R!
¡El paraíso del comprador!
¡Food-U-R!

—Intenté que las chicas se adaptaran al tema digamos polinesio, ya sabe, faldas de paja, guirnaldas de flores, pero hubo quejas por todas partes. —Miró con amargura hacia las cajas de la salida, donde dos mujeres regordetas de mediana edad pasaban los comestibles por delante de los lectores electrónicos—. Sí, yo fui en otro tiempo el cabeza de una dinastía, así que sé cómo se siente su marido cuando a uno se lo arrebatan todo.
La Reina frunció el entrecejo.
—Mi marido no era el cabeza de la dinastía. La cabeza era yo.
Victor Berryman extrajo una barrita de chocolate del bolsillo interior de la cazadora de un chico que salía del local, le dio un pescozón y lo expulsó de un puntapié.
—En todo caso, señora, si hay algo que yo pueda hacer por ayudar... —dijo Victor, todavía amenazando al chico con el puño.
La Reina le explicó que deseaba hacer un caldo.
—¿Un qué? —inquirió Victor.
—Caldo, un cocido en puchero —aclaró ella—. Tengo los huesos, ¿qué otras cosas necesita una?
Victor se quedó desconcertado: la cocina era para él una fuente de misterio. Lo único que sabía era que en ella entraban ingredientes fríos y salía comida caliente, a intervalos más o menos regulares. Llamó a una de las mujeres que trabajaban en las cajas de la salida.
—Señora Maundy, ¿querría usted aconsejar a la señora? Yo la sustituiré.
La señora Maundy dedicó a la Reina una media reverencia, le entregó una cesta de alambres y ambas pasearon arriba y abajo por los pasillos. La Reina compró una cebolla, dos zanahorias, un nabo, medio kilo de patatas, una pieza grande de pan, un bote de mermelada de fresa (pequeño) y dos cubitos Oxo.
Victor Berryman pasó los comestibles de la Reina por delante del ojo mágico.
—Una libra cincuenta y ocho —anunció.
—Oh, vaya. —La Reina miró la libra y ochenta peniques que tenía en la mano—. Tendré que dejar algo —dijo—. Necesito cincuenta peniques para el contador.
Entre los dos resolvieron que si eliminaba una zanahoria y un cubito Oxo, y cambiaba la pieza de pan por otra más pequeña...
La Reina abandonó el establecimiento cargada con una bolsa de Food-U-R. Victor le sostuvo la puerta para que saliese y dijo que confiaba en volver a verla, quizás ella le recomendaría a su familia y, si por azar tenía en cualquier rincón algún sello heráldico con el que no supiera qué hacer, él tendría sumo placer en estamparlo sobre la puerta de entrada.
A la Reina le habían enseñado a hacer preguntas, de modo que mientras desataba la trailla de Harris de un poste de cemento, preguntó a Victor de qué forma había perdido su dinastía de supermercados.
—El banco —respondió él, comprobando de paso los candados de las rejas metálicas que cubrían las ventanas—. Me liaron a aceptar créditos para ampliar el negocio. Luego subieron los intereses y no pude atender los pagos. Buen servicio me prestaron, realmente: lo perdí todo. Para mi mujer fue muy duro, vendimos la casa, los coches. Este sitio no quiso comprarlo nadie, ¿quién se hubiese atrevido, aquí, en Flowers Estate, excepto un chiflado? Nosotros vivimos ahora encima de la tienda. —La Reina miró hacia arriba y vio a una mujer, que supuso sería la señora Berryman, con la cara triste enmarcada en una ventana sin cortinas—. Sin embargo —continuó Victor—, lo mío no es nada comparado con lo que usted ha perdido, ¿verdad?
La Reina, que había perdido palacios, tierras, joyas, pinturas, casas, un yate, un avión, un tren, más de mil sirvientes y billones de libras, expresó su conformidad con un movimiento de cabeza.
Victor sacó un peine y se lo pasó por la calva. Añadió:
—La próxima vez que venga, suba a visitar a mi esposa. Tome una taza de té. Ella está siempre en casa, es agorafóbica.
La Reina miró de nuevo hacia arriba, pero la cara triste ya había desaparecido de la ventana.
Llevando bien agarrada su moneda de cincuenta peniques, la Reina caminó de regreso a Hell Close. Detrás de ella, siempre guardando la distancia, cojeaba la bestia bastarda. «Si éstas son las funciones de un agente de paisano, dadme un uniforme enseguida», pensaba.
Al entrar en su casa, la Reina oyó una tos que le era familiar. Margarita estaba allí. Sí, allí estaba, sentada fumando y sacudiendo la ceniza del cigarrillo en una taza de café.
—¡Lilibet, tienes un aspecto absolutamente espantoso! ¿Y qué llevas en esa horrenda bolsa de plástico que huele tan mal?
—Huesos, para nuestra cena.
—Esta tarde he pasado un rato de lo más lúgubre con un desagradable hombrecillo de la Seguridad Social. Era indescriptiblemente vil —dijo Margarita.
Se trasladaron a la cocina. La Reina llenó de agua hasta la mitad una perola y echó en ella los huesos. Margarita la observaba atentamente, como si la Reina fuera Paul Daniels y estuviese a punto de ejecutar un truco de magia.
—¿Eres buena pelando patatas, Margarita?
—No, claro que no, ¿y tú?
—No, pero una ha de probarlo.
—Adelante, pruébalo —bostezó Margarita—. Esta noche voy a cenar fuera. He telefoneado a Bobo Criche-Hutchinson, tiene una casa en el condado. Me recogerá a las ocho y media.
En la perola se formó una peculiar espuma, luego el agua rompió a hervir, se derramó por encima de los bordes y apagó la llama del gas. La Reina volvió a encender el quemador y dijo:
—Ya sabes que no estás autorizada a salir a cenar; para nosotros aún hay toque de queda. Mejor será que llames a Bobo y te olvides de él. No has leído la hoja de instrucciones de Jack Barker, ¿cierto?
—No, la rompí a trocitos.
—Pues te conviene leer la mía —dijo la Reina, mutilando una patata con un cuchillo de mesa—. Está en mi bolso.
Cuando terminó de leer, Margarita insertó otro cigarrillo en su boquilla y dijo:
—Me suicidaré.
—Ésa es una opción —asintió la Reina—. Pero, ¿qué diría Crawfie si te suicidaras?
—¿A quién le importa lo que aquella vieja bruja perversa piense sobre lo que sea? Además —recordó Margarita—, está muerta.
—No, para mí no lo está. Me acompaña a todas horas, Margarita.
—A mí me odiaba —dijo Margarita—. Nunca lo ocultó.
—Tú eras una niña odiosa, eso era lo que ocurría. Mandona, arrogante y taimada —dijo la Reina—. Crawfie decía que echarías a perder tu vida y tenía razón: lo has hecho.


Tras media hora de silencio, la Reina pidió excusas por su arranque de ira. Explicó que Hell Close le causaba a una aquel efecto. Una se acostumbraba a decir lo que pensaba. A veces resultaba inconveniente, pero después una se sentía extrañamente bien.
Margarita fue a la sala de estar a telefonear a Bobo Criche-Hutchinson y dejó que la Reina introdujese en la perola el surtido de vegetales y el cubito Oxo. La señora Maundy le había dicho que el caldo tenía que hervir a fuego lento durante horas («para que todo fuera soltando su virtud»), pero la Reina estaba famélica, necesitaba comer ahora, enseguida. Algo sabroso, que llenara, que fuera dulce. Echó mano del pan y la mermelada, y se preparó unas cuantas rebanadas. Las comió de pie junto a los fogones, sin plato ni servilleta.
En cierta ocasión, una dama, veterana de la política, le había asegurado que el motivo de que los pobres no supieran arreglárselas con sus pensiones estatales era que «les faltaba la aptitud de guisar comidas nutritivas, sencillas y buenas».
La Reina echó una mirada a su bueno, sencillo y nutritivo caldo, que hervía en la perola, y se preparó otra rebanada de pan con mermelada.


Aquella noche, el príncipe Felipe rodaba por su dormitorio murmurando para sus adentros. Miró por la ventana. La calle estaba llena de parientes. Vio a su esposa y a su cuñada salir de casa de su nuera. Las vio cruzar en dirección a la de su suegra. Distinguió a su hijo cavando en el jardín delantero en la oscuridad, ¡el maldito idiota! Felipe se sintió atrapado por sus parientes. Los muy bribones estaban por todas partes. Ana colgaba cortinas ayudada por Pedro y Zara. Guillermo y Enrique aullaban desde el interior de un coche hecho chatarra. Él era como un cowboy acorralado en el centro de un círculo de carretas, con los malditos indios lanzados al ataque.
Volvió a meterse en cama. Aquel caldo detestable, ahora frío, que su esposa le había traído anteriormente, se derramó por la bandeja de plata y a continuación por la colcha. Él no hizo nada por atajar la inundación. Estaba demasiado cansado. Se cubrió la cabeza con la sábana y deseó fervientemente estar en otra parte. En cualquier otra parte, excepto donde estaba ahora.
21

Los que emprenden el vuelo

El Alabardero Maestre de Cuervos pasó por delante de la Torre Blanca, luego dio media vuelta y rehízo el camino. Algo no era como debía ser, aunque no supo precisar de inmediato de qué se trataba. Se detuvo: la mejor manera de reflexionar. Los turistas japoneses lo aprovecharon para fotografiarle. Un grupo de adolescentes alemanes rió tontamente, sin molestarse en disimularlo, a la vista de su ridículo gorro. Unos norteamericanos preguntaban si era realmente cierto que la Reina de Inglaterra residía ahora en un barrio de viviendas de promoción pública.
El Alabardero Maestre de Cuervos se percató de qué era lo que no funcionaba en el instante preciso en que una colegiala de Tokio oprimía el botón de su Nikon. Cuando fuera revelada la fotografía, mostraría al Alabardero Maestre de Cuervos con la boca abierta en una expresión de horror, desorbitados los ojos de puro pánico.
Los cuervos se habían marchado de la Torre: el reino se desplomaría.
22

Suelos sin hojarasca

Era el primer día de Enrique en su nueva escuela, la Marigold Road Junior. Carlos esperaba ante la puerta del despacho de la directora, dudando entre entrar o no. En el interior tenía lugar alguna clase de discusión: podía oír unas voces femeninas que hablaban en tono exaltado, pero no lo que decían.
—Eh, yupa, papi, ¿qué se guisa ahí dentro? —dijo Enrique.
Carlos tiró de la mano de Enrique y replicó:
—Enrique, por el amor de Dios, habla con propiedad.
—Si hablo con propiedad me van a partir la puñetera cara —dijo Enrique.
—¿Quién? —preguntó Carlos, con aire preocupado.
—Esos tíos —precisó Enrique—. Los chicos de Hell Close, ¿quién va a ser?
Violet Toby salió del despacho de la directora, seguida de cerca por ésta, la señora Strickland.
Violet gritó:
—¡Póngale un dedo encima a uno de mis nietos y yo la pondré a usté patas arriba, caradura, so vaca!
La señora Strickland tenía ciertamente cara de, por lo menos, persona resuelta, pensó Carlos. Experimentó el antiguo y conocido miedo que los colegios le provocaban siempre. Asió con más fuerza aún la mano de Enrique, pobre infeliz.
La señora Strickland sonrió glacialmente a Carlos y dijo: —Lamento la infortunada escena. El viernes fue necesario castigar a Chantelle Toby y su abuela ha puesto ciertas objeciones. De hecho, parece que ha estado cavilando sobre ello todo el fin de semana.
—¡Ah!, bien —dijo Carlos—. Confío en que no será necesario castigar a Enrique. Es un jovencito muy sensible.
—Nanay —dijo Enrique.
Carlos se sobresaltó por la forma en que Enrique había expresado su protesta.
—Si me indica a qué clase ha de incorporarse Enrique, le acompañaré...
Una gota de agua le cayó a Carlos en la cabeza. Se la sacudió y, al hacerlo, notó que otra gota le salpicaba la mano.
—Oh, Dios mío, ha empezado a llover —dijo la señora Strickland.
Carlos alzó la mirada y vio que el agua procedía de las grietas del techo. El apremiante repique de una campana resonó por toda la escuela.
—¿Es la alarma de incendios? —preguntó Carlos.
—No, es la alarma de lluvia —explicó la señora Strickland—. Los responsables de los baldes vendrán enseguida, excúseme.
Y efectivamente, mientras Carlos y Enrique miraban interesados, de todas direcciones llegaron niños que se alinearon ante el despacho de la señora Strickland. Ésta compareció con un racimo de cubos de plástico que distribuyó entre los niños, quienes los tomaron y los colocaron estratégicamente debajo de las goteras del pasillo. Otros cubos fueron a parar a las aulas. A Carlos le impresionó la serena eficiencia de la operación, y así se lo manifestó a la señora Strickland.
—Oh, tienen mucha práctica —dijo ella, rechazando el elogio—. Hace cinco años que esperamos que reparen el tejado.
—Oh, Dios —exclamó ahogadamente Carlos—. Eso, ¿han intentado recaudar fondos?
—Sí —dijo la señora Strickland amargamente—. Recaudamos fondos suficientes para comprar tres docenas de baldes de plástico.
Enrique anunció en un penetrante susurro: —Papá, tengo pipí.
—¿Dónde, eso, le lleva uno? —preguntó Carlos a la señora Strickland.
—Allí, al otro lado. —La señora Strickland señaló el patio de juegos, donde la lluvia estaba llenando rápidamente los baches—. Necesitará esto.
Buscó detrás de la puerta del despacho y entregó a Enrique un paraguas, decorado con la insulsa cara sonriente de Postman Pat.
—¿No hay lavabos dentro? —inquirió Carlos, atónito.
—No —respondió la señora Strickland.
Contemplaron a Enrique forcejeando para abrir el paraguas antes de precipitarse a través de la lluvia hacia la siniestra construcción que albergaba los lavabos. Carlos se había ofrecido a acompañar a su hijo, pero Enrique gritó:
—¡No me avergüences, papá!
Carlos entró en el despacho de la directora y llenó un impreso que inscribía a Enrique como alumno de la Marigold Road Junior. Le complació que la señora Strickland le informase de que Enrique tenía derecho a las comidas escolares gratuitas. Cuando Enrique hubo devuelto el paraguas goteante a la señora Strickland y ella lo hubo depositado en el paragüero de su despacho, la directora los guió hasta la clase de Enrique.
—Tu profesor es el señor Newman —dijo.
Llegaron al aula del señor Newman, y la señora Strickland llamó a la puerta y entró. Nadie los vio ni los oyó entrar. Los niños de la clase se reían estrepitosamente del señor Newman, que en aquel momento estaba ejecutando una fidelísima imitación de la directora. Incluso Carlos, cuya relación con la señora Strickland había sido breve, pudo comprobar que el señor Newman era un excelente mimo. Había captado a la perfección la mandíbula prominente, los tonos bruscos y la posición encorvada. Sólo cuando los niños callaron se volvió el señor Newman y descubrió a sus visitantes.
—¡Ah! —dijo a la señora Strickland—. Me ha sorprendido en mi interpretación de Quasimodo: esta mañana damos literatura francesa.
—¡Literatura francesa! —replicó bruscamente ella—. Estos niños no saben ni lo que es la literatura inglesa.
—Eso es porque no tenemos libros —dijo el señor Newman—. He de recurrir a fotocopiar los míos, y encima a mis expensas. —Se inclinó para estrechar la mano de Enrique y añadió—: Yo soy el señor Newman, tu nuevo profesor, y tú eres Enrique, ¿no? Charmaine, cuida de Enrique por hoy, ¿quieres?
Una niña gordita que vestía unas llamativas bermudas y una camiseta de Terminator II avanzó hasta la parte delantera del aula y tiró de Enrique para apartarle de su padre y conducirle después a una silla desocupada contigua a la suya.
—¡El niño tiene comida escolar gratis! —anunció la señora Strickland en voz alta.
El señor Newman dijo apaciblemente:
—Todos tienen aquí comida escolar gratis; está entre amigos.
Carlos hizo con la mano un saludo de despedida a Enrique y salió con la señora Strickland. Mientras ambos avanzaban por el pasillo sorteando los baldes, Carlos dijo:
—De modo que están ustedes faltos de libros, o sea, según parece.
—Y de papel y lápices y cola y pinturas y equipo de gimnasia y cubiertos para el comedor y personal. —Unos pasos más adelante añadió—: Nuestros padres colaboran mucho, nos prestan un gran apoyo, pero no tienen un penique. El número de billetes de lotería y de ropas, o zapatos de saldo que pueden adquirir es muy limitado. Éstos no son los célebres suburbios frondosos, señor Teck.
Carlos asintió: apenas se veía hojarasca en los suelos de Flowert Estate; ni siquiera en otoño, supuso.
MAYO
23

Guisantes en su vaina

Era la fiesta de las Reinas de Mayo. Carlos le gritó a Diana:
—¡Cierra los ojos, querida! ¡Tengo una sorpresa!
Diana, que todavía no había abierto los ojos (eran sólo las seis y media de la mañana, por el amor de Dios), dio media vuelta en el lecho para quedar de cara a la puerta. Carlos salió del cuarto de baño y se le acercó.
—Abre los ojos.
Ella abrió primero un ojo, luego el otro. Él tenía el mismo aspecto de siempre, quizás el cabello más liso y brillante que de costumbre... Carlos, inmediatamente, le volvió la espalda, y a Diana la consternación le cortó el aliento. Su marido llevaba una cola de caballo, muy pequeña todavía, pero incluso así... Una banda de tela de toalla, de un rojo brillante, le recogía el pelo en el cogote. Sus orejas sobresalían más prominentes que nunca.
—Estás fabu, querido.
—¿De veras?
—Sí, fabu.
Una súbita arruga de preocupación apareció en la frente de Carlos.
—¿Crees que a mamá le gustará?
—No lo sé. A tu papi no.
—¿Pero a ti sí?
—Estás fabuloso.
—Las remolachas han brotado y tenemos a nuestro primer mirlo incubando sus huevos.
—Fabuloso.


Diana se iba ya acostumbrando a aquellos informes hortícolas matutinos. Él se levantaba cada mañana a las seis para recorrer el jardín, entre tropezón y tropezón de sus botas impermeables. Ella había procurado demostrar interés, pero... La aterrorizaba la eventual proximidad del otoño, cuando, al parecer, él esperaba que ella se dedicase a la elaboración de conservas y encurtidos. Ya le había pedido que comenzase a recolectar tarros vacíos, anticipando un aluvión de productos cultivados en casa.
Diana abandonó la cama y cogió su bata de seda.
—¡Soy tan feliz! —exclamó él—. ¿Y tú?
—Fabulosamente —mintió ella.
—Quiero decir que esto demuestra que el jardín es ecológicamente sano. Los mirlos no...
Oyeron, a través de la pared medianera que Sombra lloraba, y a continuación les llegó el crujir de muelles cuando su madre se levantó para darle su biberón de té. Antes de pasar al cuarto de baño, Diana dijo:
—Carlos, necesito ir a la peluquería. ¿Puedes darme algún dinero?
—Pero —objetó él— yo tenía pensado comprar un saco de harina de huesos esta semana...
A través de la pared, Sharon gritó:
—Yo te cortaré el pelo, Di. Fui aprendiza en una peluquería. Ven hacia las diez.
—La calidad del aislamiento en estas casas es asombrosa. Es, bien, inexistente.
A través de la otra pared, Diana y Carlos oyeron a Wilf Toby decirle a su mujer:
—Espero que Diana no se deje el pelo demasiao corto.
También oyeron el choque de la cabecera de la cama de los Toby contra la pared cuando Violet se revolvió y dijo:
—Oh, basta de cháchara.
Luego ambos descendieron a la planta baja para registrar la alacena en busca de algo con que desayunar. Como el resto de su familia en Hell Close, navegaban financieramente ceñidos al viento. Estaban, por descontado, peligrosamente cerca de embarrancar en los crueles escollos de la prestación estatal. Carlos había cumplimentado dos juegos de impresos de solicitud. Ambos le fueron devueltos acompañados de una carta que explicaba que habían sido «incorrectamente cumplimentados».
Cuando fue devuelto el segundo juego de impresos, Diana dijo:
—Pues yo creía que tú eras bueno en sumas, gramáticas y esas cosas.
Carlos había arrojado la carta a través de la cocina y vociferado:
—¡Pero si ni siquiera están escritos en condenado inglés! ¿No lo sabes? Están escritos en ese farragoso lenguaje administrativo, y las sumas son imposibles.
Se sentó en la mesa de la cocina para intentarlo una vez más, pero los cálculos le sobrepasaban. Lo que sacó en claro era que no podían solicitar el subsidio de vivienda hasta que se conocieran sus ingresos de mantenimiento; y que no podían solicitar los ingresos de mantenimiento hasta que se hubiera estimado el subsidio de vivienda. Y luego estaba el crédito familiar, del que todavía habían de beneficiarse, pero que parecía estar incluido en la suma total. Carlos se acordó de Alicia en el País de las Maravillas cuando se esforzaba en encontrar el sentido de todo aquello. Como ella, él se encontraba a la deriva en un paisaje surrealista. Recibía cartas pidiéndole que telefoneara, pero cuando lo hacía no contestaba nadie. Escribía cartas pero no recibía respuestas. No había otra cosa que pudiera hacer sino remitir el tercer juego de formularios y esperar a que el Estado le entregase las prestaciones que había prometido. Mientras tanto, vivían precariamente. Cambalacheaban y pedían prestado y debían cincuenta y tres libras y ochenta y un peniques a Victor Berryman, dueño del Food-U-R y filántropo.
El lechero llamó a la puerta para reclamar su dinero. Diana miró a su alrededor en la cocina y arrebató un juego de hueveras Wedgewood de un estante. Carlos la siguió enarbolando una cuchara de plata.
—Pídele una docena de huevos —dijo, depositando la cuchara en la mano libre de su esposa.
Barry, el lechero, esperaba en el umbral de la puerta con los ojos fijos en su carromato de reparto. Cuando la puerta se abrió se le cayó el alma a los pies al ver que una vez más no le iban a pagar en efectivo.


Más tarde, aquel mismo día, Carlos estaba ocupado ligando unas con otras las cañas para sus judías cuando pasó Beverley Threadgold, que empujaba el alto y anticuado cochecillo de muelles en que transportaba a su sobrinita. Vestía una minifalda negra de polivinilo, zapatos blancos de tacón alto y una chaqueta-blusón roja. Tenía las piernas azuladas por el frío. A Carlos se le agitaron las entrañas; perdió el control de las cañas y éstas cayeron a tierra con alboroto.
—¿Necesita ayuda? —preguntó Beverley.
Carlos asintió, y ella entró en el jardín y le ayudó a reunir de nuevo las cañas. Cuando Carlos las tuvo colocadas en forma de tienda de pieles rojas, Beverley las sostuvo por la parte alta hasta que él las aseguró con cordel verde. «Huele a perfume barato y cigarrillos», pensó Carlos. Debería encontrarla repugnante. Se exprimió los sesos en busca de algo que decir, cualquier cosa serviría. Lo que importaba era demorar el momento de separarse.
—¿Cuándo hemos de volver al tribunal? —preguntó, aunque sabía perfectamente cuándo iba a ser.
—La semana que viene —dijo Beverley—. Tengo mucho miedo.
Él observó que le faltaban cuatro muelas. Ansiaba besarla en la boca. Salió el sol y sus rayos hicieron chispear las maltrechas puntas de sus cabellos; él habría querido acariciárselos. Ella encendió un cigarrillo y él, antitabaquista vociferante, deseó inhalar su aliento. Era una locura, pero sospechaba que se había enamorado de Beverley Threadgold. O aquello, o estaba contaminado de un virus que le afectaba el cerebro (o por lo menos el juicio). Ella no sólo era una plebeya, sino una plebeya vulgar. No obstante, cuando empezó a alejarse de su lado Carlos ensayó otra táctica dilatoria.
—¡Qué aspecto tan absolutamente espléndido tiene ese bebé! —exclamó.
La pequeña Leslie, sin embargo, no era a decir verdad una niña bonita. Estaba acostada boca arriba y chupaba con enfado un monigote de tamaño considerable, color de rosa, mientras que los ojos azul pálido con que parecía mirar al cielo de Hell Close eran como viejos, como los ojos de una persona vieja y desengañada de la vida. De ella emanaba un olor rancio. Sus ropitas no estaban del todo limpias. Beverley ajustó en torno a los hombros de Leslie una manta de un rosa fluorescente y retiró el pie del freno del cochecillo.
Carlos graznó:
—No ha tardado mucho en ir a juicio, ¿verdad? Nuestro caso.
«Nuestro»: ¡qué preciosa palabra, cuando significaba algo compartido con Beverley Threadgold!
—Es por usté —dijo Beverley—. Quieren quitarle de en medio, ¿no?
—¿Eso quieren? —preguntó Carlos.
—Sí, meterle en la trena, donde no pueda perjudicarles.
—Oh, pero yo no iré a prisión.
Carlos reía de lo absurdo de la idea. A fin de cuentas, él era inocente. Y aquello seguía siendo Gran Bretaña, no una república bananera cualquiera, anárquica y tiranizada por un déspota que usaba gafas de sol.
—No quieren que ande usté por ahí tratando de volver a sentar a su mamá en el trono.
—Pues eso es lo último que yo haría —protestó Carlos—. Nunca había sido tan feliz. En este momento, Beverley, soy delirantemente feliz.
Beverley apuró enérgicamente el último milímetro de su cigarrillo y después arrojó el filtro, que ya había empezado a quemarse, a una zanja, donde se unió a muchos otros. Contempló los pantalones de franela gris y la chaqueta de Carlos y dijo:
—Warren Deacon vende ropas de trabajo a diez libras el juego, a usté le vendrían bien pal jardín. Tié de tó.
Carlos sorbía cada palabra. Si Beverley se lo aconsejaba, él encontraría a Warren Deacon, le cazaría y le exigiría ropas de trabajo, comoquiera que fuesen. El bebé rompió a llorar y Beverley dijo:
—Ta-ra-ra, vamos.
Se alejó con la niña en dirección a la calle, no sin que Carlos se fijase en las venillas azules que tenía en la parte de atrás de las rodillas: habría deseado lamerlas. ¡Estaba enamorado de Beverley Threadgold! Sentía impulsos de llorar y cantar, de gritar y reír. La observó cuando atravesaba la barrera, la vio escupir con desdeñosa precisión a los pies del inspector jefe Holyland. ¡Qué mujer!
Diana golpeó con los nudillos el vidrio de la ventana y simuló con gestos que bebía de una taza inexistente. Carlos pretendió no entender el significado, obligándola a acudir a la puerta, asomarse y preguntar:
—¿Té, querido?
Carlos dijo con irritación:
—No, estoy harto del condenado té. Ya me sale por los poros.
Diana no dijo nada, pero sus labios temblaron y sus ojos se humedecieron. ¿Por qué era él tan desagradable con ella? Ella había hecho todo lo que pudo para que aquella horripilante casita fuera un hogar confortable. Aprendió a cocinar su nauseabunda comida macrobiótica. Se ocupaba de los chicos. Estaba incluso dispuesta a aceptar su grotesca cola, no de caballo sino de cerdo. No tenía una sola distracción. Jamás salía. No podía pagarse unas pilas nuevas para la radio y, en consecuencia, no tenía ni idea de qué discos estaban ahora en las listas. No había absolutamente nada con lo cual vestirse. Sharon le había destrozado el cabello. Necesitaba una manicura y una pedicura profesionales. Si se descuidaba acabaría pareciendo una especie de Beverley Threadgold, y entonces sí que Carlos huiría de ella.
—¿Construyes tiendas indias para los chicos? —preguntó, saliendo al jardín y tocando las cañas presuntamente dispuestas para las judías.
Carlos le lanzó una mirada tan cargada de hastiado desprecio que ella regresó al interior. Había limpiado toda la casa, había lavado, había planchado; los chicos se habían marchado a alguna parte, no quedaba nada por hacer. Lo único que ella tenía en perspectiva era el proceso judicial de Carlos. Fue al piso de arriba e inspeccionó su guardarropa. ¿Qué se pondría? Seleccionó las ropas y reservó bolso y zapatos, e inmediatamente se sintió reconfortada. Cuando era pequeña adoraba jugar a emperifollarse, incluso a disfrazarse. Cerró la puerta del guardarropa y tomó nota mentalmente de guardar su solemne vestido negro para el último día del juicio: a fin de cuentas, Carlos podría ir a la cárcel.
Diana volvió a abrir la puerta del guardarropa. ¿Qué se pondría para las visitas a la prisión?
24

Mecánicos

Spiggy estaba tendido en el suelo, en medio de un charco de agua, en casa de Ana y a medianoche. Ana manejaba la fregona a su alrededor, vestida con jeans y una camisa de leñador y calzada con botas altas impermeables, de color verde. Su espesa cabellera rubia había escapado del broche de carey y le caía en cascada por la espalda. Ambos estaban mojados y sumamente desaliñados.
Ana había puesto en marcha la lavadora, se había marchado a visitar a su abuela y, al regresar, había encontrado las baldosas de la cocina flotando en casi medio palmo de agua. Había pedido socorro a Spiggy.
—¿Qué he hecho mal? —preguntó Ana.
—Se ha soltao el tubo —dijo Spiggy, esforzándose en pronunciar de forma comprensible para una persona como la ex princesa—. Eso ha sío tó, ¡pero usté lo ha hecho bien! Pocas mujeres sabrían conectar una lavadora.
—Gracias —dijo Ana, halagada por el cumplido—. Tengo que procurarme mi propio juego de herramientas —añadió.
—¿No tié uno su marío? —preguntó Spiggy.
—Me separé de mi marido hace dos años —declaró ella.
—¿Ah, sí? —se sorprendió Spiggy.
Ana se quedó atónita: seguro que toda persona en el mundo de habla inglesa conocía sus asuntos, ¿no? Escurrió la fregona en un cubo galvanizado e inquirió:
—¿No lee usted los periódicos, Spiggy?
—Cómo voy a hacerlo —dijo Spiggy—. No sé leé.
—¿Y no ve la televisión, no escucha la radio?
—No. Me dan dolor de cabeza.
¡Qué alentador era hablar con alguien que no tenía sobre ella ideas preconcebidas! Spiggy apretó la conexión del tubo y luego, entre los dos, atornillaron en su sitio la plancha trasera de la lavadora y empujaron ésta hasta colocarla debajo del tablero de formica.
—Ya está —dijo Spiggy—. ¿Qué má necesita que le arregle?
—Nada, gracias —respondió Ana—. Además, es muy tarde.
Spiggy no captó la indirecta. Se sentó ante la mesita de la cocina.
—Yo me separé de mi esposa —dijo, súbitamente compadecido de sí mismo—. ¿Quizá podríamos tomá una copa cualquier noche y echá unas partidas de billar?
Spiggy apoyó un brazo sobre el hombro de Ana, pero no fue un gesto con implicaciones sexuales. Era el gesto de compañerismo entre dos mecánicos de lavadoras separados de sus respectivos cónyuges. Ana consideró su proposición y Spiggy se imaginó haciendo su entrada en el Club de Trabajadores con la princesa Ana asida de su brazo. Aquello enseñaría a sus compinches a mofarse de su tamaño y de sus formas. Los hombres bajitos y obesos gustaban a un montón de mujeres. Bastaba con mirar a Bob Hoskins: a él le había ido la mar de bien.
Ana se escabulló del brazo delfinesco de Spiggy y volvió a llenarle el vaso de Carlsberg. Se miró rápidamente a sí misma en el espejo. ¿Y si se cortase el cabello? Hacía años y años que lo llevaba igual. ¿No era el momento adecuado para un cambio? Especialmente ahora, cuando estaba en el fondo del pozo: una madre separada y solitaria que vivía en una casa de promoción municipal y era cortejada a medianoche por un hombrecito gordo.
—Sí, ¿por qué no, Spiggy? —dijo, sorprendiéndose a sí misma—. Me buscaré una canguro.
Spiggy a duras penas podía creer en su suerte. Compraría un rollo para su cámara y pediría a uno de sus compinches que los fotografiase a la princesa Ana y a él entrechocando sus vasos en un alegre brindis. Haría enmarcar la foto y regalaría una copia a su madre. Ella se sentiría, al fin, orgullosa de él. Spiggy se compraría una camisa nueva; por alguna parte tenía una corbata. No cometería el error que con la mayoría de mujeres había cometido: abalanzarse sobre los tirantes de sus sujetadores en la primera cita, poner en el coche su casete de chistes verdes. Se comportaría correctamente con ella. Era una dama.
De mala gana se puso en pie. Se arregló el mono por la parte de los genitales. Había comprado una furgoneta. Estaba allí fuera, junto al bordillo. En su flanco, un rotulista aficionado había escrito: «L. A. SPIGGY - ISTALACIÓN ALFOMBRAS Y MOQUETAS - ALTA CALIDAD». El anterior propietario del vehículo había sido la British Telecom, según constaba en el permiso de circulación. Éste era el único documento legal que Spiggy poseía: no tenía carné de conducir, ni seguro ni comprobantes de Hacienda. Prefería tentar la suerte y, por otra parte, ¿de dónde iba a sacar el dinero? Es decir, ¿después de haber apoquinado por la furgoneta? La legalidad era cara, y no lo era menos la gasolina.
—Bien, ya me marcho —dijo Spiggy—. Hay que dormí pa está guapo.
A las mujeres les gustaba que uno las hiciera reír, según había oído. Ana le acompañó a la puerta y le estrechó la mano en el umbral. Para hacerlo tuvo que inclinarse un poco. Pero Spiggy se sentía como si midiera tres metros cuando cerró resueltamente la portezuela de su furgoneta amarilla y salió a toda marcha de Hell Close perseguido por los estampidos de su tubo de escape. Ana se preguntó si debería haberle advertido que en la palabra «instalación» faltaba una ene.
El estrépito producido por la furgoneta de Spiggy despertó al príncipe Felipe, que empezó a lloriquear inmediatamente. La Reina le acunó entre sus brazos. Por la mañana, sin falta, avisaría al médico.
25

Una vida de sacrificio

El domingo por la mañana, la doctora Potter, una joven australiana con problemas para atender a su hijito, tomó entre las suyas la mano de Felipe.
—¿Se siente abatido, señor Mountbatten? ¿Un poco bajo, digamos?
La Reina rondaba nerviosamente por los pies de la cama. Deseaba que Felipe no se comportara con descortesía. Ya había sido el causante de demasiados incidentes embarazosos en el pasado.
—¡Por supuesto que me siento condenadamente bajo! —protestó Felipe, retirando las manos—. ¡Estoy acostado!
—Pero lleva acostado..., ¿cuánto tiempo?
La Reina respondió:
—Semanas.
La doctora echó una mirada a los títulos de los libros apilados en la mesilla de cabecera: Habla el príncipe Felipe, El ingenio del príncipe Felipe, Nuevos dichos del príncipe Felipe, Conducción de coches de competición.
—No sabía que usted escribiera libros, señor Mountbatten —dijo.
—Hacía montones de cosas antes de que ese condenado Barker arruinase mi vida —replicó él.
La doctora Potter examinó los ojos de Felipe, su garganta, su lengua y las uñas de sus dedos. Auscultó sus pulmones y los latidos de su corazón. Le hizo sentar al borde de la cama y probó sus reflejos dándole golpecitos en las rodillas con un pequeño y reluciente martillo. Le tomó la tensión arterial. La Reina mantuvo inmovilizado a su marido mientras la doctora le extraía sangre de una vena del interior del codo izquierdo. La doctora utilizó una gota de la sangre extraída para comprobar su nivel de azúcar.
—Normal —dijo, tirando a la papelera la tirita de la prueba.
—Entonces, ¿puedo preguntar si ha hecho ya su diagnóstico, doctora? —inquirió la Reina.
—Podría ser depresión clínica —dijo la doctora—. O que se monte un cuento para holgazanear. ¿Me permite verle las partes, señor Mountbatten? —preguntó, tratando de desabrocharle los pantalones del pijama.
—¡Quite de ahí las malditas manos! —vociferó el príncipe Felipe.
—¿Puedo hacerle unas preguntas, entonces? —dijo ella.
—Yo contestaré las preguntas que sean necesarias —intervino la Reina.
—Nanay, necesito saber cómo está de memoria. ¿Cuándo nació usted, Felipe? —preguntó festivamente la doctora.
—Nací el diez de junio de mil novecientos veintiuno en Mon Repos, Corfú —replicó mecánicamente él, como si se encontrara ante un consejo de guerra.
La doctora se echo a reír.
—¿Mon Repos? ¿Me toma el pelo? Ahí es donde vive Edna Everage, ¿no?
—No —dijo la Reina, con los labios tensos—. Tiene razón. Nació en una casa llamada Mon Repos.
—¿Nombre de su mamá, Felipe?
—Princesa Ana de Battenberg.
—Parece el nombre de una tarta, ¿verdad? ¿Y su papá?
—Príncipe Andrés de Grecia.
—¿Hermanos y hermanas?
—Hermanas, cuatro: Margarita, casada con Gottfried, príncipe de Hohenlohe-Langenburg, oficial del Ejército Alemán; Sofía, casada con el príncipe Cristóbal de Hesse; piloto de la Luftwaffe...
—Ya basta de hermanas, querido —cortó la Reina.
Demasiados esqueletos salían bailando del armario: suficientes para nutrir todo el elenco de un musical de Busby Berkeley.
—Bien, parece mentalmente sano —dictaminó la doctora, garabateando en su cuaderno de recetas—. Pruebe a darle este tranquilizante, ¿eh? Ya volveré, necesitaré una muestra de orina. Ahora no puedo entretenerme, tengo una lista más larga que la cola de un canguro.
Cuando la Reina y la doctora llegaron al pie de la escalera, la segunda dijo todavía:
—Ocúpese de que se lave de vez en cuando, ¿querrá usted? Apesta más que la madriguera de un dingo enfermo.
La Reina aseguró que haría lo que pudiese, aunque la última vez que lo intentó, él había arrojado la esponja mojada al otro extremo del cuarto. La doctora dejó oír de nuevo su risa.
—Es curioso cómo cambian las cosas. Yo competí por el Premio Duque de Edimburgo, ¿sabe? Conseguí el oro. La última vez que vi a su marido fue en Adelaida. Llevaba un uniforme elegantísimo y media tonelada de maquillaje en la cara.
La doctora Potter cruzó apresuradamente la calle. Tenía que hacer todavía otra visita en Hell Close. La pobreza era cruel con el cuerpo humano.
26

La función debe continuar

Harris estaba de luto. Su líder, Rey, había muerto bajo las ruedas de un camión que se disponía a entregar un cargamento de pasta de sopa en la zona de servicio de la parte trasera del Food-U-R. Harris le había avisado con sus ladridos, pero demasiado tarde.
Victor Berryman había cubierto el cuerpo de Rey con una arpillera para depositarlo en una caja vacía de patatas fritas Walkers. A continuación había ido a casa de la dueña nominal de Rey, Mandy Carter, para comunicarle la noticia. Mandy, que rarísimas veces daba de comer a Rey y con frecuencia le negaba el cobijo de su hogar, sollozó ante el cadáver del perro. Harris la estuvo observando cínicamente. Pobre Rey, pensó, ni siquiera tenía collar. No tenía nada, ni tan solo un cuenco para el agua, que pudiese considerar suyo.
Mandy Carter, usando el teléfono de Victor Berryman, avisó al ayuntamiento y éste envió un furgón gris. Unos empleados metieron a Rey en un saco, arrojaron el saco a la trasera del furgón y se marcharon. La jauría corrió detrás del furgón unos centenares de metros, pero finalmente renunció a continuar y cada cual se marchó a su casa.
Harris caminó contoneándose de regreso a Hell Close y se arrastró debajo de la mesa del recibidor. Rehusó comer (un suculento rabo de buey), hecho que causó a la Reina cierta preocupación, aunque, según él observó, no iba a durarle mucho. Como de costumbre, ella estaba demasiado pendiente de Felipe para dedicar a su perro la atención que éste necesitaba.
Después de haber dormido un poco, Harris ladró para que le dejasen salir y corrió por los jardines traseros de Hell Close hasta que llegó a la porción de terreno que Carlos cultivaba. Harris esparció el montón de compuesto fertilizante en derredor y luego trotó arriba y abajo por los surcos que tan laboriosamente había sembrado Carlos el día anterior. Descansó un rato, a continuación se levantó de un salto y arrancó los jeans blancos de Diana de la cuerda de tender la ropa, persiguió a un petirrojo y por último escapó en busca de Kylie para someterla a su acoso sexual, dado que ella jugaba últimamente a hacerse la difícil. Si una cosa le había enseñado Rey era que uno había de ser duro y tenaz para sobrevivir en Hell Close. Y ahora que Rey estaba muerto, Harris se proponía ser el mandamás.
El Rey ha muerto, ¡viva el rey!, pensó Harris.


El lunes por la mañana, en el segundo reparto, llegó una carta por correo aéreo.

Entrada de artistas
Teatro Royal
Dunfermline Bay
Isla del Sur
Nueva Zelanda

Queridísima mamá:
No daba crédito a mis oídos cuando me enteré del resultado de las elecciones. ¿Es muy inmunda la vida en un barrio de propiedad municipal?
Dije a Craig, el director: «Tendré que volver a casa, mamá necesita ayuda». Pero Craig dijo: «Piénsalo bien, Eddy, ¿tú qué puedes hacer?».
Y lo pensé bien y, como de costumbre, Craig tenía razón. Sería una imperdonable falta de profesionalidad abandonar un espectáculo en mitad de una gira, ¿no es cierto?
¡Ovejas! funciona estupendamente. Nunca hay una butaca vacía. La obra es buena. ¡Y el elenco es tan brillante, mamá! Auténticos autores. Los disfraces de oveja son horriblemente calurosos para lucirlos, no digamos para cantar y bailar con ellos puestos, pero jamás he oído una palabra de queja de ninguno de los miembros de la compañía.
Nueva Zelanda resulta un poco aburrida y una pizca anticuada. Ayer vi una comitiva de boda saliendo de una iglesia y el novio llevaba chistera y corbata de plastrón. ¡Menudo folklore!
Craig ha estado algo deprimido, pero debo reconocer que nunca está en plena forma cuando llueve. Necesita sol en el cuerpo para sentirse en plenitud.
Ayer fue locamente divertido, a una de las primeras figuras, Jenny Love, se le cayó la máscara de oveja durante su escena más importante antes del final del primer acto, Aparta la lana de tus ojos. Se quedó cortada por completo, incapaz de balar una sola palabra. Bueno, Craig y yo creímos que el suelo se hundía bajo nuestros pies, pero resultó que el público no pareció ni enterarse de que Jenny había perdido la máscara. A decir verdad, Jenny tiene una cara de aspecto bastante ovino.
La semana próxima nos marchamos a Australia. Las reservas anticipadas de localidades son muy prometedoras. Me gustaría que pudieras ver ¡Ovejas!, mamá. Las canciones son adorables, y los bailes extraordinarios. Cierto que tuvimos algún problemita con la autora, Verity Lawson. Ella y Craig discreparon artísticamente en relación con la escena del matadero. Verity quería que por el fondo del escenario bajara una oveja muerta colgada de un garfio, y Craig prefería que el carnero (interpretado por Marcus Lavender) bailase una danza de la muerte. Al final ganó Craig, pero a costa de que Verity recurriese al Sindicato de Autores y nos pusiera las cosas, en general, desagradables. Bien, basta de esta cháchara teatral. Te mando una gorra de béisbol de ¡Ovejas!, y también un programa. Como verás donde pone «Director de gira», me he cambiado el nombre por el de Ed Windmount. Soy siempre el pacificador, ¿verdad? Recibe el cariño de Ed.

P.D. Me ha llegado una extraña carta de la abuela en la que me dice que me alegre mucho ¡porque ha sido conquistado el Everest!
27

La Reina y yo

La Reina se encontró en la calle con el adolescente memo cuando ella estaba a punto de abrir la cancela del jardín de Violet Toby. Él llevaba una gorra de béisbol con una «E» estampada en el escudo delantero. La Reina pensó que la «E» vendría de «Entusiasmo» o de «Entusiasta», o quizá de «Elton» el popular cantante. Preguntó por Leslie, la pequeña hermanastra del chico.
—Chilla toda la noche —dijo él, y la Reina observó que tenía profundas ojeras—. Es perversa.
La Reina pensó que era un poco severo calificar de «perverso» a un bebé.
—¿Eso no es de la niña? —preguntó.
Señalaba un gran monigote de goma que el chico llevaba colgado del cuello con una cinta.
—No, es mío —dijo él.
—¿Pero no eres ya muy mayor para esas cosas? —se sorprendió la Reina.
—No, es por negocios —explicó el adolescente memo, y sacó un lápiz nasal de entre los voluminosos pliegues de sus pantalones y se lo metió por los orificios de la nariz, y después, ante la creciente sorpresa de la Reina, se embadurnó con él la cara.
—¿Tienes sinusitis o algo así? —preguntó la Reina.
—No —dijo el chico—. Sólo me zumba.
Cuando ya se alejaba chupando su monigote, la Reina le advirtió:
—¡Llevas sueltos los cordones de los zapatos!
El adolescente memo respondió a gritos:
—¡No son zapatos, son bambas! ¡Y ya nadie se ata los cordones, si no es un retrasao!
La Reina llamó a la puerta de Violet y momentos después las dos mujeres caminaban hacia la parada del autobús, conversando sobre la última crisis producida en la familia de Violet. Era una historia triste, que englobaba falta de armonía conyugal, adulterio y huesos fracturados. Cuando subieron al autobús ambas refunfuñaron por el precio del billete.
—Sesenta sucios peniques —dijo Violet.
Media hora después estaban en el gran mercado cubierto, recogiendo del suelo de adoquines verduras y frutas y metiéndolas en sus respectivos bolsos de la compra.
—Buenas como lluvia de mayo en cuanto les demos un lavao —dijo Violet, examinando una peras de gran tamaño que sólo padecían unas ligeras rugosidades.
Las rodeaban los vociferantes vendedores del mercado, que a aquella hora ya desmontaban sus puestos. Junto a la acera, en el exterior, aguardaban con el motor en marcha costosos camiones de marcas extranjeras. Los guardias de tráfico merodeaban como felinos a la hora de comer. Los pobres rescataban de los desechos cuanto podían antes de que llegaran las brigadas municipales de limpieza. La Reina se inclinó para recoger unas manzanas que habían quedado atrapadas en la tapadera de un desagüe: tenían unas manchitas marrones, pero servirían para guisar. En mitad de su acción pensó: «¿Qué estoy haciendo? ¡Ni que estuviera en Calcuta!». Pero se quedó con las manzanas, a pesar de todo, y las guardó en su bolsa.
Cuando Violet y la Reina subieron de nuevo al autobús y tendieron cada una sus sesenta peniques al conductor, éste les dijo:
—Ahora son quince peniques, tarifa única, no importa el trayecto.
—¿Desde cuándo? —exclamó Violet, incrédula.
—Desde que el señor Barker lo anunció hace una hora —respondió el conductor.
—Bien por el señor Barker —dijo la Reina, mientras devolvía el inesperado regalo de cuarenta y cinco peniques a su bolso de mano.
El conductor quiso confirmar la transacción:
—¿Así que serán dos billetes de quince peniques?
—Sí —dijo Violet. Depositó treinta peniques en el pequeño cuenco negro de la máquina expendedora—. Dos billetes. La Reina y yo.
28

De parranda

El lunes, a última hora de la tarde, la Reina se encontraba en la sala de estar de Ana y conversaba con Spiggy a propósito de las posibilidades de reciclaje de la chatarra. Ana había subido al piso, a prepararse para su ida al Club de Trabajadores, y su madre había acudido para hacer de canguro. Spiggy vestía de gala: camisa blanca, nueva, corbata con un diseño de cabezas de caballo y pantalones negros de poliéster inarrugable, sostenidos por un ancho cinturón de cuero que tenía una cabeza de león por hebilla. A sus botas de cowboy les había hecho poner recientemente medias suelas y tacones. Antes de presentarse en la casa había obsequiado a Ana con una rosa de plástico envuelta en un cono de celofán. La rosa era visible ahora, desviada hacia la derecha, en un jarro de cristal de Lalique sobre la mesilla auxiliar de Ana.
Spiggy había dedicado a su aseo personal un volumen de trabajo enorme. Se había quitado la porquería de las uñas con el cortaplumas. Había comprado una pila nueva para su afeitadora. Había ido a casa de su madre para bañarse y lavar y acondicionar su largo cabello, que le llegaba hasta los hombros. Había entrado en una perfumería y comprado una botella de loción Young Turk para después del afeitado, con la que se roció pródigamente los sobacos y el pubis. Seleccionó cuidadosamente las joyas que se pondría, porque no quería parecer demasiado ostentoso. Se limitó a una gruesa cadena de oro en torno al cuello, su brazalete «nomeolvides» cromado en la muñeca izquierda y únicamente tres anillos: el de plata, grueso, con la calavera y las tibias; el sello de rubí y el soberano de oro.
Ana, cuidadosamente también, había elegido un vestido de línea trapecio que disimulaba la figura. No quería inducir a Spiggy a pensar que su amistad derivaría hacia el terreno de las relaciones sexuales. Spiggy no era su tipo: ella prefería hombres morenos, esbeltos y de aspecto delicado. La rampante masculinidad de Spiggy la intimidaba un poco. Ana necesitaba sentir que tenía siempre la situación bajo control.
La Reina los acompañó a la puerta y esperó a verlos subir a la furgoneta. Pensó que, si estuviera al corriente del ligue de su única hija, Felipe podía morirse. Conectó el televisor y se dispuso a mirar las noticias. Según la BBC, el país estaba a punto de experimentar un excitante rejuvenecimiento. Todo género de cosas cambiarían. El gas y la electricidad serían más baratos, los ríos estarían más limpios. Se cancelarían por inútiles grandes y carísimos proyectos. En las escuelas habría un máximo de veinte alumnos por clase. Habría más dinero para libros de texto, aumentarían la formación profesional y el número de médicos, se abrirían nuevas facultades de ingeniería. Las prestaciones de la Seguridad Social se doblarían. El retraso o el extravío de los giros mensuales pasarían al baúl de los recuerdos.
La Reina presenció con interés un extenso reportaje que mostraba a los obreros de la construcción en paro asediando las oficinas de empleo para lo que el corresponsal industrial de la BBC decía que iba a ser «el mayor programa de construcción y renovación de viviendas de propiedad pública que hasta entonces se había puesto en marcha en el país».
Las casas frías y húmedas pertenecerían al pasado. El corresponsal médico de la BBC confirmó que el ahorro generado por la disminución de las enfermedades consecuencia de la humedad (bronquitis, neumonía, algunos tipos de asma) significaría una fortuna en las cuentas del Servicio Nacional de la Salud. Luego las imágenes pasaron a la unidad exterior y se vio a Jack Barker ante la puerta del número 10 de Downing Street, agitando en el aire el documento que preveía todos aquellos cambios milagrosos. Un primer plano mostró que su título era «¡La Gran Bretaña del pueblo!». Un mosaico multiétnico de rostros que sonreían en éxtasis rodeaba el rótulo azul cobalto del panfleto.
Otro ángulo de cámara presentó las puertas del fondo de Downing Street. Enfocadas desde abajo, las puertas parecían empequeñecer a las multitudes apretujadas detrás. Jack se dirigió hacia un micrófono estratégicamente emplazado delante del número 10.
—Éste Gobierno cumple sus promesas —anunció—. Prometimos construir este año medio millón de viviendas nuevas, ¡y ya hemos dado empleo a cien mil obreros de la construcción! ¡Salidos del paro por primera vez en años!
El gentío aulló y silbó y pataleó.
—Prometimos bajar el precio de los transportes públicos y lo hemos hecho.
De nuevo la muchedumbre enloqueció. Muchas de aquellas personas se habían desplazado en tren, metro o autobús, dejando el coche en casa.
Jack continuó:
—Prometimos abolir la monarquía y lo hemos hecho. ¡El Palacio de Buckingham ha sido limpiado de parásitos!
Unos planos insertados mostraron al público detrás de la barrera, ovacionando con más fuerza que nunca. Sombreros y gorras de toda índole eran literalmente lanzados al aire.
La Reina se agitó, incómoda, en su asiento, turbada por el entusiasmo que manifestaban sus antiguos súbditos por aquella hazaña en particular.
Cuando las ovaciones se apagaron, Jack prosiguió con fervor:
—Os prometimos una forma de gobernar más abierta y os daremos un Gobierno más abierto. Así que vamos todos ahora, unidos, a derribar la barrera que separa al Gobierno de su pueblo. ¡Abajo las barreras!
Jack dejó entonces el micrófono y en la creciente oscuridad avanzó a zancadas a lo largo de Downing Street hacia la multitud. «¡Jerusalén!» proclamaron estruendosamente unos altavoces previamente instalados, y un equipo de hombres y mujeres salió de un camión aparcado, vestidos todos con monos a prueba de fuego y capuchas de soldador. El gentío se echó atrás mientras hombres y mujeres encendían sus sopletes de oxiacetileno y procedían a cortar con las llamas los barrotes metálicos de las puertas. Se hizo entrega a Jack de una capucha y un soplete, y él mismo comenzó a operar en su propia sección. La emisión continuó, pese a que la noche ya había caído y la llama azul de los sopletes proporcionaba a Downing Street su única iluminación.
La Reina presenció el largo noticiario con creciente excitación. Admiró también el sentido dramático de Jack y su evidente aptitud para las relaciones públicas. ¡Si ella hubiera tenido posibilidad de beneficiarse de los recursos de alguien como Jack Barker en la oficina de prensa del Palacio de Buckingham!
Cuando las puertas fueron abatidas en una espectacular y bien sincronizada acción, la multitud las pisoteó e irrumpió en Downing Street arrebatando a Jack y llevándoselo consigo para circundar la puerta de entrada al número 10. En el cielo estallaron cohetes y bengalas, y los rostros que se volvieron hacia lo alto estaban transfigurados por la dicha y la esperanza.
Como los componentes de aquella multitud, y como las personas que presenciaban el acontecimiento desde sus hogares, la Reina deseó fervientemente que los planes de Jack para Gran Bretaña, que sonaban como muy costosos, llegaran algún día a dar fruto. En la pared de su dormitorio había una mancha de humedad que cada día aumentaba de tamaño; su giro postal nunca llegaba el día previsto, ¿y acaso era admisible que en la clase de Guillermo se amontonaran treinta y nueve alumnos y nunca hubiera libros suficientes para todos?
El debate que en los estudios de la BBC siguió al noticiario se centró en los años del Gobierno Thatcher. Verlo le resultó a la Reina tan deprimente que cambió de canal y contempló a John Wayne defendiendo al débil contra el poderoso en el Oeste de Estados Unidos. Se preguntó si no sería conveniente que se asomase a casa de los Christmas, al lado, donde Zara y Pedro se divertían con el último videojuego Sega, Tormenta del Desierto, pero decidió dejarlos en paz. Las películas de cowboys le gustaba verlas sola, sin interferencias.


Cuando Pedro y Zara regresaron, encontraron a su abuela dormida en la butaca. Desconectaron el televisor, cerraron silenciosamente la puerta del cuarto de estar y se fueron a la cama.
29

Barras y estrellas

El inspector jefe Holyland estaba de servicio cuando la televisión norteamericana se presentó en la barrera de Hell Close. El equipo se componía de una operadora llamada Randy Fox, personaje de cabello rapado y sexo indefinido, que calzaba bambas Nike, vestía jeans, camiseta blanca y cazadora de cuero negro, y que no usaba maquillaje, pero cuyos pechos eran perceptibles. La presentadora era una excitable joven vestida de rosa llamada Mary Jane Wokulski, cuyo cabello dorado ondeaba al viento como un gallardete. El técnico de sonido, Bruno O'Flynn, sostenía en alto el micrófono, por encima de la cabeza del inspector jefe. Era un hombre que detestaba Inglaterra y no comprendía cómo nadie había podido quedarse allí. Por el amor de Dios, fijaos en el lugar y en las personas. Todas parecen enfermos terminales.
El director se adelantó. La política de la empresa establecía que, cuando trabajase en Inglaterra, debía vestir traje y corbata. Aquello abría muchas puertas, le dijeron.
Fue él quien habló con el inspector:
—Hola, somos de la NTV y nos gustaría entrevistar a la Reina de Inglaterra. Según tengo entendido debemos primero acreditarnos aquí. Me llamo Tom Dix.
Holyland echó un vistazo a la tarjeta de identificación que Dix llevaba ostensiblemente prendida en su chaqueta azul marino de raya fina.
—En Hellebore Close no vive nadie con el título de Reina de Inglaterra.
—Hala, vamos, tío —dijo Tom, sonriendo—. Sabemos que está aquí.
Mary Jane se preparaba para la cámara, perfilando sus labios con un lápiz negro y cepillando cabellos dorados de sus chocantes hombros rosa. Randy refunfuñó a propósito de la luz y sostuvo la cámara apuntalada contra el costado del cuello.
Respaldado por la certeza de que tenía el apoyo de un flamante decreto del Parlamento y de un autobús lleno de agentes de policía aparcado en la esquina de la avenida Larkspur, el inspector jefe Holyland continuó:
—De acuerdo con el Decreto sobre Ex Personas Reales, sección novena, apartado quinto, fotografiar, entrevistar y filmar con el propósito de reproducir dichas prácticas en los medios de comunicación impresos o audiovisuales está prohibido.
Randy rezongó:
—El tipo habla como si se hubiera metido un bocata de salchicha por el culo.
Tom amplió su sonrisa dedicada a Holyland.
—Okey, hoy no habrá entrevista, ¿pero qué diría de filmar el exterior de su casa?
—Que está más allá de mis atribuciones —dijo Holyland—. Y ahora, si no les importa, están ustedes provocando una obstrucción.
Wilf Toby trataba en aquel momento de atravesar la barrera. Regresaba de un fútil intento de vender una batería de coche robada. Transportaba la batería en el armazón de una sillita de ruedas infantil. Wilf se doblaba sobre el manillar, lo que le daba el aspecto de una niñera monstruosa. No había dormido bien, había soñado con la Reina. Sueños inquietantes, eróticos. Se había despertado varias veces, avergonzado de sí mismo. Habría preferido soñar con Diana, pero por alguna razón era siempre la Reina quien en el país de los sueños compartía su cama.
Mary Jane se acercó a Wilf.
—¿Puedo preguntarle su nombre, señor? —dijo efusivamente.
—Wilf Toby.
—Wilf, ¿qué se siente teniendo por vecinos a la realeza?
—Bueno, ya sabe, es como, bueno, esas personas son...
—¿Exactamente como usted y yo? —sugirió Mary Jane.
—Bueno, yo no diría precisamente como usté y yo —replicó Wilf.
—¿Personas corrientes? —propuso Mary Jane.
Pero Wilf se había quedado con la boca abierta, mirando al objetivo de la cámara. Le estaban ocurriendo dos cosas asombrosas: hablaba con una bella muchacha norteamericana, que parecía absorber sus palabras, y le filmaban mientras lo hacía. Deseó haberse afeitado y llevar puestos sus mejores pantalones.
Mary Jane frunció ligeramente el entrecejo, para mostrar a los telespectadores de su país que se disponía a abordar cierto número de graves cuestiones políticas.
—¿Es usted socialista, Wilf? —inquirió. ¿Socialista? Wilf se alarmó. Aquella palabra le sonaba como relacionada con cosas que él no comprendía o no había experimentado. Cosas como vegetarianismo, alta traición y derechos de la mujer.
—No, no, yo no soy socialista —dijo—. Voto laborista, lo normal.
—¿Así que no es un revolucionario? —insistió Mary Jane.
¿Qué cuerno preguntaba ahora?, pensó Wilf. Rompió a sudar. Los revolucionarios ponían bombas en los aviones de pasajeros, ¿no?
—No, no soy un revolucionario —protestó—. Nunca he estao en un aeropuerto, y de subir a un avión, no digamos.
Tom Dix gimió y con las manos se tapó la cara.
—Pero lo que sí es, es un republicano, ¿verdad que sí, Wilf? —dijo triunfalmente Mary Jane.
—¿Un publicano? —Wilf la miraba perplejo—. No, no, yo de pubs nada. Estoy parao.
Bruno disimuló una risita y desconectó la grabación de sonido.
—El tipo tiene menos sesos que un jodido molusco. ¿Queréis seguir?
Tom Dix asintió.
Mary Jane forzó una nueva sonrisa.
—Wilf, ¿cómo reacciona ante su nueva vida la Reina?
Wilf se aclaró la garganta. Un tropel de lugares comunes acudía a sus labios.
—Bueno, uno diría que vive en la luna, pero tampoco aseguraría que no vive en la luna, a ver si me entiende usté. Quizás esté en la luna, pero...
—¡Cortad! —gritó Tom Dix. Se encaró enfurecido con Mary Jane—. ¿Podemos volver a tierra, por favor? ¡Jesús!
Mary Jane dijo:
—Qué voy a hacerle si el tipo es un poco lento. La cosa está clara, Tom. No estoy hablando precisamente con León Tolstói.
Wilf titubeaba. ¿Debía marcharse o quedarse? Para su gran alivio observó que Violet caminaba resueltamente en dirección a la barrera. Renunció con agradecimiento a su papel de entrevistado y empujó su batería hacia casa. Tenía plena confianza en su esposa.
A una seña del inspector Holyland, el autobús lleno de policías avanzó lentamente desde la esquina hacia la barrera. Los agentes, a bordo, se apresuraron a devorar las patatas fritas y engullir la Coca-Cola que les habían suministrado apenas unos minutos antes. Miraban anhelantes por las ventanillas, prestos a entrar en acción. Lo que vieron fue a Mary Jane tratando de entrevistar a Violet Toby, al inspector Holyland tratando de separar a las dos mujeres y a un frustrado equipo de la televisión luchando por grabar la entrevista.
El superintendente que los mandaba ordenó que se pusieran los cascos y «se apearan del vehículo de forma disciplinada». Así lo hicieron. En un instante los norteamericanos y Violet Toby se encontraron rodeados de un círculo azul de corteses policías ingleses. El inspector Holyland sacó a Violet y le dijo que se marchara a casa. A continuación los norteamericanos fueron escoltados hasta sus coches y advertidos de que la próxima vez que violaran el «código de zona excluida» serían arrestados.
Tom Dix protestó:
—Eh, tuve mejor acogida en Moscú. Boris Yeltsin y yo despachamos juntos una botella de Jim Beam.
—Debió ser muy grato para usted, señor, estoy seguro —dijo el inspector Holyland—. Ahora, si tuviera usted la amabilidad de subir a su vehículo y abandonar la zona de Flowers Estate...
Cuando su Range Rover se alejaba de la barrera, Randy gritó:
—¡So madres!
Dejó a todo un pelotón de policías rascándose la cabeza. ¿Madres? ¿Qué clase de insulto era aquél?
La Reina miraba desde la ventana del piso. Bien, los ruidosos norteamericanos se habían marchado. Quizás ahora podría salir a hacer sus compras.
30

Confidencias

Trish McPherson traspuso la barrera conduciendo su pequeño pero llamativo Citroën y entró en Hell Close. Tenía que visitar a tres clientes. Necesitaría darse prisa, porque a primera hora de la tarde había un caso que debatir en los Servicios Sociales: los Threadgold reclamaban que Lisa Marie y Vernon les fueran devueltos. Habían oído que ambos niños se habían fracturado varios huesos desde que fueron entregados a la custodia del bondadoso matrimonio Duncan.
Trish temía las reuniones con los Threadgold. Había siempre lágrimas y dramáticas protestas de inocencia por parte de Beverley y Tony. Trish quería creer que ellos nunca habían hecho el menor daño a sus hijos, pero difícilmente lo admitirían, ¿verdad? Y Tony tenía antecedentes criminales por violencia, ¿no? Allí estaba, en su ficha: «Grave daño corporal a un ladrón nocturno de dieciséis años; agresión criminal al gorila de un club nocturno; uso de lenguaje injurioso contra un policía».
Y por otro lado estaba Beverley. Ella tenía un comportamiento pasmoso durante las reuniones: gritaba, chillaba, y en una ocasión había amenazado a Trish con el puño cerrado. Eran evidentemente dos personas inestables. No cabía duda de que los niños estarían mejor con los esposos Duncan, que tenían en el jardín un cuadrilátero de arena para jugar y una auténtica biblioteca de cuentos infantiles muy educativos.
Trish se detuvo frente a la casa de la Reina. Echó una manta de cuadros escoceses por encima de su abultado, portafolios, que llevaba en el asiento trasero. No le gustaba recordar a sus clientes que tenía otros clientes con quienes tratar, y un portafolios era un objeto demasiado oficial. Los intimidaba: ninguno de los habitantes de Hell Close se llevaba un portafolios al trabajo. De hecho, casi ninguno de los habitantes de Hell Close iba al trabajo. A Trish le agradaba dar la impresión, a cada cliente, de que casualmente pasaba por allí y se había parado a charlar un ratito.
La Reina presenció desde la ventana delantera cómo Trish quitaba el estéreo del tablero de instrumentos del Citroen y lo colocaba en su voluminoso talego (hecho, a juzgar por su aspecto, de una manta de camello usada, pensó la Reina, que en una visita a Jaipur había sido escoltada por doscientas de aquellas bestias malolientes). La Reina tuvo la esperanza de que Trish se encaminara a otra parte, pero no, allí estaba, en su puerta, menudo fastidio.
Cinco minutos después, la Reina y Trish se encontraban sentadas una a cada lado de la estufa de gas (apagada), sorbiendo té Earl Grey. Trish había aportado las bolsitas: olían vagamente a camello, había pensado la Reina mientras esperaba que el agua de la tetera hirviese.
—Bien, ¿cómo van las cosas? —preguntó Trish en un tono que invitaba a las confidencias.
—Las cosas van horriblemente mal, de hecho —dijo la Reina—. No tengo dinero; la compañía telefónica ha amenazado con desconectarme; mi madre cree que vive en mil novecientos cincuenta y tres; mi marido ha decidido dejarse morir de hambre; mi hija se ha ligado a mi instalador de alfombras; mi hijo comparece a juicio el jueves, y mi perro tiene pulgas y se ha convertido en un gamberro.
Trish tiró hacia arriba de sus calcetines y hacia abajo de sus pantalones. Era alérgica a las picaduras de pulga, pero se trataba de un riesgo profesional. Las pulgas formaban parte del trabajo. Harris, que se rascaba en un rincón, contempló a las dos mujeres mientras éstas se llevaban las delicadas tazas de té a los labios.
Trish miró a la Reina directamente a los ojos (era importante mantener aquel género de contacto visual) y dijo:
—Y supongo que usted se siente herida en su amor propio, ¿no es así? Me refiero a que ha estado usted allá arriba, ¿verdad? —Trish levantó un brazo en el aire—. Y ahora está aquí abajo. —Trish dejó caer abruptamente el brazo, como si éste fuera la hoja de una guillotina—. Tiene usted que reinventarse a sí misma, ¿no es cierto? Encontrar un nuevo estilo de vida.
—Dudo que vaya a haber mucho estilo en mi vida —dijo la Reina.
—Por supuesto que lo habrá —le aseguró Trish.
—Soy demasiado pobre para tener estilo— replicó la Reina, irritada.
Trish le dedicó su horrenda sonrisa de comprensión. Hizo una pausa e inclinó la cabeza como si vacilara en expresar lo que tenía en mente. Luego, enderezando otra vez la cabeza, y como si hubiera tomado una decisión, dijo:
—Ya sabe, se me ocurre pensar que..., quiero decir que, por mucho que sea un viejo tópico muy gastado...
La Reina deseaba descargar algo pesado y sólido sobre la cabeza de Trish. La maza de un ogro, algo de esta índole. Un martillo pilón, quizá.
Trish tendió las manos para estrechar las ya ásperas de la Reina.
—Las mejores cosas de la vida no cuestan dinero. Yo me acuesto en mi cama por las noches y miro las estrellas y me digo a mí misma: «Trish, esas estrellas son peldaños hacia lo desconocido». Y despierto por la mañana y oigo cantar a los pájaros, y digo a mi compañero: «Eh, escucha, los despertadores de la naturaleza marcan la hora en punto». Por supuesto, él simula no oírme.
Trish rió exhibiendo los dientes. La Reina simpatizaba con el compañero de cama de Trish.
Uno de los despertadores de la naturaleza defecó en la ventana. Una larga línea blanca parecida a un signo de exclamación se escurrió vidrio abajo. La Reina observó su progreso descendente.
—Entonces, ¿cómo puedo ayudarla? —preguntó Trish abruptamente, asumiendo ahora el papel de la mujer práctica y sensible que hace cosas.
—Usted no puede ayudarme —dijo la Reina—. Dinero es lo único que en este momento necesito.
—Pero tiene que haber algo —insistió Trish.
—Podría recuperar su portafolios —dijo la Reina—. Un chico lo ha cogido y escapa corriendo calle abajo.
Trish salió volando de casa de la Reina, pero cuando llegó a la calle ya no quedaba ni rastro del chico ni del portafolios. Trish se echó a llorar. La Reina sonreía. Había dicho una mentira descarada: no era «un chico» quien había robado el portafolios. Era Tony Threadgold.


Aquella misma noche, Tony hizo una visita a la Reina. Llevaba en la mano una carpeta abultada. Cuando ella hubo corrido las cortinas de la sala de estar y ambos se hubieron sentado uno junto a otro en el sofá, él extrajo de la carpeta una carta y dijo:
—Es de un consejero del hospitá.
La Reina tomó la carta y la leyó. En opinión del pediatra, Lisa Marie y Vernon Threadgold padecían una enfermedad que hacía fácilmente quebradizos sus huesos.
—El sobre estaba todavía cerrado —dijo Tony—. Trish ni siquiera había leío esta carta.
La Reina comprendió al instante que el diagnóstico absolvía a Beverley y Tony del cargo de maltratar físicamente a sus hijos. Oyó que desde el piso de arriba de la contigua casa de los Threadgold llegaba un estrépito de golpes y choques, como si alguien rompiera cosas y trasladase muebles.
—Es Bev —explicó Tony, con una sonrisa que le iluminó el rostro—. Está haciendo limpieza en el cuarto de los niños.
31

Eric toma medidas

Al día siguiente la Reina recibió un sobre dirigido a:

La inquilina
Hellebore Close, 9
Flowers Estate
Middleton MI2 9 WL

Dentro había una carta escrita a mano en un papel de notas azul:

A su majestad                                                                                                              Erilob
Isabel II, por la                                                                                      Fox's Den Lane, 39
gracia de Dios, del                                                                                     Upper Hangton
Reino Unido de Gran                                                                                            (cerca de
Bretaña e Irlanda                                                                                                  Kettering)
del Norte y de sus                                                                                Northamptonshire
otros reinos y territorios Reina,
soberana de la Commonwealth,
defensora de la fe.

Querida majestad:
Permítame, por favor, presentarme humildemente a mí mismo. Soy Eric Tremaine, un simple súbdito leal, que está horrorizado por lo que le ha ocurrido a este país y a sus antaño nobles gentes. Sé que ese cobarde y traidor de Jack Barker ha prohibido a vuestros súbditos acceder a vuestra majestad de este modo, pero yo he decidido arrojar mi toalla al ring y desafiarle. Si ello significa que algún día tendré que afrontar la ejecución por mi atrevimiento, que así sea. (Ya perdí dos dedos en un accidente laboral, así que tengo menos que perder que la mayoría de las personas.)


La Reina interrumpió la lectura, retiró apresuradamente del fuego la parrilla y arrojó por la ventana las dos rebanadas de pan que se estaban quemando. La cocina se había llenado de humo negro. Utilizó la carta de Tremaine para dispersarlo. Cuando el aire de la cocina se hizo razonablemente respirable, continuó leyendo:

Majestad, con riesgo de mi cabeza he iniciado un movimiento en favor de la restauración de la monarquía cuyas siglas son BOMB (Bring Our Monarch Back, Restaurad Nuestra Monarquía). Mi esposa Lobelia tiene un gran ingenio para las palabras: el nombre de nuestra casa, que podéis leer en el encabezamiento de la presente, es también idea suya.
¡No estáis sola, majestad! ¡Muchos en Upper Hangton os respaldamos!
Lobelia y yo iremos a Kettering esta tarde para reclutar nuevos miembros de BOMB. Normalmente nos mantenemos alejados de la barahúnda de las grandes ciudades, pero nos hemos sobrepuesto a nuestra renuencia. La causa cuenta más que nuestro desagrado ante el alboroto metropolitano que, mucho me temo, se ha impuesto en Kettering en los años que corren.
Lobelia, mi esposa desde hace treinta y dos años, es una persona que no ha querido nunca destacar. En el pasado ha preferido siempre que las candilejas alumbraran a otros dotados de mayor aplomo, como yo. (Yo ocupo la presidencia de varias sociedades: Trenes Miniatura, Comité de Residentes en Upper Hangton, Campaña Pro Perros en los Parques; hay otras, ¡pero las que cito son suficientes!)
Sin embargo, mi retraída esposa está dispuesta a abordar a cualquier extraño, a cualquier total y absoluto desconocido, y a hablar con él de bomb en el mismísimo centro urbano de Kettering, ¡imaginad! Ello es clara indicación de su disgusto por lo sucedido a nuestra amada familia real. Jack Barker está azuzando los apetitos del populacho e intenta rebajarnos al nivel de animales. No quedará satisfecho hasta que seamos todos sexualmente promiscuos, lo mismo en las ciudades que en las alquerías y praderas de nuestra en otro tiempo verde y placentera patria.
Los cerdos como Barker no aceptarán que algunos de nosotros hemos nacido para mandar y otros necesitan ser mandados y dirigidos en el sentido que mejor convenga a su propio bien.
En fin, debo terminar por ahora. Tengo que ir al número treinta y uno y recoger los panfletos de bomb. ¡El señor Bond, dueño del antedicho número treinta y uno, ha aportado gentilmente los medios para la publicación de los panfletos mencionados!
En estos momentos bomb es todavía una fuerza pequeña, ¡pero crecerá! ¡Pronto habrá secciones de bomb en cada aldea, pueblo, villa, ciudad y núcleo urbano del país! ¡No temáis! ¡Un día volveréis a ocupar el trono!
Consideradme, majestad, vuestro más humilde súbdito

Eric F. Tremaine


La Reina depositó la carta de Tremaine sobre la bandeja de Felipe. Pensó que podía divertirle, pero cuando regresó veinte minutos después vio que él no había tocado el desayuno y que la carta permanecía aparentemente sin leer: seguía doblada en el mismo ángulo debajo del bol de gachas de avena, ya frías.
—Esta mañana me ha llegado la carta que tienes ahí, muy pintoresca, querido, ¿quieres que te la lea? —dijo ella jovialmente. La doctora había sugerido que el príncipe Felipe necesitaba estímulos—. Es de un buen hombre que se llama Eric F. Tremaine. ¿Imaginas que la F. significara Felipe? Qué curiosa coincidencia si fuera así, ¿verdad?
La Reina se percataba de que hablaba a su marido como si éste fuera un tontaina holgazán, pero no podía contenerse. Él no pronunciaba palabra, no se movía, no comía. Era exasperante. Sería hora de avisar de nuevo a un médico. Ella no podía cruzarse de brazos y presenciar cómo se dejaba morir de hambre. Ahora estaba tan flaco que apenas se parecía a sí mismo. Tenía el cabello y la barba blancos y, sin las lentes de contacto, que eran tintadas, sus ojos mostraban un color similar al de los jeans lavados a la piedra que la gente de Hell Close parecía tan satisfecha de lucir.
Felipe levantó de pronto la cabeza y gritó:
—¡Quiero que venga Helena!
—¿Quién es Helena, querido? —preguntó la Reina.
Pero Felipe dejó caer nuevamente la cabeza sobre la almohada. Con los ojos cerrados, semejaba abandonarse al sueño. La Reina se trasladó a la planta baja y levantó el teléfono. No había línea. Golpeó repetidamente el soporte con el dedo, pero el tono continuó sin dejarse oír. La compañía había cumplido su amenaza de desconectar el aparato porque ella no había pagado el correspondiente depósito.
La Reina se puso el abrigo y salió de la casa a toda prisa, llevando en la mano una moneda de diez peniques y su agenda de direcciones. Cuando estuvo dentro de la apestosa cabina telefónica vio destellar la señal de «Sólo 999». Llamadas de emergencia. Muy bien. Se sentía capaz de cometer un pequeño acto de vandalismo, como destrozar gentilmente un teléfono público. ¿Era Felipe un caso 999? ¿Estaba en peligro su vida? La Reina decidió que sí lo estaba. Llamó al 999. La operadora respondió al instante.
—Hola, ¿qué servicio solicita usted?
—Ambulancias —dijo la Reina.
—Le paso —dijo la operadora.
El teléfono llamó y llamó y llamó. Finalmente, una voz femenina de sonido metálico dijo:
—Esto es un contestador automático. Todas las líneas del servicio de ambulancias están ocupadas en este momento y operamos bajo sobrecarga. Por favor, tenga paciencia. Gracias.
La Reina esperó. Un hombre se había detenido ante la cabina; ella abrió la puerta y le previno:
—Lo siento muchísimo, sólo sirve para llamadas al 999.
Contaba con que el hombre expresaría cierto disgusto, pero no estaba preparada para el pánico que vio asomar en el demacrado rostro del desconocido.
—Pues tengo que llamar a los de Prestación Vivienda antes de las diez, o si no me sacan del ordenador —explicó él.
La Reina consultó el reloj que llevaba desde los veintiún años. Marcaba las nueve y cuarenta y tres minutos. Nada era sencillo en Hell Close, pensó. Nada funcionaba como debía. Todo el mundo parecía vivir en perpetuo estado de crisis, incluida ella misma, reconoció.
La Reina miró arriba y abajo de la calle. Los cables del teléfono estaban conectados como mínimo a la mitad de las casas, pero ella sabía que como instrumentos de comunicación aquellos cables eran únicamente simbólicos. En alguna parte, alguien cuyo oficio consistía en desconectar a los indigentes había movido la clavija y aislado a la mayoría de los vecinos de Hell Close del resto del mundo. Las facturas del teléfono tenían un índice de prioridad muy bajo cuando el dinero se necesitaba para comida y calzado y viajes a la escuela para que los críos no se quedaran en la calle. Ella misma había depredado el bote donde guardaba el dinero para aquellas facturas y comprado detergente en polvo, jabón, medias, comestibles y un regalo de cumpleaños para Zara. En cada ocasión se había dicho que, por descontado, repondría el dinero, pero ello resultaba imposible con la pensión combinada de Felipe y de ella. Y Felipe no comía: ¿cómo se las arreglarían cuando se curase de lo que fuera que le tenía enfermo y recuperase su enorme apetito?
La Reina estaba también a la espera de su retrasada Prestación de Vivienda. Moralmente se identificó al momento con el hombre.
—Venga conmigo —dijo.
Sus relaciones con la princesa Margarita eran últimamente un poco tensas, pero se trataba de un caso urgente. Mientras cruzaban la calle hacia el número 4, el hombre le contó que era un trabajador experto, especialista en instalación y decoración de tiendas y otros establecimientos comerciales, pero que aquella clase de trabajo había dejado de existir.
—La recesión —explicó con amargura—. ¿Quién abre tiendas? ¿Quién las decora? Por algún tiempo me he dedicado a hacer rótulos de «Se Vende» y «En Traspaso», pero ya ni esto. ¿Quién compra tiendas?
La Reina asintió. En sus escasas visitas al centro de la población le había sorprendido la proliferación de aquellos rótulos, así como los de «Liquidación de existencias» y otros similares. La mayoría de los comercios de Flowers Estate eran fantasmas; únicamente Food-U-R parecía medrar. La Reina recordó el día que por primera vez le había comprado a Harris la comida para perros de Food-U-R, de fabricación propia. No tuvo otra opción, porque era diez peniques más barata que su marca habitual. Harris, inicialmente, la había rechazado, y se declaró en huelga de hambre, pero al cabo de tres días capituló, impulsado, si no por indulgencia, sí por la necesidad.
Llegaron a la puerta de la casa de la princesa Margarita. Las cortinas estaban severamente corridas, no se veía absolutamente nada del interior. La Reina abrió la cancela e hizo señas al hombre de que la siguiese.
—¿Puedo preguntarle su nombre? —dijo.
—George Beresford —respondió él, y ante el umbral ambos se estrecharon las manos.
—Y yo soy la señora Windsor —precisó la Reina.
—Oh, sé bien quién es usted. Ha tenido también sus pequeños problemas, ¿no?
La Reina dijo que sí, que los había tenido, y llamó a la puerta golpeándola con la aldaba, que tenía forma de cabeza de león. Se percibió movimiento dentro, se abrió la puerta y Beverley Threadgold, que ahora hacía a la princesa Margarita las faenas de limpieza doméstica, apareció en el quicio sosteniendo un paño de quitar el polvo. Se mostró muy complacida de ver a la Reina.
—¿Está mi hermana? —preguntó ella, entrando en el recibidor y arrastrando a George tras de sí.
—Está en el baño —dijo Beverley—. Les ofrecería una taza de té, pero no me atrevo: cuenta las bolsitas. —Beverley dirigió la mirada al techo, encima del cual su nueva patrona se revolcaba en costosas lociones. Se enderezó el gorro de sirvienta e hizo una mueca—. Se me ve culona vestida así, ¿no? Pero un empleo es un empleo.
—¿Buena paga? —preguntó George.
Beverley resopló desdeñosamente.
—Una libra y veinte sucios peniques la hora.
La Reina estaba un tanto turbada. Optó por cambiar de tema rápidamente.
—El señor Beresford y yo desearíamos usar el teléfono —dijo — . ¿Le parece que será posible?
—Yo pagaré —dijo George, mostrando la colección de monedas que calentaba dentro de la mano.
La Reina miró el reloj de pared que se cernía sobre ellos en el recibidor. Marcaba las nueve y cincuenta y nueve.
—Usted primero —dijo a George.
Beverley abrió la puerta de la sala de estar. Se disponían a entrar en ésta cuando la princesa Margarita se dejó ver en lo alto de las empinadas escaleras.
—Lo lamento infinitamente —dijo desde allí—, pero debo pediros que os quitéis los zapatos antes de entrar en la sala. En la alfombra quedan hasta las huellas más pequeñas.
A George Beresford se le puso la cara de un color rojo intenso. Bajó la vista a sus zapatones: no sólo se le caían a pedazos, sino que debajo no llevaba calcetines. Le era absolutamente imposible exhibir sus pies desnudos, imposible delante de aquellas tres mujeres. Tenía los pies feos, pensó, con dedos velludos y uñas cuarteadas.
La Reina miró a la princesa Margarita, que se estaba secando el cabello con una toalla, y dijo:
—Preferiría no tener ahora que descalzarme. ¿Crees que el cordón del teléfono llegará hasta el recibidor?
Beverley fue en busca del aparato, cuyo cordón, completamente extendido, llegó justo al umbral del recibidor. Bastó para que George pudiese marcar el número.
Escuchó con atención mientras sonaba la señal.
La Reina observaba a Beverley, dedicada ahora a limpiar las ventanas, y se preguntaba cuánto debieron cobrar las muchachas de servicio en el Palacio de Buckingham. Seguramente más de una libra veinte la hora.
George, mientras tanto, identificó la señal que oía.
—Comunica —dijo. El reloj de pared dio las diez, y él puso cara de pánico—. He perdido mi turno en el ordenador.
—Pruebe otra vez —le urgió la Reina—. El ordenador se estropea constantemente, ¿no? Por lo menos eso es lo que me dicen siempre que llamo preguntando por mi Prestación de Vivienda.
George volvió a probar. No. Comunicaban.
Probó una tercera vez, y en esta ocasión obtuvo respuesta inmediata. Esto le derrumbó; nunca había dominado el arte de hablar por teléfono; necesitaba mirar a los ojos a su interlocutor. Ante el receptor, gritó:
—¡Hola! ¿Es ahí Prestación Vivienda? De acuerdo, de acuerdo. Me dijeron que llamase antes de las diez, pero..., sí, ya lo sé, pero... Al habla George Beresford. Tengo esa carta diciendo que llamase antes de las diez para así entrar en...
George dejó de hablar. El sonido de un secador de cabello se escurrió por las escaleras desde el piso de arriba.
—Sí, pero —continuó George—, la cosa es... —Volvió a medias la espalda a la Reina, se inclinó sobre el aparato y bajó la voz—. Mire, estoy en un pequeño apuro. He de pagar el alquiler con el subsidio y la cosa es..., no llega...
Escuchó de nuevo. La Reina comprendió por las contracciones de su rostro que le estaban diciendo cosas que, o bien no quería oír, o las había oído antes una docena de veces, o no las creía.
—¡No cuelgue! —dijo George al teléfono. Luego, volviéndose hacia la Reina añadió—: Dicen que no tienen mis papeles. No encuentran nada sobre mí.
La Reina tomó de sus manos el aparato y dijo, en el tono autoritario de sus discursos del trono:
—Buenos días, aquí la asesora del señor George Beresford. Salvo que el señor Beresford reciba su Prestación Vivienda en el correo de mañana por la mañana, mucho me temo que me veré en la precisión de instigar por la vía de urgencia una acción civil contra su jefe de departamento. Tome nota, por favor.
Beverley dejó escapar una risita, pero a George aquello no le pareció divertido en absoluto. No podía uno permitirse tratar con ellos a tontas y a locas. Le sorprendía el comportamiento de la Reina, le sorprendía de verdad. Ella le devolvió el aparato y George oyó a la funcionaría de Prestación Vivienda asegurar que «priorizaría» la reclamación del señor Beresford. George colgó el teléfono y preguntó a la Reina qué significaba «priorizar».
—Significa —dijo la Reina— que encontrarán milagrosamente su reclamación, la procesarán hoy mismo y cursarán por correo su cheque.
George se sentó en las escaleras y escuchó mientras la Reina llamaba al consultorio médico y preguntaba si podría la doctora australiana visitar de nuevo el número 9 de Hell Close y examinar al señor Mountbatten, cuyo estado se había deteriorado.
La Reina y el señor Beresford se despidieron, depositaron treinta y cinco peniques sobre la mesilla del recibidor y se marcharon.
32

Una forma de evasión

A la doctora Potter le bastó con mirar a Felipe para sacudir preocupada la cabeza.
—He visto plancton con más chicha que él —dijo—. ¿Cuándo ha comido por última vez?
—Hace tres días —dijo la Reina—: una galleta digestiva. ¿No debería estar en el hospital?
—Sí —dijo la doctora—. Necesita que le coloquen un goteador intravenoso, hay que meterle fluidos en el cuerpo.
El príncipe Felipe no se percataba de que las dos mujeres contemplaban con tanta inquietud su extenuado cuerpo. Estaba en otro lugar, lejos de allí: conducía un coche de caballos por los parques de Windsor.
—Le prepararé una bolsa, o una maleta, ¿le parece? —dijo la Reina.
—Primero tengo que encontrar una cama —advirtió la doctora.
Sacó su teléfono portátil y comenzó a marcar. Mientras esperaba que le contestaran explicó a la Reina que la semana anterior habían sido clausurados tres pabellones médicos, lo cual había comportado la pérdida de treinta y seis camas.
—Y la semana próxima perderemos un pabellón infantil —añadió—. Dios sabe lo que pasará si tenemos alguna emergencia.
La Reina se sentó en el borde de la cama y escuchó cómo hospital tras hospital se negaban a admitir a su marido. La doctora Potter discutió, halagó, razonó, coqueteó, y de vez en cuando vociferó, pero no le sirvió de nada. No había una cama disponible en todo el distrito.
—Voy a probar los hospitales mentales —dijo la doctora Potter—. Está mal de la cabeza, o sea que más o menos podrá justificarlo.
La Reina se quedó horrorizada.
—Pero necesita atención médica urgente, ¿no? —preguntó.
La doctora Potter, sin embargo, ya estaba hablando:
—¿Grimstone Towers? Aquí la doctora Potter, Servicio Médico de Flowers Estate. Tengo un tipo que hay que ingresar. Depresión crónica, rechazo de alimentos, necesita intubación y fluidos intravenosos. ¿Tenéis cama? ¿No? ¿La unidad médica llena? ¿Bien? ¿Sí? ¿Mañana? —preguntó a la Reina.
Ésta asintió, profundamente agradecida. Haría cuanto estuviera en su mano para proporcionarle a Felipe algún alimento aquella noche, y mañana pasaría ya a las manos de profesionales. Se preguntó qué y cómo sería Grimstone Towers. El nombre sonaba espeluznante, como si correspondiera a alguno de esos edificios que una ve iluminados por un relámpago en los momentos iniciales de las películas británicas de terror.
33

El amante de los cisnes

Dos horas antes de que comenzara el juicio, el pelotón de policías descargado por el correspondiente autobús despejó toda la zona que rodeaba la sede del Tribunal de la Corona. Los numerosos representantes de la prensa escrita y los informadores de radio y televisión que habían acudido a cubrir el caso fueron evacuados a un antiguo campo de la RAF situado en las afueras de Market Harborough y pasaron el día encerrados en un vasto local donde se los incitó a consumir el contenido de un excesivo número de botellas de vino británico.
El agente Ludlow estaba ahora en el estrado de los testigos, tratando desesperadamente de recordar las mentiras que había contado en la previa audiencia ante el Tribunal de Magistrados.
El abogado de la acusación, un hombre obeso e impetuoso llamado Alexander Roach, revisaba con Ludlow la declaración de éste.
—¿Y ve usted al acusado —preguntaba, volviendo sus carrillos hacia el banquillo, al tiempo que simulaba consultar sus notas—, Carlos Teck, en esta sala?
—Sí —dijo Ludlow, volviéndose también hacia el banquillo—, es el que viste como de jardinero y lleva cola de caballo.
La Reina estaba furiosa con Carlos, le había dicho, no, ordenado, que se cortara el cabello de la nuca y de ambos lados de la cabeza y que se pusiera una chaqueta y unos pantalones de franela grises, pero él se había negado obstinadamente. Ahora parecía, bueno, una persona inculta y pobre.
Ludlow avanzaba a tropezones por su declaración sin el soporte de su cuaderno de notas policial, observó la Reina. Ian Livingstone-Chalk, el jurista que representaba a Carlos, se puso en pie. Mirando el estrado de los testigos, sonrió cruelmente a Ludlow.
Ian Livingstone-Chalk era hijo único, y su más próximo compañero de infancia fue su propia imagen reflejada en el espejo. Todo él era estilo, pero no sustancia, porque se preocupaba demasiado de la impresión que de sí creía dar para escuchar convenientemente las pistas que proporcionaban sus testigos.
—Agente de policía Ludlow, ¿tomó usted, sobre el terreno, notas de lo que ocurría el día de autos?
—Sí, señor —dijo Ludlow sosegadamente.
—Ah, bien —asintió Livingstone-Chalk—. ¿Está usted en posesión del cuaderno donde tomó las referidas notas?
—No, señor —dijo Ludlow, con mayor sosiego aún.
—¡No! —ladró Livingstone-Chalk—. Perdone, ¿por qué no?
—¡Porque se me cayó al canal, señor!
Livingstone-Chalk se volvió en aquel momento hacia el jurado y adoptó de nuevo su sonrisa cruel.
—Se-le-cayó-al-canal —dijo, espaciando las palabras como si invitara al escepticismo a llenar los huecos—. Por favor, agente Ludlow, explique al jurado lo que hacía usted junto al canal, o cerca de él, o dentro de él.
Ludlow dijo en un susurro:
—Ayudaba a un cisne en apuros, señor.
Livingstone-Chalk pareció desconcertado.
Dos miembros del jurado suspiraron: «Ah», y miraron a Ludlow con nuevos ojos.
—¡Ridículo! —dijo Carlos.
El juez ordenó a Carlos que callase y le reprendió:
—Me sorprende que considere usted un pasatiempo ridículo prestar ayuda a un cisne, Teck, habida cuenta de que hasta hace muy poco tiempo su madre era propietaria de la totalidad de la población de cisnes del Reino Unido. Proceda, señor Livingstone-Chalk.
La Reina miró ceñudamente a Carlos, induciéndole sin palabras a que mantuviese la boca cerrada. Luego trasladó aquella mirada a Livingstone-Chalk para asimismo inducirle a que preguntase a Ludlow acerca de sus ficticias actividades de protector de cisnes, pero él ignoró la ocasión que el cielo le deparaba y se empantanó en cambio en las minucias de la trifulca callejera.
El jurado se aburrió y dejó de escuchar.
Cuando Livingstone-Chalk se sentó al fin, el letrado de la acusación, Alexander Roach, aprovechó la ocasión y se levantó de un salto.
—Una última pregunta —dijo a Ludlow—. ¿Sobrevivió aquel cisne?
Ludlow comprendió que debía responder cautelosamente. Se tomó su tiempo.
—Pese a mis denodados esfuerzos en la reanimación boca a boca y el masaje cardíaco, señor, siento tener que decir que el cisne expiró en mis brazos.
La Reina rió en voz alta, y la sala entera se volvió a mirarla. Luego, cuando hubo recuperado el dominio de sí misma, la vista continuó.
Carlos, Beverley y Violet prestaron declaración por turno y el relato de cada uno corroboró el de los demás.
—Fue un absurdo malentendido —dijo Carlos cuando Roach le acusó de incitar al populacho de Hell Close a matar al agente Ludlow.
—Puede que fuera un malentendido para usted, Teck, pero el agente Ludlow aquí presente, un hombre capaz de demostrarle ternura a un cisne, fue gravemente herido por usted, ¿no es cierto?
—No —dijo Carlos, con la cara roja—. No fue gravemente herido por mí ni por nadie. El agente Ludlow se arañó la mejilla cuando se cayó en la calle.
La sala entera dirigió la mirada a la barbuda mejilla del agente Ludlow.
Roach dijo teatralmente:
—Una mejilla tan arañada que el agente Ludlow necesitará llevar barba el resto de su vida.
Los jurados, bien afeitados, asintieron compasivamente.


Mientras salían de la sala, cuando se produjo el descanso para el almuerzo, Margarita dijo:
—¿Dónde encontró Carlos a ese Ian Livingstone-Chalk? ¿Encadenado a la verja del Colegio de Abogados?
—Carlos es oriundo de Tontilandia —dijo Ana—, pero incluso él se habría defendido a sí mismo mejor que lo ha hecho el pobre tipo.
Engullendo unos sandwiches de beicon en la cafetería de los juzgados, Diana preguntó a la Reina:
—¿Cómo piensa usted que le irá a Carlos?
La Reina extrajo delicadamente de su boca un trocito de cartílago y lo depositó en el borde de su plato de cartón. Dijo:
—¿Cómo le fue a Juana de Arco después de que se encendiese la hoguera?


Fue al exponer sus conclusiones ante el jurado cuando Ian Livingstone-Chalk arruinó cualquier posibilidad que Carlos hubiese tenido de ser absuelto. Había evocado el carácter y el pasado de su defendido, diciendo:
—Y finalmente, miembros del jurado, considerad al hombre que tenéis delante. Un hombre con una historia llena de privaciones. (Aquí algunos jurados alzaron ya la mirada al cielo.) Sí, privaciones. Vio muy poco a sus padres. Su madre trabajaba y viajaba con frecuencia al extranjero. Y a muy tierna edad ya fue enviado a sufrir los castigos y humillaciones de, primero, una escuela preparatoria inglesa y después, máximo horror, una escuela privada escocesa. El régimen era cruel; la comida, inadecuada; los dormitorios no tenían calefacción. Cada noche lloraba sobre su almohada, añorando el hogar.
(Fue en este instante cuando se perdió el caso. Un miembro del jurado, un comerciante de ferretería, que más tarde sería elegido presidente por sus compañeros, murmuró a otro: «Pásame un violín».) Pero Livingstone-Chalk continuó, indiferente al flujo de antagonismo que emanaba del jurado.
—¿Sorprenderá a alguien que este chico nostálgico buscara consuelo en la bebida? ¿Alguno de nosotros olvidará su conmoción cuando se reveló que el heredero del trono había salido escoltado de un establecimiento público tras consumir cantidades desconocidas de aguardiente de cereza? (A Carlos se le oyó murmurar: «Ya dije que había sido una sola copa», y el juez le impuso silencio.)
Livingstone-Chalk siguió adelante con lo suyo, envuelto en la aparatosidad trágica del deportista que ejecuta un espléndido salto del ángel desde el trampolín de una piscina vacía.
—Este hombre patético y desdichado merece nuestra compasión, nuestra comprensión, nuestra justicia. Lo que hizo estuvo mal, sí, nunca estará bien gritar: «Matad a ese cerdo», y agredir a un policía. No, ciertamente que no...
Carlos murmuró:
—Pues no lo hice. ¿De parte de quién está usted, Livingstone-Chalk?
El juez, una vez más, le ordenó guardar silencio y ahora le amenazó con acusarle de desacato al tribunal.
Livingstone-Chalk trompeteó:
—Demostradle vuestra piedad, miembros del jurado. Pensad en aquel muchachito sollozando en el gélido dormitorio escolar por su papá y su mamá.
Ni un solo ojo húmedo había en la sala. Una mujer se metió dos dedos en la boca, simulando la acción de «quiero vomitar». Cuando Livingstone-Chalk regresaba a su asiento, Ana y Diana tuvieron que contener a la Reina para que no se abalanzase sobre él y oprimiese su nuez de Adán hasta verle muerto. Beverley había tomado la mano de Carlos y se la apretaba afectuosamente, y Violet dijo por un lado de la boca:
—Ha equivocao la carrera: se forraría si actuase en la pista de un circo.
Carlos acogió con una educada sonrisa el comentario de Violet. De nuevo le regañó el juez, que dijo:
—Lo menos que podría usted hacer es mostrar un poco de contrición, pero no, a usted parece que este caso le resulta divertido. Dudo que el jurado comparta su criterio.
Aquel monstruoso intento de influir sobre el jurado pasó inadvertido y quedó sin respuesta en lo que se refería a Livingstone-Chalk. Éste estaba absorto sumando sus gastos en una calculadora de bolsillo.
La Reina no dejó traslucir emoción alguna cuando se dictó sentencia. Diana se sumió en el llanto. La princesa Ana dedicó un gesto obsceno al jurado, y la princesa Margarita se deslizó en la boca una tableta de Nicorette. Cuando se lo llevaban a las celdas que había en los bajos del edificio, Carlos masculló unas palabras a Diana. Ella preguntó:
—¿Qué?
Pero él ya había desaparecido.


A última hora de la tarde, la ex familia real estaba reunida en torno al lecho de la Reina Madre y observaba cómo Philomena Toussaint introducía en la boca de la anciana cucharadas de sopa.
—Abra los ojos, mujé —rezongó Philomena—. No voy a quedarme aquí toa la noche.
La Reina Madre abrió los labios y los ojos y sorbió la sopa hasta que Philomena rascó el fondo del bol con la cuchara y dijo:
—Listo.
—Estoy inmensamente agradecida. Yo no conseguía que comiera nada —dijo la Reina.
Philomena secó la mejilla de la Reina Madre con el borde de su mano y dijo:
—Para ella es un golpe sabé que su nieto está en chirona, con tanto pelagatos y tanta chusma.
Diana encontraba opresivo el calor en aquel cuarto tan pequeño y tan lleno. Salió y fue a abrir la puerta delantera de la casa. Guillermo y Enrique jugaban en la calle con una panda de chicos de cabeza rapada que hacían rodar un neumático hacia el fragmento de acera que correspondía a Violet Toby. En el interior del neumático viajaba colgado un niño pequeño.
Diana oyó a Guillermo protestar:
—¡Ahora me toca a mí, puñeta!
Sus hijos hablaban ya con fluidez el dialecto local. Lo único que los diferenciaba del resto de los chicos de Hell Close eran sus cabellos largos. Y cada día le suplicaban que se los hiciera cortar para tener «la cabeza en forma de bala».
Diana observó que Violet Toby salía disparada de su casa vociferando:
—¡Si ese sucio neumático toca mi jodida cerca os voy a partir el condenado culo!
El desastre se evitó cuando el niño pequeño cayó del neumático y se despellejó en el pavimento las rodillas y las palmas de las manos. Violet saludó con la mano a Diana, levantó de un tirón al chiquillo, que berreaba, y se lo llevó al interior de la casa para untar de yodo sus heridas. Diana pensó que debería detener a Guillermo, que era quien se colocaba ahora dentro del neumático, pero no tenía ánimo para discutir, así que se limitó a anunciar:
—A la cama a las ocho, Guillermo, Enrique.
Y volvió a entrar en la casa de la Reina Madre.
Mientras se retocaba el maquillaje frente al pequeño espejo colgado sobre el fregadero de la cocina, trató una vez más de descifrar el mensaje que Carlos le había murmurado cuando le conducían a prisión. Fue algo que sonaba como: «Riega los sacos», pero era imposible que él estuviera pensando en su estúpido jardín, ¿verdad? No, no en aquellos trágicos momentos.
Diana murmuró «Riega los sacos» varias veces ante el espejo, luego se apartó desengañada, porque fuera lo que fuese lo que él hubiera dicho, seguro que no fue «Te quiero, Diana» o «Ten valor, amor mío» o alguna otra cosa de las muchas que los personajes de las películas decían a sus seres queridos cuando se los llevaban del banquillo a las celdas del piso bajo. Pensó con envidia en las escenas de júbilo cuando el jurado había anunciado que consideraba a Beverley Threadgold y Violet Toby inocentes de los cargos presentados contra ellas. Tony Threadgold había corrido hacia su esposa y la había sacado en volandas del banquillo de los acusados. Wilf Toby había acudido junto a Violet y la había besado de lleno en la boca, había rodeado con el brazo su gruesa cintura y la había conducido al exterior, donde fue ovacionada por otros miembros menos importantes de la familia Toby, que no habían podido introducirse en la pequeña galería del público. Los clanes Threadgold y Toby se habían marchado juntos en excitado grupo para celebrar el acontecimiento en el pub del otro lado de la calle.
La familia real, simplemente, montó en la trasera de la furgoneta de Spiggy y fue devuelta a Hell Close.
34

Nuevos compañeros

Lee Christmas se limpiaba las uñas de los pies con el extremo indemne de un fósforo quemado cuando oyó los cánticos:

God save our gracious King
Long live our noble King
God save the King.
Da da da da
Send him victorious...

Lee se levantó de su litera y curioseó mirando hacia un lado por la ventana enrejada de la puerta de la celda. Su compañero, Fat Oswald, volvió la página de su libro: La cocina de Extremo Oriente, por Madhur Jaffrey. Estaba en la página 156, «Pescado guisado en aromática salsa de tamarindo». Aquello era aún mejor que la pornografía, pensó, mientras se le hacía la boca agua al leer la lista de ingredientes.
Se oyó ruido de llaves en la cerradura y la puerta de la celda se abrió. Gordon Fossdyke, el gobernador de la prisión, entró acompañado del señor Pike, el funcionario de prisiones responsable de la galería, que bramó:
—¡En pie! ¡El gobernador!
Lee ya se había levantado, pero a Fat Oswald le costó sudar unos momentos el bajar de la litera.
Gordon Fossdyke había, en determinada época, gozado de una semana de fama cuando en su discurso pronunciado en una conferencia de la Asociación de Gobernadores de Prisiones sugirió que existían realmente unas cosas llamadas «el bien» y «el mal». Los criminales entraban en la categoría del mal, proclamó. Durante la semana de gloria de Fossdyke, el arzobispo de Canterbury concedió diecisiete entrevistas telefónicas.
El gobernador se acercó a Fat Oswald y dio un tiento a su barriga, que era una superposición de flácidos y colgantes pliegues, una porcina cascada de grasa.
—Este hombre padece un sobrepeso grotesco. ¿A qué es debido, señor Pike?
—No lo sé señor. Ya estaba gordo cuando ingresó, señor.
¿Por qué está tan gordo, Oswald? —preguntó el gobernador.
Siempre he sido grandote, señor —dijo Oswald—. Al nacer pesaba cinco kilos y medio, señor.
Fat Oswald sonreía con orgullo, pero su sonrisa no fue correspondida.
El corazón de Lee Christmas latía aceleradamente debajo de su camisa carcelaria listada de blanco y azul. ¿Pretendía aquella gente registrar la celda? ¿Encontrarían los poemas escondidos dentro de la funda de su almohada? Sería el colmo que lo hicieran. Veía al señor Pike perfectamente capaz de leer en voz alta uno de los poemas de Lee en alguna de las reuniones generales de los internos. Lee se sintió bañado en sudor, pensando en su más reciente creación, Gatito peludo. Muchas víctimas de asesinatos habían muerto por motivos menos graves.
El gobernador dijo:
—Vais a tener dos nuevos compañeros de celda. Estaréis un poco apiñados, pero habréis de conformaros, ¿entendido? —Recorrió de extremo a extremo el diminuto espacio—. Como sabéis, en esta prisión no se practica el favoritismo. Uno de los prisioneros es nuestro en otro tiempo futuro Rey. El otro es Carlton Moses, que le protegerá en cualquier vejamen indebido por parte de los demás internos. He conocido personalmente a nuestro en otro tiempo futuro Rey y le considero un hombre encantador y civilizado. Aprended de él, puede enseñaros muchas cosas.
La puerta se cerró de golpe y Lee y Fat Oswald se quedaron nuevamente solos.
—Cristo —dijo Lee—, Carlton Moses en nuestra celda. Mide como dos metros quince, el tío, ¿no? Con él y tú, aquí no habrá sitio ni pa respirar.
Diez minutos después fue introducida en la celda otra litera doble. Fat Oswald apenas podía moverse en el angosto espacio que separaba las dos. Lee se jactó ante su compañero de su breve relación con Carlos Teck, aunque se mostró menos entusiasta a propósito de Carlton Moses. Se rumoreaba que Carlton había, de hecho, vendido a su abuela, o mejor dicho, que la había cambiado por un Ford XRI descapotable. Fat Oswald opinó que el rumor debía ser falso. Según él, difícilmente podía producirse un intercambio tan poco equitativo. ¿De qué le serviría a nadie la abuela de otra persona?
Su especulación fue cortada en seco por la llegada de Carlos y Carlton, quienes sostenían en sus brazos sendas pilas de tosca pero bien plegada ropa de cama.
Para Carlos era el peor día de su vida. No había esperado ir a la cárcel. Pero allí estaba. Desde su llegada había sido sometido a varias humillaciones gravísimas: que le separasen las nalgas en busca de drogas ilícitas fue posiblemente la peor. La puerta se cerró violentamente y los cuatro hombres se miraron unos a otros.
Carlos miró a Fat Oswald y pensó: «Dios mío, este hombre es indecentemente gordo».
Lee miró a Carlton y pensó: «Seguro que cambió a su abuela por un coche».
Fat Oswald miró a Carlos y pensó: «Haré que me hable de todos esos banquetes donde estuvo».
Carlton miró a su alrededor considerando las dimensiones de la celda, y pensó: «Este hacinamiento es intolerable. Escribiré quejándome al Parlamento Europeo».
—¿Cuánto tiempo te ha caído, Carlos? —preguntó Lee.
—Seis meses.
Carlos se ahogaba ya en la atestada celda.
—Fuera a los cuatro, entonces —pronosticó Lee.
—Si se porta bien —dijo Carlton, acomodando sus pertenencias en la litera superior.
Oswald devolvió su atención a Madhur Jaffrey. No tenía, pensó, la menor noción de cómo había que dirigirse a la realeza. ¿Era simplemente «Señor» o «Su alteza real»? Mañana sacaría de la biblioteca de la cárcel otro libro, que sería un tratado de etiqueta.
Carlos se alzó sobre las puntas de los pies y miró entre los barrotes de la pequeña ventana que daba al exterior. Todo lo que pudo ver fueron un retal de cielo rojizo y las ramas superiores de un árbol, cubiertas de hojas nuevas de color verde lima. Un sicómoro, se dijo a sí mismo. Pensó en su jardín, que estaría esperándole. Las nuevas yemas, las semillas que germinaban, las plantas que extendían sus raíces primaverales le echarían de menos. Mucho temía que Diana dejaría que el mantillo se secara en las bandejas-semillero y en las cestas colgadas. ¿Se acordaría de eliminar los brotes laterales de las tomateras, como él le había pedido que hiciese? ¿Daría a los sacos de cultivo un litro y medio de agua diario? ¿Continuaría echando las mondas de patata y los restos de verduras al montón de abono? Debía escribirle inmediatamente con instrucciones completas.
—¿A alguno de vosotros, compañeros, le sobra algo de papel?
Lee le miró, confundido.
—¿Un poco de qué?
—Papel de escribir —explicó Carlos—. Papel de cartas.
—¿Quieres escribir una carta? —preguntó Carlton.
—Sí —dijo Carlos.
Por un momento dudó de si realmente había hablado en inglés o, sin darse cuenta, lo había hecho en francés o galés.
—Una carta tienen que concedértela —explicó Carlton—. Una por semana.
—¿Sólo una? —dijo Carlos—. Pero eso es simplemente absurdo. Tengo masas de gente a quienes escribir. Prometí a mi madre...
Mientras hablaba, sin embargo, tomó conciencia de un problema nuevo y apremiante. Necesitaba ir al lavabo. Tocó el timbre contiguo a la puerta de la celda. Sus compañeros le observaron en silencio el tiempo que tardaba la puerta en abrirse. Y el tiempo se prolongó sin que se abriera. Minutos después, Carlos pulsaba el timbre frenéticamente. El problema se había trocado en urgencia. Unos agónicos momentos más tarde, por fin, se abrió la puerta y por ella asomó el señor Pike. Carlos olvidó dónde estaba.
—Ya era hora —dijo—. Necesito ir al lavabo. ¿Dónde está?
El ceño de Pike se frunció debajo de la gorra de uniforme.
—¿Ya era hora? —repitió, mofándose del acento de Carlos—. Yo le diré dónde está el lavabo, Teck. Está allí. —Señalaba un recipiente que había en el suelo—. Esto es la cárcel, y en la cárcel se mea en un cacharro.
Carlos apeló a sus tres compañeros de celda:
—¿Os importaría salir un momento mientras yo...? La triple respuesta fueron unas incontenibles carcajadas.
El señor Pike asió a Carlos por el hombro y le condujo al recipiente, una especie de marmita grande. Con el pie, enfundado en una lustrosa bota, derribó la tapadera de plástico y dijo:
—Aquí se orina y se defeca, Teck.
—¡Pero esto es de bárbaros! —protestó Carlos.
—Está usted peligrosamente cerca de infringir las normas de esta prisión —le previno Pike.
—¿Cuáles son las normas? —dijo Carlos nervioso.
—Descubrirá cuáles son cuando las viole —dijo Pike con gran satisfacción.
—Eso es kafkiano.
—Puede que sí —dijo Pike, que no tenía la menor idea de lo que la palabra significaba—. Pero una norma es una norma, y sólo por el hecho de que usted fuera en otros tiempos heredero del trono no imagine que va a obtener ahora favores de mí.
—Pero yo no..., yo...
Pike cerró de un portazo y Carlos, incapaz de aguantarse más, regresó corriendo junto a la marmita de plástico y agregó sus orines a los de Oswald y Lee.
Oswald dijo tímidamente:
—Yo he leído un libro de Kafka. Se llamaba El proceso. Un tipo es procesado por algo, él no sabe qué. Le joden de todos modos. Era para morirse de aburrimiento.
Para desviar la atención del ruido atronador de su micción, Carlos dijo:
—¿Y no encontraste la atmósfera tremendamente evocadora?
Fat Oswald repitió:
—No, era para morirse de aburrimiento.
Carlos se abrochó los pantalones y una vez más fue hacia el timbre y lo oprimió, explicando a Lee, Carlton y Oswald que había olvidado hablarle a Pike de la carta. Pero Pike ya había dado instrucciones de que no se debía responder al timbre de la celda 17. Finalmente, el cielo se oscureció, las ramas de sicómoro desaparecieron de la vista y Carlos retiró el dedo del timbre. Rehusó la oferta de Lee de prestarle un libro, diciendo:
Fast Car no es un libro, Lee, es una revista.
Carlton escribía a su esposa y paraba frecuentemente para pedirle a Carlos que le deletreara las palabras: «harto», «engrase», «porque», «pezones», «diversión», «martes», «libertad condicional».
Oswald se comió un paquete entero de galletas Nice, sacando subrepticiamente cada galleta del paquete sin estropear la envoltura ni molestar a los demás ocupantes de la celda.
Cuando la luz del techo se apagó y sólo quedó la roja lamparilla nocturna, los hombres se dispusieron a dormir. Sin embargo, la cárcel no estaba en silencio. De vez en cuando reverberaban gritos y sonidos de metal contra metal y alguien, con una penetrante voz de tenor, comenzó a cantar «Dios Bendiga al Príncipe de Gales». Carlos cerró los ojos, pensó en su jardín y se durmió.
35

Platino

Sayako salió del probador, en la calle Sloane, vistiendo el conjunto que la edición inglesa Vogue reproducía en portada como mejor modelo de la estación. Sobre el suelo del probador, hecho un pingo, había quedado abandonado el modelo de la estación precedente. Sayako se contempló en el espejo de cuerpo entero. La encargada, esbelta y vestida de negro, se encontraba detrás de ella.
—Este color le sienta muy bien —opinó, sonriendo profesionalmente.
—Me lo quedo, y también me lo quedaré en fresa y en azul marino y en amarillo —dijo Sayako.
La encargada se regocijó interiormente. Ahora ya estaba segura de que aquella semana alcanzaría el objetivo de ventas que tenía fijado, cosa que le aseguraba el empleo por lo menos una semana más. ¡Dios bendiga a los japoneses!
Sayako, caminando con los pies cubiertos únicamente por las medias, se acercó a un expositor de mocasines de ante.
—Y estos zapatos, a juego con todos los conjuntos, en talla cuatro —dijo.
Tomaba como referencia el maniquí de fibra de vidrio que se apoyaba convincentemente en el mostrador principal de la tienda, vestido con el mismo conjunto crema que Sayako llevaba, los mocasines que Sayako acababa de encargar y un bolso que encargaría inmediatamente en azul marino, fresa, crema y amarillo. Acariciada por los focos, resplandecía la rubia peluca de nailon del maniquí, y sus ojos azules estaban entornados, como embelesados por su propia belleza caucásica.
«¡Es tan hermosa!», pensó Sayako. Tomó la peluca de la cabeza del maniquí y se la puso en su propia cabeza. Encajaba perfectamente.
—Y me llevo esto —dijo.
A continuación entregó una tarjeta de platino donde figuraba el nombre de su padre, el emperador de Japón.
Mientras la encargada tecleaba los mágicos números de la tarjeta, Sayako eligió un abrigo de suave gamuza de color verde, expuesto también sobre un maniquí, en este caso de peluca roja, que centraba el espacio delimitado por los mostradores. El abrigo de gamuza costaba mil libras; mil libras menos un penique, para ser exactos.
—¿En qué otros colores tienen esto? —preguntó Sayako a las dependientas que estaban envolviendo sus conjuntos, mocasines, bolsos y peluca.
—Sólo en otro más —dijo una de ellas (que pensó: «Jesús, cuando salgamos de aquí esta tarde nos iremos de copas»).
Corrió hacia el fondo de la tienda y regresó rápidamente con una versión en color marrón tirando a miel del suntuoso abrigo.
—Muy bien —asintió Sayako—. Me los quedo los dos y, por supuesto, botas a juego, talla cuatro.
Al hablar señalaba las botas que lucía el maniquí de peluca roja.
El montón de artículos crecía sobre el mostrador. El guardaespaldas de Sayako, apostado en el lado interior de la puerta de entrada, cambiaba de sitio impacientemente. La limusina estacionada fuera de la tienda había ya atraído la atención de un agente de tráfico. Él y el conductor intercambiaban miradas, pero ambos sabían que las placas del Cuerpo Diplomático que ostentaba el coche excluían cualquier posibilidad de que se colocara en el parabrisas un impreso de sanción por estacionamiento indebido.
Cuando la princesa y sus compras fueron retiradas de escena, las encargadas y dependientas rieron a gritos, chillaron y se abrazaron unas a otras locas de alegría.
Sayako, sentada en la trasera de la limusina, contemplaba Londres y a sus habitantes. ¡Qué raros eran los ingleses, pensaba, con sus facciones indefinidas, sus desmesuradas narices y su piel! Disimuló una risita cubriéndose la boca con la mano. Piel blanca en unos, rosada en otros, con frecuencia rojiza. ¡Y qué cuerpos tenían! Tan altos... ¿Para qué podía servir semejante estatura? Su padre era un hombre pequeñito, y era un emperador.
Al tomar el coche el camino de Windsor, donde ella se alojaba en el recién inaugurado Hotel del Castillo Real, los ojos de Sayako se cerraron. Ir de compras era terriblemente fatigoso. Había empezado a las diez y media en la sección de lencería de Harrod's y ahora eran las seis y cuarto de la tarde y sólo había parado una hora para almorzar. Además, cuando se retirara tendría que ponerse a leer aquel enrevesado libro, Tres hombres en una barca.
Había prometido a su padre que leería como mínimo cinco páginas diarias. Ello mejoraría su inglés, decía él, y la ayudaría a entender la mentalidad inglesa.
Sayako había tenido ya que tragarse, con penas y fatigas, El viento en los sauces, Alicia en el país de las maravillas y la mayor parte de Jemima Puddleduck, pero todos aquellos libros le habían parecido muy difíciles, llenos de animales que hablaban y vestían ropas de seres humanos. El más raro de todos había sido La casita de Pooh, que trataba de un oso retrasado mental al que protegía un chico llamado Christopher Robin. A Sayako le había dicho su profesor de inglés coloquial que en este idioma había varias palabras que significaban «mierda». Una de ellas era pooh.
En el Hyde Park Corner el coche se detuvo súbitamente, el conductor masculló una maldición y Sayako abrió los ojos. El guardaespaldas se volvió de cara a ella.
—Una manifestación —dijo—. No hay nada que temer.
Ella miró por la ventanilla y vio una larga hilera de personas de mediana edad que cruzaban la calle por delante del coche. Muchas de ellas vestían anoraks de color beige, que Sayako, compradora devota, identificó como procedentes de Marks and Spencer. Entre los manifestantes, unos pocos enarbolaban palos en los que aparecían fijados unos rótulos donde en letras rojas, blancas y azules se leía «BOMB».
Nadie, al parecer, prestaba a aquellas personas la menor atención, excepto algún que otro automovilista impaciente.
36

Caballo regalado

Spiggy entró en Hell Close montando a pelo un caballo zaino que se llamaba Gilbert. Cuando el caballo estuvo a la altura de la casa de Ana, Spiggy gritó: «¡Ayuup!», y Gilbert se detuvo y comenzó a mordisquear la grama que crecía a lo largo del bordillo. Spiggy desmontó y condujo a Gilbert por el sendero hasta la puerta principal.
—Espera a que te vea —dijo Spiggy al caballo—. ¡Patitiesa se va a quedá!
Cuando Ana abrió la puerta y vio los tiernos ojos pardos de Gilbert fijos en los suyos, creyó que iba a derretirse allí mismo, en el umbral. Tendió los brazos y estrechó entre ellos el cuello del caballo.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó bruscamente.
—Lo compré —explicó Spiggy—. A un tipo del clú. Él no tié ande guardarlo.
—¿Y tú tienes dónde? —preguntó Ana.
—No —admitió Spiggy—. Había bebío unas pocas cervezas y fue como que me encapriché con él. Estaba amarrao fuera, en el aparcamiento, y digamos que me dio, no sé, pena. Sólo me costó cincuenta libras y un rollo de alfombra de ésa de escaleras. ¡Se llama Gilbert! ¡Tié zapatos nuevos! —dijo ansiosamente, con la esperanza de que Ana coincidiese en que Gilbert era una ganga.
El ojo experto de Ana dijo a ésta que, en efecto, Gilbert era un buen caballo.
—¿Para qué lo han usado? —dijo.
—Pa animal de tiro, según el tipo, en Derbyshire. Pero últimamente ha estao de vacaciones porque lo del trasporte se fue al carajo. Tié un caráter dulce-dulce.
Ana podía comprobar aquello por sí misma. Gilbert permitió que le palpase las articulaciones, que inspeccionara el interior de sus orejas. Incluso mostró los dientes cuando Ana le miró la boca, como si estuviera sentado en la silla de un dentista y ansiase cooperar con éste. Ana le dio unos golpecitos en el hocico castaño, luego le cogió de la brida y le condujo por el sendero que flanqueaba la casa hasta el jardín trasero, donde la descuidada hierba había crecido desmesuradamente.
No tenía silla de montar, pero Ana se izó a lomos del caballo y pasearon hasta el fondo del jardín y regresaron. Spiggy encendió un cigarrillo y se sentó en el banco de hierro forjado que Ana había traído del parque Gatcombe. Ana le gustaba, era una mujer que llamaba a las cosas por su nombre. Y no tenía mal aspecto, ni mucho menos; sobre todo con el cabello suelto, como lo llevaba ahora.
Él se había envanecido de la sensación que ambos causaron cuando entraron en el Club de Trabajadores de Flowers Estate, con ocasión de su primera cita. Y más todavía cuando Ana había ganado a todos sus compinches al billar. Gilbert era la prenda de amor de Spiggy.
Calculó que el jardín de la casa era suficientemente grande para Gilbert, siempre y cuando diera un buen galope por los campos de juego una vez al día. Ana descabalgaba de mala gana ante él.
—Me será completamente imposible mantenerlo, Spiggy —dijo Ana—. No alcanzo ni a mantener a los niños como debería.
—Yo lo mantendré —dijo Spiggy—. Tú me dices lo que necesita, y yo te lo consigo. —Mientras Ana dudaba, añadió—: Sólo pasa que yo no tengo uno de esos jardines grandes, como tú. Podríamos supongamos que compartirlo. Mi papá era gitano, así que estoy acostumbrao a los caballos. Aprendí a montá antes que a atarme los cordones de los zapatos. Vamos, Ana échame una mano en esto. Tú tiés sitio pa una cuadra.
Gilbert restregó su hocico contra el cuello de Ana. ¿Cómo podía ella negarse?


Por la tarde, George Beresford midió a Gilbert para establecer las dimensiones de la cuadra. Volvió después con Fitzroy Toussaint. Transportaban entre ambos unas planchas de melamina color de rosa que George se había guardado cuando en cierta ocasión ayudó a reformar una peluquería de señoras.
—No es exactamente robada —le dijo a Ana, al presentar ésta objeciones a la dudosa historia de la melamina—. Es una prerrogativa del trabajo.
Fitzroy lo confirmó y dijo a Ana que él podía conseguir para ella y los niños papel de ordenador.
—Cuando sea —aseguró—. No hay problema.
Ana dibujó un rudimentario boceto de una cuadra, estipuló a qué altura debían estar el abrevadero y el pesebre de Gilbert, explicó que el caballo necesitaría espacio para dar la vuelta y que en el suelo debía haber buenos desagües y condiciones idóneas para soportar copiosas cantidades de orines. Fitzroy ayudó a George a transportar otro cargamento de melamina y luego se excusó: era hora de volver a la oficina.
El señor Christmas miraba por encima de la cerca. Estaba en libertad bajo fianza después de que su intento de robar un grifo de un almacén de Hágalo Usted Mismo fue frustrado por una cámara del circuito interno de televisión. Sacó una zanahoria del bolsillo de los pantalones y obsequió con ella a Gilbert.
—¿Qué hará usté con la mierda del caballo? —preguntó a Ana.
Ana confesó que no había pensado demasiado en el asunto, aunque reconocía que podía constituir un problema.
—Yo se la quitaré de las manos, si usté quiere —ofreció el señor Christmas, que ya se veía a sí mismo vendiendo estiércol a una libra la bolsa.
—No me propongo tenerla en las manos, señor Christmas —dijo Ana.
Estaban riendo cuando la Reina entró en el jardín trasero cargada con una silla de montar, que entregó a su hija.
La Reina era incapaz de imaginar una vida sin caballos. A pesar de las advertencias de Jack Barker, había sido instintivo en ella incorporar una silla de montar al cargamento del camión de mudanzas.
—Esta mañana he sacado esto del trastero. Habrá que ajustarla, pero me parece que el tamaño está bien —dijo, sonriendo a Gilbert y ofreciéndole un caramelo de menta.
—¿Cómo lo lleva su chico allí dentro? —preguntó a la Reina el señor Christmas.
—No lo sé, todavía no he recibido carta suya —dijo la Reina, tironeando la mantilla de la silla y enderezando un poco ésta—. Le he escrito, por descontado, y le he enviado un libro.
—Un libro —dijo escépticamente el señor Christmas—. No se lo van a permitir.
—¿Por qué razón? —se sorprendió ella.
—Las ordenanzas —explicó el señor Christmas—. Se puén pegá puntitos de LSD en las páginas o esparcí cocaína en esa parte dura que aguanta juntas las hojas...
—El lomo —informó la Reina.
—Uno de mis chicos se enganchó a la droga cuando estuvo en chirona —dijo el señor Christmas en tono ligero—. Cuando salió, tuvieron que darle eso del tratamiento del topetazo.
—¿Tratamiento de choque? —sugirió la Reina.
—¡Sí, de choque! Pero no le curó. Dice que le da iguá si la palma joven. Dice que se caga en el mundo y que no tié motivos pa viví.
—Qué cosa tan triste —dijo la Reina.
—Ya era como un pingajo cuando nació —añadió el señor Christmas. Descartó el tema con un ademán—. No le vi sonreí hasta que tenía un año. Por má que le sacudía, nunca sonreía.
37

Querida mamá

Por la mañana, la Reina estaba limpiando el desagüe en el jardín delantero cuando el cartero avanzó por el sendero con una carta en la mano. La Reina se quitó los guantes de goma. Confiaba en que la carta sería de Carlos. Lo era.

Prisión de Castle
Viernes, 22 de mayo

Querida mamá:
Como podrás ver, incluyo un permiso de visita. Me complacería muchísimo que me visitaras. Aquí todo es espantoso, la comida es indescriptiblemente horrible. Uno sospecha que ya es hedionda cuando sale de las cocinas, pero cuando nos llega a nosotros, en las celdas, es más hedionda aún, fría y coagulada. Por favor, cuando vengas tráeme unas barritas de cereales, un poco de fruta, algo saludable y nutritivo.
Por favor, tráeme también algunos libros. Aún no estoy autorizado a utilizar la biblioteca de la cárcel. Y dependo de los gustos en materia de lectura de mis compañeros de celdas, Lee Christmas, Fat Oswald y Carlton Moses. Ellos no comparten mi afición a la literatura; precisamente la noche pasada tuve que explicarles qué era la literatura, o lo que es. Lee Christmas creía que literatura es algo que uno echa en la gaveta del gato. En la actualidad pasamos encerrados veintitrés horas al día. No hay funcionarios de prisiones suficientes para supervisar los programas educativos o de trabajo.
Nos turnamos para hacer ejercicio en el pequeño espacio que queda entre las literas. Es decir, con excepción de Fat Oswald, que se pasa el día entero acostado en su litera leyendo libros de cocina y rezumando malsanos gases corporales. Le acusé de ser en parte responsable de la disminución de la capa de ozono y se limitó a comentar: «A saber lo que será eso».
El infierno son realmente los otros, mamá. Ansío dar un paseo solitario, o pasar el día pescando a solas, nadie más que yo, el río y la naturaleza.
¿Se ocupa Diana de mi apelación? Compruébalo, mamá. El simple hecho de que yo esté aquí es una injusticia monstruosa. Yo no provoqué un tumulto aquel día en Hell Close. Yo no grité: «Matad a ese cerdo». Carlton dice que mi abogado, Ian Livingstone-Chalk, es bien conocido por su holgazanería y su incompetencia. En los círculos criminales le llaman Chalk El Puerco debido a sus simpatías por la policía. Uno se pregunta por qué ejerce de abogado defensor. Encárgale a Diana que presente una queja contra él ante el Consejo de Abogacía, y por favor recuérdale que riegue el jardín: las tomateras plantadas en sacos de cultivo, que están a un lado de la puerta de la cocina, necesitan al menos un litro y medio de agua por planta y por día, y más cantidad si el tiempo es especialmente caluroso.
El gobernador, señor Fossdyke, me obsequió ayer con tu retrato de la coronación. Estoy sentado bajo él mientras te escribo. Esto ha despertado cierto resentimiento entre mis compañeros de celda, y ahora exigen al señor Fossdyke que les regale retratos al óleo de sus madres.
Desearía que el señor Fossdyke me tratase con el mismo desprecio con que trata a los demás internos. Por favor, ¿podrías tú escribirle a este respecto? Pídele que me mire desdeñosamente la próxima vez que me vea, que me hable ásperamente, etc. A ti te hará caso: es claramente un monárquico incondicional.
Da muchos recuerdos de mi parte a Guillermo y Enrique y diles que papá está disfrutando mucho en sus vacaciones en el extranjero. Transmite mi cariño a la abuelita y mis saludos a mi padre.
Como verás, he cometido un error en el adjunto permiso de visita. Quería, por supuesto, colocar el nombre de Diana a continuación del tuyo, pero por alguna extraña razón he escrito en su lugar el de Beverley Threadgold. No me explico el motivo. Confío en que a Diana no le importe esperar una semana, o posiblemente dos.
Te quiere
tu hijo Carlos

P. D. Las tomateras necesitan abono líquido una vez por semana.
P. P. D. ¿Sabías que Harris ha dejado preñada a una perra llamada Kylie? El dueño de Kylie, Alian Gower, está también aquí, es un «cowboy del plástico» (es decir, un estafador de tarjetas de crédito). Quiere que vayamos a medias en los gastos de veterinario.

La Reina entró en casa y se sentó inmediatamente a escribir al gobernador.

Gordon Fossdyke Esq
Gobernador
Prisión de Castle
Hell Close, 9
Flowers Estate
Lunes, 25 de mayo 1992

Estimado señor Fossdyke:
Como usted sabe, mi hijo se encuentra bajo su custodia. Me escribe para contarme sus múltiples atenciones. Estoy por ellas sumamente agradecida, pero apreciaría mucho más que fuera usted ocasionalmente desatento con él. Me pregunto si podría usted arreglarlo de manera que fuese severamente castigado por alguna infracción menor. Entiendo que esto podría ayudarle a congraciarse con sus compañeros de celda y ganar su estima.
Con referencia a otra cuestión, ¿por qué la comida que se sirve a los presos tiene que estar fría? ¿Le preocupa a usted, quizá, que se quemen la lengua? Estoy segura de que deben existir motivos (de los que no soy consciente), porque entra sin duda en su capacidad de organización el asegurarse de que la comida llegue a los internos a la que usted y yo consideraríamos temperatura adecuada.
Un pequeño detalle. Envié a mi hijo un libro, Jardinería orgánica, de Alan Thelwell, hará cosa de una semana. ¿Por qué no le ha sido entregado? ¿Un descuido, quizá?
Sinceramente, suya
Isabel Windsor

La misma mañana, el propio Carlos había recibido una carta.

Hellebore Close, 8
23 de mayo, 1992

Carlos querido:
No te he escrito antes, lo siento, ¡pero he estado tan ocupada! ¡Confío en que seguirás bien!
Me he teñido el pelo de color castaño, todos dicen que me sienta estupendamente. En Ayuda a la Tercera Edad encontré un conjunto de chaqueta y pantalón terriblemente bonito, un modelo de Max Mara, de un color que es una especie de rosa-beige subido. La chaqueta un poco larga y los pantalones acampanados. ¡Y sólo 2,45 libras! Me lo puse la otra noche para ir a casa de los padres de William, con mi blusa blanca (la que tiene el cuello bordado).
Ayer fui a una fiesta de la flor seca en casa de Mandy Carter. La idea es que te das una vuelta por allí y compras algunas flores secas y Mandy recibe una comisión sobre las ventas. Tu abuelita estaba allí con su amiga Philomena. Yo compré un encanto de cestita llena de esa planta de flores azules que huelen tan bien; crecen muchísimas en Sandringham, pero no me refiero a brezos. Oh, ya sabes cómo se llaman, un nombre que empieza por «l», creo. Lo tengo en la punta de la lengua. No, ya lo he perdido.
No fueron muchas las personas que compraron cosas, ¡así que la pobre Mandy no ganó ni un penique! La mujer que exponía las flores secas me ofreció la organización de otra fiesta la semana próxima, ¡le dije que lo haría encantada! El asunto dinero está difícil. Victor Berryman (Food-U-R) dijo que mantener a un preso en la cárcel cuesta 400 libras por semana. ¡Qué suerte tienes!
Ahora tengo que marcharme. ¡Acabo de ver a Harris saltando encima de los sacos de cultivo!
Te quiere,
Diana
P. D. ¡Lavanda!
P. P. D. Sonny Christmas murió la noche pasada mientras dormía. ¡Qué pena! Guillermo ha sacado catorce puntos sobre cien en un examen de matemáticas. Dije a su ex profesor que nadie es bueno con las matemáticas en nuestra familia, pero él replicó: «Pues parece que a usted las cuentas del impuesto sobre la renta le salían muy bien». ¿Qué quiso decir?

Carlos releyó más de una vez la carta de su esposa. Y siempre que llegaba a un signo de admiración se estremecía. Cada uno de aquellos signos era un visible recordatorio de las diferencias entre ambos.
38

Bailando hacia la luz

El cuerpo achacoso de la Reina Madre descansaba en el lecho de la casa de Hell Close, pero su espíritu se cernía a once mil metros de altura, por encima de las nubes, a bordo de un reactor De Havilland Comet de la BOAC. Sentado a los mandos estaba el jefe de escuadrilla John Cunningham. Su voz tranquilizadora la mantenía informada de los países que sobrevolaba en aquel viaje sin escalas: Francia, Suiza, Italia y el norte de Córcega. Era el año 1952 y el aparato avanzaba a la excitante velocidad de 820 kilómetros por hora. La escena cambió. Ella estaba cazando rinocerontes con un rifle de grueso calibre; luego batía a ritmo frenético un bongo, antes de reunirse con el general Charles de Gaulle y lamentarse con él de la caída de Francia; a continuación presenciaba cómo el ataúd de la duquesa de Windsor era transportado por la escalinata de la capilla de San Jorge, en Windsor; un momento después, luciendo uno de sus espléndidos vestidos de noche, compartía un palco con Noël Coward: la obra que se representaba era Cavalcade. Terminado el espectáculo, cenaban en el Ivy.
Philomena Toussaint mojó el ángulo de un pañuelo en un vaso de agua helada y lo usó para humedecer los labios de la Reina Madre. Eran las tres y cuarto de la madrugada. La Reina Madre percibió en su boca la deliciosa frescura y sonrió con agradecimiento, pero no tenía energías suficientes para hablar ni para abrir los ojos. La Reina había encargado a Philomena que llamara al médico si durante la noche se producía un deterioro en el estado de su madre. Philomena, sin embargo, replicó:
—No llamaré a ningún dotor. Tié má de noventa años. Está cansá: s'ha ganao el derecho a dormí pa siempre en los brazos del buen Dios.
Philomena cepilló el cabello de la Reina Madre, aplicó a su boca un lápiz de labios rosado y colorete a sus mejillas. Anudó las cintas azules del peinador de la Reina Madre y formó un bonito lazo bajo su mentón. Luego rehízo la cama y depositó las manos de la Reina Madre sobre la sábana de lino. Philomena esperó mientras la respiración de la Reina Madre perdía profundidad. La luz que llegaba al cuarto fue haciéndose más intensa. Un pájaro cantó en las cercanías de la casa.
Cuando juzgó que había llegado la hora, Philomena pasó a la contigua sala de estar, donde la Reina, completamente vestida, se había dormido en el sofá. La Reina despertó inmediatamente, tan pronto como Philomena le tocó el hombro. Se apresuró a acudir junto a la cama de su madre, mientras que Philomena se puso el abrigo y salió a comunicar al resto de los parientes que la Reina Madre se moría. La Reina sostenía la mano de su madre y le suplicaba en silencio que continuara viviendo. ¿Qué iba a hacer sin ella? Ana, Pedro y Zara entraron en el cuarto.
—Dadle un beso de despedida —dijo la Reina.
Diana llegó a continuación, con Enrique en brazos y llevando de la mano a Guillermo. Los niños vestían sus pijamas. Diana se inclinó para besar la suave mejilla de la Reina Madre y después incitó a sus hijos a hacer lo mismo.
El tip tap de los altos tacones de Margarita sonó en la calle: la princesa se apresuraba en pos de Philomena. Susan, la perra corgi de la Reina Madre, subió al lecho de un salto y se acurrucó contra el montículo que los pies de la Reina Madre formaban en el cobertor. Margarita abrazó a su madre apasionadamente y acto seguido preguntó a su hermana:
—¿Has enviado a por un médico? La Reina admitió que no lo había hecho, y añadió: —Mamá tiene noventa y dos años. Su vida ha sido maravillosa.
Philomena dijo:
—Le pregunté una vé si quería que le pusieran tubos y cosas en el cuerpo y una máquina que respirase, y ella contestó: «Dios lo prohíba».
Margarita exclamó:
—Pero no podemos quedarnos sentados aquí y verla morir, no en este miserable cuartucho, en esta miserable choza, en esta miserable calle, en este miserable barrio.
—A ella le gusta este sitio, y a mí también —dijo Guillermo.
Había corrido la voz en Hell Close y los vecinos comenzaban a reunirse ante la puerta principal de la casa. Hablaban en voz baja de sus recuerdos de la Reina Madre. Hicieron a Darren Christmas desmontar de su ruidoso ciclomotor y empujarlo hasta que estuviera a distancia suficiente para que no estorbase su irrespetuoso petardeo. Y también por respeto, a nadie se le permitió aquella mañana robar nada del carromato del lechero.
El vicario republicano, reverendo Smallbone, acudió a la casa a las ocho. Le había avisado el repartidor de periódicos, de quien obtenía el único ejemplar del Independent que podía encontrarse en un radio de siete kilómetros. En pie junto a la cabecera de la cama de la Reina Madre, murmuró unas frases inaudibles a propósito del cielo y el infierno y el pecado y el amor.
La Reina Madre abrió los ojos y dijo:
—Yo no quería casarme con él, ya lo sabéis. Tuvo que pedírmelo tres veces, ¡yo estaba enamorada de otro!
Y cerró los ojos de nuevo.
Margarita comentó:
—No sabe lo que dice: adoraba a papá.
La Reina Madre era otra vez Elizabeth Bowes-Lyon, diecisiete años, una afamada belleza, girando en torno a la sala de baile del castillo de Glamis en brazos de su primer amor, cuyo nombre ya no recordaba del todo. Pensar se había hecho difícil. Estaba oscureciendo, al parecer. Alcanzaba a oír voces en la distancia, pero se tornaban más y más débiles. Luego reinó una oscuridad completa, aunque allá en la distancia más remota aparecía como un pinchazo de brillante luz. Súbitamente, ella se desplazaba hacia aquella luz y la luz la arrebataba y la circundaba y la incluía en su esencia y de ella ya no quedaba sino un recuerdo.
39

Métrica y rima

A Carlos le correspondió el turno de elegir emisora, de modo que todos en la celda escuchaban Radio Cuatro. Brian Redhead entrevistaba al ex gobernador del Banco de Inglaterra, que había dimitido la víspera. Aún no se había encontrado a nadie para sustituirle. El señor Redhead preguntaba:
—Así pues, señor, ¿me está usted diciendo que en su condición de gobernador del Banco de Inglaterra, ni siquiera usted, en una posición tan elevada, conocía los términos de este empréstito japonés? Me resulta difícil creerlo.
—Más me lo resulta a mí —dijo el ex gobernador amargamente—. ¿Por qué cree que he dimitido?
—Entonces, ¿cómo se devolverá el empréstito? —inquirió el señor Redhead.
—No se devolverá —dijo el gobernador—. Las arcas están vacías. Con objeto de financiar sus lunáticos proyectos, el señor Barker ha robado con pleno éxito el Banco de Inglaterra.
La puerta de la celda se abrió y el señor Pike tendió unas cartas. Anunció:
Fat Oswald, de su madre. Moses, una de su esposa y otra de su novia. —A Lee le dijo—: Nada, como de costumbre. —Y a Carlos—: Teck, una de un débil mental, a juzgar por la escritura del sobre.
Carlos abrió el sobre. Dentro había dos cartas:

Qerido papa
Llo estoi vien tu estas vien
Se qe no estas de bacasiones e bisto a Darrun Christmas i dise qe estas en cirona
Harris a roto a trositos todas las plantas del gardin Te qiero
Enrique 7 anos

Qerido papa
Mama nos a dicho una mentira qe estas de bacaciones en Escosia. Nos an robao el video y también los candelabrios qe eran de aqel rey Jorje qe reino ase anos. El señor Christmas conose al fulano qe se los yebo. Dise qe le ba a pegar a ese fulano i los debolbera.
Nuestro cole tendra pronto un tejao nuebo. Jack Barker enbio una carta a la señora Stricklan i eya nos lo dijo en asablea ier.
Tia Ana tiene un cabayo yamado Gilbert. Bibe en su gardin en una cuadra. Es rosa. La cuadra no el cabayo. Mándanos dinero de la prisión no tenemos nada.
Escrive pronto
Te qiere Guillermo

Carlos leyó las dos cartas con horror. No solamente por el uso abismal que sus hijos hacían del idioma, las faltas de ortografía, el desprecio de las normas de puntuación, la pasmosa caligrafía. Sobre todo, por el contenido de las cartas. Cuando saliera de la cárcel mataría a Harris. ¿Y por qué Diana no le había mencionado el robo?
Cuando estaba doblando las cartas se abrió la puerta de la celda y el señor Pike dijo:
—Teck, su abuela ha muerto. El gobernador le expresa su condolencia y le comunica que autorizará su salida para que asista al entierro.
La puerta volvió a cerrarse y Carlos se esforzó en dominar sus sentimientos. Sus compañeros de celda, Lee, Carlton y Fat Oswald, le miraban sin pronunciar palabra. Pocos minutos después, Lee dijo:
—Si a mí me dejaran salí, me pegaría el piro.
Carlos contempló por la ventana de la celda las ramas del sicomoro y le acometió la opresiva nostalgia de la libertad.


Aquella misma mañana, más tarde, cuando Fat Oswald regresó de su clase de composición creativa, entregó a Carlos una hoja de papel y le dijo:
—Es para ti, para levantarte el ánimo.
Carlos abandonó su litera, tomó el papel de la mano gordinflona de Oswald y comenzó a leer:

Allí fuera
Allí fuera hay bizcochos
y refrescos en lata,
hay tiendas donde venden
chocolates y nata.
Allí fuera hay mil flores,
hay árboles a manta,
hay legiones de chicas
muy bonitas de cara.
Allí fuera algún día
queremos estar
Carlos, Lee, Carlton, ¡yo mismo!
Sólo por variar...

Carlos, pasmado, se dio cuenta con absoluta claridad de que lo que acababa de leer era un poema.
—¡Oh, es extremadamente bueno, Oswald! —exclamó, identificado por completo con los sentimientos que el poema expresaba, aunque repudiaba la banalidad de la construcción.
Fat Oswald trepó con esfuerzo a su litera, rebosante de orgullo.
—Léelo en voz alta, Carlos —dijo Lee, que hasta entonces no se había enterado de que compartía la celda con un colega poeta.
Cuando Carlos hubo leído en voz alta el poema para sus compañeros, Carlton comentó:
—Ese poema es maligno, tío.
Lee guardaba silencio. Los celos creativos le roían. A su juicio, su propio Gatito peludo tenía muchísima más calidad.
Carlos se acostó en su litera. Los últimos versos del poema se repetían en su mente una y otra vez:

Allí fuera algún día
queremos estar
Carlos, Lee, Carlton, ¡yo mismo!
Sólo por variar...
40

Tarea de mujeres

Philomena y Violet sabían cómo amortajar a un difunto. Era algo que habían aprendido a hacer en el pasado, cuando los tiempos eran difíciles. No pensaban que fuera necesario en 1992, pero sus servicios fueron requeridos de nuevo. Pocas personas en Hell Close tenían recursos suficientes para acudir a una funeraria, a no ser que contrajesen abrumadoras deudas o que la causa de la muerte fuera un accidente laboral (en cuyo caso el patrono estaba ansioso por apaciguar a la familia). Las pólizas de seguros se consideraban elementos de un lujo fabuloso, tan exóticas como unas vacaciones en el extranjero y comer rosbif el domingo.
Sabedoras de lo importante que es mantenerse ocupado en tales momentos, las mujeres habían encomendado a la Reina pequeños encargos. La Reina los ejecutó voluntariamente. Sin la animosa presencia de su madre, la casa se le antojaba horriblemente opresiva.
Cuando las dos mujeres terminaron su tarea, se situaron a los pies de la cama y desde allí contemplaron a la Reina Madre. Ésta mostraba en sus labios una leve sonrisa, como si estuviera soñando con algo muy placentero. La habían vestido con su traje de noche favorito, azul, un color a juego con los zafiros de los pendientes y la gargantilla con que la adornaron.
—Tié un aspecto sereno, ¿verdá? —dijo Philomena, satisfecha.
Violet se secó los ojos y comentó:
—Yo nunca le vi mucho sentío a eso de que hubiese una familia real, pero ella era una buena mujer, malcriá pero buena.
Comprobaron que todo estaba limpio y en orden, y luego salieron del dormitorio y comenzaron a limpiar el resto de la casa. Preveían que en los días siguientes acudirían muchos visitantes, por lo cual enviaron a Wilf a comprar bolsitas de té adicionales, leche y azúcar. Diana se reunió con ellas en la cocina. Traía un ramo de flores purpúreas de tallos largos. A pesar de sus gafas Ray-Ban se le veían los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto.
—Las he cogido en el jardín —explicó, refiriéndose a las flores—. Son para... la capilla ardiente de la Reina Madre, o como se diga.
Un olor acre se esparcía por la cocina.
—Son cebollinos —dijo Violet, olfateando el ramo—. Yerbajos.
—¿Ah, sí? —dijo Diana ruborizándose, confusa—. Carlos se enfadará conmigo.
—No importa —la tranquilizó Violet—. Sólo que apestan.
—Lo que necesitamos son azucenas —sugirió Philomena—, pero esas cosas cuestan una libra y veinticinco cada una.
—¿Qué es lo que cuesta una libra y veinticinco cada una? —preguntó Fitzroy Toussaint, que entraba en la cocina en aquel momento.
—Las azucenas, que güelen tan bien —replicó su madre—. Son las flores que a la Reina Madre le habrían gustao.
Hasta entonces, Fitzroy no se había encontrado cara a cara con Diana. De inmediato le cautivaron su rostro, su figura, sus piernas, su cabello, sus dientes, su complexión, que examinó con mirada experta. Vio que el vestido negro era un modelo de Caroline Charles y que los zapatos de ante de punta fina eran de Emma Hope. ¿Qué no habría dado él por llevar a aquella ruborizada dama al Starlight Club para beber juntos unas margaritas y marcarse en la pista una sesión de baile? Diana miró a Fitzroy por encima de los cebollinos. Era tan alto y tan guapo...., con aquellos abultados pómulos... Y vestía un traje de Paul Smith, y sus zapatos eran de Gieves y Hawkes. Usaba una loción deliciosa. Tenía una voz como de almíbar. Llevaba limpias las uñas. Sus dientes eran perfectos. Había oído decir que era muy cariñoso con su madre. Fitzroy dijo a Diana:
—Voy a comprar unas azucenas. ¿Te apetece dar una vuelta en coche?
—Sí —dijo Diana.
Dejaron en la cocina a las dos mujeres de más edad para dirigirse a la floristería. Al salir de la casa, Diana pasó por delante del coche hacia el lado del pasajero, pero Fitzroy la detuvo exclamando:
—¡Eh! ¡Cógelas!
Le lanzó las llaves del coche. Diana las atrapó al vuelo, pasó al lado del conductor, abrió la puerta y se sentó al volante.
En la barrera policial, el inspector Holyland miró atentamente a Diana y Fitzroy y preguntó:
—¿Visita hoy la prisión, señora Teck?
Diana bajó los ojos y sacudió la cabeza. Cada mañana, desde que Carlos fue encarcelado, ella había esperado el permiso de visita, pero éste no había llegado aún. La barrera se levantó y Diana sacó el coche de Hell Close, camino de un mundo que le era mucho más familiar: coches elegantes, acompañantes apuestos y flores caras. Condujo a lo largo de Marigold Road y pasó ante la escuela infantil, en cuyo patio de juegos correteaba Enrique. El niño llevaba el abrigo cubriéndole la cabeza y jugaba a atracadores: su juego favorito. Ella bordeó la zona deportiva del barrio y distinguió a Harris al frente de una nutrida jauría de perros liberados que en aquel momento entraba en un túnel por el cual se accedía a la sección de juegos infantiles.
Fitzroy introdujo una cinta en el estéreo del coche. La voz de Pavarotti lo invadió todo: Nessun Dorma.
—¿No te importa? —preguntó.
—Oh, no, es mi favorito absoluto. Le vi actuar en Hyde Park. Carlos prefiere a Wagner.
Fitzroy dijo compasivamente:
—Wagner da mala espina.
Se inclinó hacia delante, oprimió un botón y la trampilla del techo se abrió. La voz de Pavarotti escapó del interior del coche y atrajo la atención de la Reina, que frente a la entrada de Food-U-R, recibía en aquellos instantes el pésame de Victor Barryman. La Reina levantó la vista y distinguió a Diana conduciendo junto a Fitzroy Toussaint. Éste, instalado en el asiento del pasajero, agitaba los brazos al compás de la música.
«¿Qué pasa ahora?», pensó la Reina mientras cargaba con sus bolsas y emprendía trabajosamente el regreso a Hell Close.
Diana aceleró al tomar la carretera que conducía al centro de la población, y ella y Fitzroy se sumaron a las últimas notas de Nessun Dorma, añadiendo sus comparativamente débiles voces a los dulces bramidos de Pavarotti. Por el lado contrario de la carretera, en dirección a Flowers Estate, circulaba un carretón tirado por un caballo. Detrás se había formado una larga cola de vehículos: los conductores, furiosos, miraban atentos al frente en espera de una ocasión para adelantarlo.
—Son mi cuñada y su fulano —dijo Diana cuando se cruzaron con el carretón.
—Pues parecen una pareja de gitanos —observó Fitzroy con menosprecio—. ¿Y qué llevaba ese caballo en la cabeza?
Diana miró por el retrovisor.
—Es el sombrero que Ana llevó en Ascot el pasado año —dijo, y añadió secamente—: En la cabeza del caballo luce mejor.
La halagó que Fitzroy riera. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que hizo reír a Carlos.
Cuando apareció ante ellos el edificio de la prisión, dijo Diana:
—Pobre Carlos.
—Sí —asintió Fitzroy—, debes de estar muy sola sin él, supongo.
Sus ojos se encontraron durante una fracción de segundo. Pero aquel instante bastó para que ambos comprendieran que Diana no iba a estar demasiado sola. Habría compensaciones. Diana se sintió florecer.
Mientras tanto, en el jardín de Carlos el sol caía a plomo. Y el agua se evaporaba de los sacos de cultivo y de las cestas colgantes y de las bandejas-semillero, dejando el mantillo más seco que el desierto de Nevada.
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Lectura de noticias

A primera hora de la tarde siguiente, Violet Toby llamó a la puerta trasera de la casa de la Reina y entró directamente en la cocina. Llevaba en la mano la edición del día del Middleton Mercury. Harris asomó la cabeza, por debajo de la mesa y gruñó a Violet, pero ésta le lanzó un puntapié con su zapato de alto tacón y el perro retrocedió apresuradamente. Violet encontró a la Reina en la sala de estar planchando una blusa de seda. La Reina tenía dificultades con el cuello.
—Esta cosa detestable sigue arrugada —dijo.
Violet tomó la plancha y examinó el conmutador de control variable.
—La tié puesta pa planchá hilo —explicó—. Con la seda no va.
La Reina desenchufó la plancha e invitó a Violet a sentarse.
—No sé si habrá visto esto —dijo Violet—. Es sobre su mamá.
Entregó a la Reina el periódico abierto. En la página siete, debajo de una noticia referente a que el domingo por la mañana alguien había hurtado una camiseta blanca de un tendedero en Pigston Magna, se publicaba un breve:

MUERE LA ANTERIOR REINA MADRE

La anterior Reina Madre, que en 1967 inauguró la Sección de Urgencias del Hospital Real de Middleton, ha fallecido en Hellebore Close* Flowers Estate. Tenía 92 años.


La Reina devolvió el periódico a Violet, y ésta dijo:
—¿No quié recortarlo?
—No —respondió la Reina—. No merece la pena guardarlo, ¿no cree?
A continuación observó que el titular de cabecera de la primera página vociferaba: «CRISIS DEL EMPRÉSTITO. JAPÓN LANZA UN ULTIMÁTUM». Tomó de nuevo el periódico y leyó que, el día anterior, Jack Barker había mantenido una reunión de ocho horas a puerta cerrada a la que habían asistido altos funcionarios del Tesoro y el ministro de Finanzas japonés. Nada se había comunicado acerca de lo tratado a los informadores.
El corresponsal financiero del Middleton Mercury escribía que, en su opinión, Gran Bretaña se enfrentaba a la crisis más grave desde los días negros de la Guerra Mundial. Continuaba en tono indignado:


Ningún detalle se ha hecho público sobre las garantías precisas que cubren el crédito multibillonario en yens. El compromiso del señor Barker de un Gobierno abierto debe hoy considerarse una impostura. ¿Por qué, oh, por qué se nos deja a oscuras? ¿Qué se ha comprometido Gran Bretaña entregar a Japón? El Middleton Mercury insiste: «DEBEMOS SABER».


—Interesante, ese asunto del empréstito japonés —dijo la Reina al devolverle el periódico a Violet por segunda vez.
—¿Seguro? —preguntó ella—. Lo que es yo, de política ná. No veo que tenga ná que vé con mi vida, ¿verdá?
—Pues yo creía que usted apoyaba a Jack Barker, Violet —dijo la Reina.
—Sí, le apoyo —asintió Violet—. Pero él mismo y por su cuenta se va a cae pronto de culo, ya lo verá usté.
La Reina pensó en el agravamiento de la crisis financiera y concedió que Violet podía estar en lo cierto. Mientras plegaba la tabla de planchar y la guardaba debajo de las escaleras se preguntó qué sentiría si un día volvía al Palacio de Buckingham. Sería más que agradable que otras manos, invisibles, hicieran por ella el trabajo de plancha, esto por descontado, pero la perspectiva de reasumir sus deberes oficiales la hacía estremecer. Confiaba en que Jack encontraría alguna manera para salir de sus apuros.
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Artesanía en madera

Al día siguiente, en Hell Close, la Reina presenciaba cómo George Beresford clavaba los últimos clavos en el ataúd.
—Listo —dijo—. Digno de una reina, ¿eh?
—Hermoso trabajo —asintió la Reina—. ¿Cuánto le debo?
George se ofendió.
—Nada —dijo—. Cuatro golpes de sierra, y los clavos ya los tenía.
Pasó las manos por la superficie del féretro, como acariciándolo. Después fue en busca de la cubierta, que tenía apoyada contra la cerca del jardín, para comprobar las dimensiones.
—Ajuste perfecto, aunque no debería decirlo yo.
—Debo al menos pagarle su tiempo —insistió la Reina, que esperaba que el tiempo de George fuera barato: el subsidio de entierro de los Servicios Sociales no era ninguna extravagancia.
George dijo:
—Ahora soy dueño de mi tiempo. Si no me sirve para echarle una mano a una vecina, mal asunto.
La Reina acarició también el ataúd.
—Es usted un magnífico artesano, George.
—Aprendí con un buen ebanista. Y trabajé quince años en Barlows.
El nombre no significaba nada para la Reina, pero dedujo del tono ufano de la voz de George que Barlows debía de ser una firma de prestigio.
—¿Por qué dejó Barlows? —preguntó.
El rostro de George se nubló.
—Tuve que cuidar de la mujer.
—¿Su esposa enfermó?
—Le dio un ataque —dijo George—. Sólo tenía treinta y tres años, nunca paraba de hablar. En fin, una mañana me despidió cuando salía hacia el trabajo, y la próxima vez que la vi estaba en el hospital. No podía hablar, no podía moverse, no podía sonreír. Llorar, eso sí podía. —El tono de George se entristeció—. En todo caso —continuó, vuelto de espaldas a la Reina—, no había nadie más para cuidar de ella. Lavarla, darle de comer y todo eso, y además estaban los pequeños, nuestro Tony y nuestro John, de manera que dejé el empleo. Más adelante, cuando ya ella se nos había ido, Barlows había quebrado y todo lo que pude conseguir fueron trabajos de instalación, reformas o decoración de comercios. Cosas que podía hacer con los ojos cerrados, pero que eran trabajos a fin de cuentas. Yo no soy feliz si no trabajo. Y no es cuestión de dinero únicamente. —Se volvió de cara a la Reina, ansioso por dar énfasis a sus palabras—: es más por la sensación de que... de que alguien te necesita... O sea, ¿qué eres tú si no trabajas?
»En lo de la decoración hice buenos amigos —continuó—. Llevo viviendo solo tres años, y veo un buen programa en la tele, y estoy solo, y pienso que por la mañana lo comentaré con los compañeros. —George rió—. Realmente patético, ¿no?
—¿Sigue usted viendo a sus amigos?
—No, así no funcionaría. —George movió lentamente la cabeza—. No puedo arreglarlo para que nos veamos, pensarían que me he vuelto tonto.
Comenzó a guardar sus herramientas en sendos compartimientos cosidos en el interior de una bolsa de lona. Para cada herramienta había un sitio adecuado. La Reina observó que en aquel lado de la bolsa aparecía estampada en tinta negra la palabra «Barlows». Tomó una escoba y procedió a barrer las virutas y el serrín para formar con ellos un montoncillo.
George le quitó la escoba y dijo:
—Usted no debería estar haciendo eso.
La Reina recuperó la escoba de un tirón.
—Soy perfectamente capaz de barrer unos pocos restos de madera...
—Ni hablar. —George recobró la posesión de la escoba—. A usted no la educaron para hacer trabajos sucios.
—Entonces quizá me dieron una educación equivocada —replicó la Reina mientras una vez más arrancaba la escoba de manos de George.
Siguió un silencio entre ellos, cada uno concentrado en su labor. George pulía el féretro y la Reina recogía los desechos guardándolos en una bolsa de plástico negra. Finalmente, George dijo:
—Siento mucho lo de su mamá.
—Gracias —murmuró la Reina.
Y rompió a llorar por primera vez desde la muerte de su madre. George dejó el paño que manejaba y rodeó a la Reina con sus brazos.
—Vamos, vamos, no se contenga. Adelante, suéltelo todo. Una buena llantina le hará bien.
La Reina, ciertamente, se entregó a una buena llantina. George la condujo al interior de su pulcra vivienda, le mostró el sofá, ordenó que se tendiera en él, le dio un rollo de papel higiénico para que se secara las lágrimas y la dejó sola con su aflicción. Sabía que ella preferiría que él no estuviera observándola mientras se abandonaba al dolor. Transcurridos quince minutos, cuando los sollozos hubieron amainado un poco, él llevó una bandeja de té a la sala de estar. La Reina se sentó, y tomó la taza y el plato que George le ofrecía.
—Lo lamento —dijo ella.
—Yo no —dijo él.
Mientras bebían su té, a la Reina se le ocurrió pensar cuántas tazas exactamente había bebido desde que se trasladó a Hell Close. Debían ser centenares.
—Hay que ver lo mucho que conforta una taza de té —comentó.
—Calienta y es barata —asintió George—. Se echa de menos cuando no se tiene. Y parece que le da al día un poco de color, ¿no es cierto?
La Reina apuró su taza y la pasó a George para que se la volviese a llenar. Deseaba reposar un rato antes de abordar los restantes preparativos del entierro.
Spiggy y Ana llamaron a la puerta trasera y entraron.
—Su mamá ha llorado a gusto —anunció George a Ana. Ella movió afirmativamente la cabeza. Se sentó en el brazo del sofá y acarició con unas palmaditas el hombro de su madre. Spiggy se quedó de pie detrás de la Reina y le apretó el brazo derecho en un desmañado gesto de condolencia.
—Spiggy y yo —dijo Ana— hemos decidido cómo llevar el féretro de la abuela a la iglesia.
—¿Habéis encontrado a alguien que disponga de un coche fúnebre? —preguntó la Reina, quien ya había calculado que alquilar una carroza, por modesta que fuera, más un par de coches para la comitiva sería financieramente imposible.
—No. El féretro puede llevarlo Gilbert.
—¡Gilbert! ¿De qué manera?
—Tirando del carretón del papá de Spiggy.
—Sólo necesitará una mano de pintura —confirmó Spiggy.
—Yo tengo unos cuantos botes ahí detrás —dijo George, animado por la idea. La Reina dijo:
—Pero Ana, querida, resulta inconcebible que mamá sea conducida a su última morada en un carromato gitano.
Ana, que en épocas anteriores había tenido alguna relación con la causa de las minorías étnicas, se indignó ligeramente ante aquella observación. Sin embargo, Spiggy, por cuyas venas corría tanta sangre gitana, no se ofendió. Dijo:
—Comprendo a tu mamá, Ana. Pero no ha de ser por fuerza un entierro pomposo y así, ¿verdá?
George dijo a la Reina:
—A su mamá no va a importarle. Siempre que la he visto en coche de caballos parecía muy contenta.
La Reina estaba demasiado melancólica y cansada para plantear nuevas objeciones, de modo que aquella tarde continuaron los preparativos para una ceremonia funeraria al estilo de Hell Close. El negro y el púrpura fueron considerados colores idóneos para repintar el carretón, y George, Spiggy y Ana comenzaron a raspar las anteriores pinturas carnavalescas y a dejar el vehículo a punto para sus próximas y más tristes funciones.
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Deportes de aventura

Era la noche de la cena anual de la Asociación de Deportes de Aventura de Gran Bretaña, en la sede de la Nacional (antes Real) Sociedad Geográfica. El salón de banquetes estaba lleno de hombres y mujeres de cara curtida por la intemperie y apetito voraz. Los piragüistas charlaban con los montañeros. Los practicantes de largas travesías intercambiaban anécdotas con los propietarios de tiendas de artículos deportivos. La mayoría de los asistentes parecían incómodos en sus ropas de etiqueta, como impacientes por retomar sus toscos atuendos de la vida al aire libre.
Jack Barker era el huésped de honor. Ocupaba la cabecera de la mesa presidencial, flanqueado por un directivo de la Unión Piragüista Británica y el presidente de la Asociación Espeleológica de Gran Bretaña. Jack se aburría a más no poder. Detestaba el aire libre, pero en aquel momento concreto con sumo gusto habría escalado desnudo y de espaldas el Ben Nevis, que era el pico más alto de las Islas Británicas, antes que soportar otra interminable historia sobre lo que le ocurría a uno atrapado en una cueva cuando ésta se inundaba de agua. Con la mano apartó su bol de sopa: ésta tenía un sabor dudoso.
—¿De qué es la sopa? —preguntó al maestro de ceremonias, situado en pie detrás de él.
—De pescado, primer ministro —dijo el lacayo educadamente.
Cuando estaba ya por la mitad de su pollo a la Coronación, Jack había empezado a sudar y su cara había perdido el color.
El directivo de la Unión Piragüista Británica se inclinó hacia él y en tono preocupado le preguntó:
—¿Está usted bien, señor?
—Pues no se lo aseguro —respondió Jack con el rostro desencajado.
Eric Tremaine, que asistía a la cena en su papel de miembro del Club de Camping y Caravaning de Gran Bretaña, presenció triunfante desde una mesa en situación más humilde cómo Jack era sacado del salón por el maestro de ceremonias.
—Qué bochorno —comentó a su vecino, un paracaidista especializado en la caída libre, mientras Jack vomitaba sin control en la jarra de agua que sostenía fuertemente entre sus manos.


Cuando el contenido del plato sopero de Jack fue analizado en los laboratorios del Hospital de St. Thomas, se descubrió que el líquido contenía elementos de un herbicida de uso corriente y una mínima proporción de gránulos matacaracoles.
Dado que ningún otro de los comensales sufrió el destino de Jack, la conclusión de los médicos del hospital y los expertos forenses de la policía fue que se había producido un torpe intento de envenenar al primer ministro.


A la mañana siguiente, sentado en el interior de su caravana y en un área de descanso de la autopista, cerca de East Croydon, Eric Tremaine leyó por segunda vez el titular: «PRIMER MINISTRO SOBREVIVE A ENVENENAMIENTO POR MATACARACOLES», y con enojo tiró el periódico al suelo.
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Ceremonia fúnebre en Cowslip Hill

La Reina despertó temprano la mañana del entierro. Se quedó un rato acostada, pensando en su madre, luego saltó del lecho y miró por la ventana. Hell Close estaba bañado por el sol. La Reina observó que el coche de Fitzroy Toussaint se encontraba aparcado frente a la casa de Diana.
Tras rebuscar en una maraña de medias de color carne, la Reina encontró unas sin demasiadas carreras. Se puso un vestido de lana azul marino y volvió a rebuscar, ahora en el fondo de su guardarropa, hasta dar con sus zapatos de ceremonia, a tono con el vestido. Se dirigió al cuarto trastero e inspeccionó las sombrereras. Extrajo el sombrero adecuado: azul marino con una cinta blanca de lana gruesa. Se probó el sombrero ante el espejo del cuarto de baño. «Una imagen muy parecida a la mía de otros tiempos», pensó. Desde su traslado a Hell Close sólo usaba faldas cómodas y jerséis. Ahora, equipada para la ceremonia, se encontraba envarada y excesivamente formal.
Se dirigió a la planta inferior y dio de comer a Harris, que esperaba al otro lado de la puerta de la cocina; luego se preparó un tazón de té fuerte y salió a beberlo al jardín trasero. Vio que el tendedero de Beverley Threadgold estaba jalonado de ropas infantiles que la ligera brisa balanceaba. Oyó que la lavadora de Beverley seguía funcionando. Volvió la vista hacia el jardín de Ana y distinguió a Gilbert ocupado en mordisquear una bala de heno. A aquella hora surgían de todo el entorno ruidos de agua que corría, de puertas que se abrían y cerraban, de voces que se llamaban unas a otras: los habitantes de Hell Close abandonaban sus camas y se preparaban para el entierro matutino.
La Reina regresó a su casa, se cepilló el cabello, se aplicó un discreto maquillaje, recogió bolso, guantes y sombrero, y salió por la puerta delantera. Cruzó la calle y se encaminó a la casa de su madre. Las cortinas estaban corridas, según era costumbre en Hell Close para indicar que se había producido una defunción. En la cocina encontró a Philomena untando de mantequilla una rebanada de pan blanco. Sobre una hoja grande de papel antigrasa, un surtido de ingredientes (rosadas lonchas de Spam, queso, una porción de paté de carne de color beige) esperaban ser insertados entre las rebanadas de pan y convertidos en sandwiches para la recepción que seguiría a los servicios fúnebres. Violet Toby entró portando una bandeja llena de pastitas recubiertas de azúcar glaseado de variados y llamativos colores.
—Qué amabilidad —dijo la Reina.
Beverley Threadgold fue la siguiente, con una gran tarta de fruta que sólo se había quemado un poco por los bordes. Muy pronto la pequeña mesa de formica del centro de la cocina quedó sobrecargada de comida.
La princesa Margarita llegó, encortinada tras un velo negro, y anunció:
—La gente está llenando el césped de mamá de horrendos manojos de flores baratas.
La Reina salió a la calle en el preciso momento en que el señor Christmas depositaba sobre la hierba un ramillete de acianos, con una nota prendida que rezaba:
«Con el sincero pésame del señor y la señora Christmas y los chicos.»
Otros vecinos de Hell Close se arremolinaban para leer los tributos florales. Había uno del inspector Holyland, una corona tradicional de claveles rojos, blancos y azules. En la tarjeta de la floristería aparecía escrito de su propia mano:
«Dios os bendiga, Señora, de parte del inspector Holyland y los muchachos de la barrera.»
Pero la mayor y más bella composición era la que en aquel momento traía Fitzroy Toussaint desde el lado contrario de la calle: dos docenas de fragantes azucenas envueltas en una nube de gipsófilas. La furgoneta de una floristería se detuvo ante la casa y más flores y más coronas fueron depositadas sobre el césped por afanosos voluntarios de Hell Close. Tony Threadgold había aportado lilas procedentes del roñoso arbusto que tenía en su jardín trasero.
A las ocho y media en punto, Gilbert compareció al trote ante la casa de la Reina Madre, tirando del carretón transformado ahora en un monumento de belleza. La pintura negra y púrpura resplandecía, las ruedas tenían toques de oro en el interior del aro, y a lo largo de los bordes del carretón en sí aparecían las iniciales de la Reina Madre estarcidas y a manera de orla en su color predilecto, que era el delicado azul de las florecitas de vinca.
A Gilbert le habían limpiado y lustrado los arreos, y su pelaje deslumbraba. Llevaba herraduras nuevas en honor a la ocasión y caminaba orgulloso, levantando cada pata como si estuviera acostumbrado a asumir el papel protagonista en las ceremonias reales. Un gran sosiego se impuso sobre la multitud de vecinos de Hell Close cuando Ana y Spiggy se apearon del carromato y entraron en la casa. Gilbert bajó la cabeza y empezó a comerse la corona del inspector Holyland, hasta que Wilf Toby se percató de lo que ocurría y tiró de las riendas para que Gilbert enderezase la cabeza de nuevo.
Un coche patrulla que transportaba al señor Pike, el funcionario de prisiones, y a Carlos entró en Hell Close con un agente de policía al volante. Carlos vestía un traje oscuro con corbata negra y una camisa rosa. Llevaba la cola de caballo recogida con una banda de tela de toalla roja, como ahora tenía por costumbre. El aro de unas esposas conectaba su muñeca derecha con la muñeca izquierda del señor Pike, quien vestía el uniforme propio de su empleo. Carlos había estado pensando en por qué sería Diana incapaz de seguir la más sencilla de sus instrucciones: en su carta le había pedido que le enviase una camisa blanca. El coche se detuvo y Carlos y el señor Pike, unidos por la muñeca, se apearon y entraron en la casa. La Reina quedó desolada al ver a Carlos. Había confiado en que, a aquellas alturas, llevaría el corte de pelo reglamentario en la cárcel. ¿Y por qué, entre todas las variaciones posibles, se había puesto una camisa rosa? ¿Sería un símbolo de sus crecientes tendencias anarquistas?
Los portadores del féretro se reunieron en el dormitorio de la Reina Madre: Tony Threadgold, Spiggy, George Beresford, el señor Christmas, Wilf Toby y el príncipe Carlos, temporalmente liberado del señor Pike. Spiggy estaba nervioso. Era, como mínimo, un palmo más bajo que los demás hombres, ¿y llegarían sus manos hasta el ataúd, o quedaría en ridículo agitando los brazos en el aire? George verificó la buena condición de los tornillos de la cubierta y, en presencia de los principales miembros de la comitiva, los hombres cargaron el féretro sobre sus hombros. Spiggy se vio forzado a estirarse, pero con gran alivio notó que las puntas de sus dedos entraban en contacto con la madera. El ataúd fue movido con sumo cuidado por las pequeñas habitaciones y sacado sin mayores problemas a la calle.
La multitud presenció en silencio cómo los portadores se dirigían a la trasera del carretón, deslizaban el ataúd y lo manipulaban hasta situarlo perfectamente centrado y asegurado por su propio peso. La Reina pidió que en la cabecera de la caja se colocara un ramillete de guisantes de olor, y a continuación el resto de las flores y coronas fue distribuido hasta que el carretón semejó el puesto de floristería de un mercado. Ana trepó a la parte delantera del vehículo, tomó las riendas, y Gilbert emprendió la marcha a un oportuno paso funerario. Philomena había permanecido en el interior de la casa, detrás de la puerta cerrada, esperando. Cuando oyó que la gente se ponía en movimiento y que el clip clop de los cascos de Gilbert se apagaba en la distancia, descorrió completamente todas las cortinas para que entrase la luz del sol. Luego abrió de golpe la puerta para que saliese el espíritu de la Reina Madre.
El caballo, el carretón y la comitiva atravesaron la barrera policial. El inspector Holyland saludó briosamente y evitó que su mirada se cruzase con la de Carlos. La procesión fue seguida a distancia por el autobús de policías, prestos a ahuyentar a los representantes de los medios de comunicación, no fuera caso de que algún informador temerario desafiase la prohibición de su asistencia. No había más que ochocientos metros de distancia hasta la iglesia y el cementerio anexo a ésta, pero Diana deseó no haberse puesto los zapatos negros de vestir de tacón más alto entre cuantos tenía; aunque, eso sí, de nuevo se exhibía en público, aunque fuera sólo ante las personas que desde la puerta de sus casas veían pasar en silencio la procesión.
Victor Berryman salió de Food-U-R acompañado de sus cajeras y de un adolescente, encargado de la reposición de artículos en los anaqueles, que llevaba una gorra de béisbol con la visera hacia atrás. Al paso solemne del carretón, Victor le quitó de un manotazo la gorra al chico y le sermoneó lacónicamente sobre el respeto debido a los muertos. La señora Berryman, aislada por la agorafobia, miraba con tristeza desde una ventana del piso superior.
Iba a iniciarse la última etapa del trayecto: la subida a Cowslip Hill, donde estaba situada la pequeña iglesia. Gilbert tensó sus músculos entre las varas del carretón y acomodó su postura a la pendiente. Un grupo de hombres y mujeres plantaba árboles en el borde de la carretera, y todos dejaron descansar sus palas cuando pasó el cortejo.
—¡Árboles! —exclamó la Reina.
—Maravilloso, ¿verdad? —dijo Carlos—. Lo oí por Radio Cuatro. Jack Barker ha ordenado una operación masiva de plantación de árboles. Confío en que habrán preparado correctamente los huecos para plantarlos —añadió, mirando hacia atrás con ansiedad.
Diana caminaba ahora con paso vacilante, dando tropezones, y Fitzroy Toussaint, espléndido en su traje oscuro, la tomó solícito del brazo. «Aquí hay una mujer que necesita apoyo», pensó, y él era el hombre que se lo daría, concluyó para sí. Pese a que sabía, en el fondo, que se trataba de una mujer lo bastante fuerte para sobrevivir sola algún día, en cuanto hubiera recuperado su célebre pundonor.
Tal como le había enseñado Spiggy, Ana lanzó un:
—¡Ayuuup!
Gilbert se detuvo en el patio anterior de la iglesia. El cortejo de acompañantes entró ordenadamente en el templo, y cuando cada cual estuvo en su puesto fue introducido el féretro y depositado ante el altar. La Reina había elegido All Things Bright and Beautiful como primer himno y Amazing Grace como segundo. Los feligreses de Hell Close cantaron con entusiasmo. Todos conocían la letra y les gustaba cantar. Las personas de la realeza lo hicieron de forma más contenida, con excepción de la propia Reina, que se sentía extrañamente vigorizada, casi liberada. Le parecía oír a Crawfie diciendo: «¡Canta con fuerrrza, muchacha, abre tus pulmones!», y obedeció la ya lejana orden, sobresaltando a Margarita y Carlos, que se encontraban uno a cada lado de ella.
Al finalizar el servicio fúnebre, el vicario dijo:
—Antes de que pasemos al camposanto me agradaría que os unierais a mí en una plegaria de acción de gracias.
—Al vicario l'han tocao las quinielas —comentó el señor Christmas a su esposa.
—¡Cállate! —siseó ella—. Un poco de puñetero respeto. Estás en la iglesia.
El vicario esperó, y luego continuó:
—Ayer se produjo un atentado contra la vida de nuestro amado primer ministro. Afortunadamente, gracias a la intervención divina todo terminó bien.
La princesa Margarita preguntó por lo bajo:
—¿Afortunadamente para quién?
Pero la Reina le lanzó una mirada mortífera que le impuso silencio.
El vicario siguió con su homilía, aunque su paciencia se debilitaba:
—Dios Todopoderoso, gracias por salvar la vida de tu servidor Jack Barker. Nuestra pequeña comunidad ya se ha beneficiado de su sabio liderazgo. Nuestra escuela va a conseguir un tejado nuevo, hay planes para rehabilitar nuestros degradados hogares...
—¡A mí m'ha llegao el giro a tiempo! —le interrumpió un hombre a quien llamaban Giro Johnson, desde el fondo de la iglesia.
—¡Y yo tengo empleo! —gritó George Beresford, agitando en el aire una carta del nuevo Ministerio de Construcción Urgente de Viviendas.
Otras personas expusieron en voz alta sus experiencias de la munificencia de Jack. Philomena Toussaint rompió súbitamente a hablar en lenguas desconocidas y el señor Pike, arrastrado por aquella atmósfera emocional, hizo público que su sueño para la prisión de Castle era ver instalado en cada celda un WC normal dotado con su cisterna de agua.
—¡Venceremos! —vociferó.
El vicario pensó: «Esto se está convirtiendo realmente en una asamblea evangelista». Era contrario a la iglesia carismática desde que, tiempo atrás, en el curso de un altercado conyugal, su esposa le había dicho que él no tenía carisma. Después de que Carlos hubiera proclamado su opinión de que el esquema de la plantación de árboles era «prueba de la sensibilidad del señor Barker ante el medio ambiente», el vicario decidió que entre todos se habían pasado de la raya y ordenó a la congregación que se arrodillase y uniera las manos para rezar en silencio.


El momento en que el féretro fue bajado a la tumba le resultó a la Reina difícil de soportar: tendió las manos a sus dos hijos mayores antes de arrojar un puñado de tierra al hoyo. El rostro de Margarita, oculto tras el velo, expresaba su desaprobación: la Reina exhibía en público sus emociones, y ello era una falta de delicadeza comparable al gesto de arrancarse un emplasto adhesivo para enseñar la herida que había debajo. Carlos estaba afligido. Ana se aferraba a él y la Reina se volvió a ambos e intentó consolarles. Margarita presenció con creciente alarma cómo el protocolo real se rompía por iniciativa de los habitantes de Hell Close, quienes, uno por uno, se acercaban a la Reina y la abrazaban. ¿Y qué demonios hacía Diana entre los brazos de Fitzroy Toussaint? ¿Por qué estaba Ana inclinada y llorando sobre el hombro de aquel tipejo gordito? Margarita dio media vuelta con una mueca de desdén y emprendió el regreso colina abajo.
La recepción que siguió al entierro se prolongó hasta última hora de la tarde. La Reina habló, feliz, de los recuerdos que guardaba de su madre y circuló entre sus invitados con espontánea informalidad. Mientras tanto, Philomena, sentada en la cocina de la casa de al lado, escuchaba los rumores de jolgorio que le llegaban de la casa de su vecina. Ella no podía estar presente en un lugar donde se servía alcohol. Cogió una silla, se subió a ella y comenzó a ordenar de nuevo las latas, las cajas y los paquetes de su amplia alacena. Todas las latas vacías, las cajas vacías y los paquetes vacíos que representaban el orgullo de una mujer vieja a la par que una paupérrima pensión.


A la misma hora en que la recepción funeral se dispersaba, el príncipe Felipe, fortificado por nutrientes líquidos y sentado en la cama, aseguraba a una enfermera nueva en el hospital que él era realmente el duque de Edimburgo. Estaba casado con la Reina de Inglaterra, era padre del príncipe de Gales y utilizaba con frecuencia el yate real Britannia, cuyo coste de mantenimiento era de 30.000 libras diarias.
—Seguro, seguro que lo es —decía la enfermera con voz musical, mirando de cerca a aquel lunático de ojos atónitos—. Seguro que lo es.
Desde la cabecera de la cama de Felipe se volvió hacia el paciente de la cama contigua, quien anunciaba en tono estridente:
—¡Yo soy el nuevo Mesías!
—Seguro, seguro que lo es —decía ella—. Seguro que lo es.


El príncipe Carlos suplicó al señor Pike que le permitiese ver su jardín, y Pike, ablandado por dos latas de cerveza extrafuerte, cedió.
—Un minuto —dijo—, mientras hago pipí.
Pike se encaminó al lavabo del piso de arriba y Carlos susurró a Diana:
—Deprisa, búscame el mono de jardinero y las bambas.
Diana hizo lo que le decía, mientras Carlos miraba con horror el deshidratado páramo que en otro tiempo había sido su jardín. Se oyó arriba el ruido de la cisterna del WC y a Pike que se lavaba las manos. Diana miró cómo su marido se quitaba a toda prisa las ropas con que había asistido al entierro y se ponía la ropa y el calzado propios de su malograda afición. Cuando comprendió el significado de sus acciones, corrió en busca de su bolso. Sacó un billete de veinte libras y dijo:
—Buena suerte, querido. Lamento que no saliera bien.
Carlos ya había huido de la casa cuando el señor Pike, en el piso de arriba, terminó de secarse las manos; había saltado la cerca del jardín trasero cuando Pike, curioso, abrió el armarito del cuarto de baño para fisgar qué contenía; y estaba camino de la libertad y del norte cuando Pike, satisfecha su curiosidad, cerró la puerta del armarito y se dispuso a bajar las escaleras para retomar la custodia de su prisionero y devolverle a la prisión.
JUNIO
45

Fallar por un pelo

Jack Barker agasajaba a una delegación de la Unión de Madres, que le había presentado una solicitud para que se legislara sobre la legalización de los burdeles. Se habían reunido en el salón de recepciones del número 10 y comían pequeños tentempiés calientes mientras hablaban de flagelación y de irrigación del colon. Jack hacía enormes esfuerzos por demostrar que no le escandalizaba en absoluto la conversación de aquellas mujeres de aspecto respetable y mediana edad.
—Pero —dijo Jack a la señora Butterworth, líder de la delegación—, no querrá usted tener un burdel en la puerta de al lado, ¿verdad?
La señora Butterworth pescó un fragmento de alga marina tostada de la bandeja de un camarero que pasaba por su lado y dijo:
—¡Pero si ya tengo un burdel en la puerta de al lado! La dueña es una mujer encantadora, y las chicas son buenas como el pan. Cuidan su jardín con verdadero primor.
Jack evocó mentalmente la imagen de unas busconas a medio vestir flagelando las borduras para enderezar las flores.
—¡Es tan injusto —agregaba la señora Butterworth— que tengan que vivir bajo la constante amenaza de procesamiento!
Jack expresó su conformidad con un movimiento de cabeza, pero su pensamiento estaba lejos de allí. Media hora después tenía que hacer una declaración en el Parlamento. Le asustaba tener que enfrentarse a aquella manada de osos enfurecidos y explicarles cómo proponía devolver el empréstito japonés. Rosetta Higgins, su secretaria privada, entró en el salón y le hizo seña de que ya era hora de partir. Jack estrechó la mano de la señora Butterworth, prometió ocuparse de «un asunto de tanta importancia», se despidió de las restantes mujeres con un saludo general y salió. Justo antes de que se cerrase la puerta oyó a la señora Butterworth decir a un puñado de congéneres:
—Ojos divinos, un tipo guay, lástima de caspa...
Al abandonar el número 10, Jack se cepillaba con la mano los hombros de su chaqueta oscura y pensaba: «Vas a ver, vieja vaca gorda, me enteraré de dónde vives y haré volar esa casa de putas». Inmediatamente se arrepintió de aquel impulso vengativo. ¿Qué le estaba ocurriendo? Se volvió hacia Rosetta, sentada a su lado en el coche oficial, y dijo:
—Más tarde cómpreme un champú anticaspa, ¿quiere usted?
—Cómpreselo usted mismo —dijo ella—. Tal como van las cosas me toca trabajar dieciséis horas diarias. ¿Cuándo tengo yo tiempo de salir a comprar?
—Bien, yo no puedo presentarme en una tienda, ¿o sí? —protestó Jack con voz lastimera. El conductor intervino:
—Venga, ya compraré yo el condenado champú. Hay una tienda en la esquina de Trafalgar Square. Diga ¿qué clase de pelo tiene usted, Jack? ¿Graso? ¿Seco? ¿Normal?
Jack se inclinó hacia Rosetta y preguntó:
—¿Qué clase de pelo tengo?
—Escaso —dijo ella.
Los cabellos de Jack obstruían el desagüe de la ducha por las mañanas. Cuando corría de la sala de reuniones a la entrevista oficial en la Cámara de los Comunes iba dejando tangibles recuerdos de su paso. Los pelos de su cabeza se desprendían solos y se alejaban flotando, buscando un buen lugar donde asentarse. Ya no se sentían seguros en la cabeza de Jack ni tampoco vinculados a ella.
El coche salió de Downing Street y giró hacia Whitehall, momento en que Rosetta entregó a Jack una carpeta rotulada: «BOMB - DATOS ACTUALIZADOS - CONFIDENCIAL».
—Mejor será que vea esto —dijo ella.
Jack sonrió. Daba gracias a Dios por enviarle un poco de diversión.
—¿En qué anda metido ese viejo bribón? —preguntó.
—Ha conseguido el soporte oficial de la Legión Británica —respondió Rosetta—, del Club de Caravaning de Gran Bretaña y de una Asociación de Vecinos, entre otros. Léalo usted mismo.
Jack abrió la carpeta y comenzó a leer. Eric Tremaine se estaba convirtiendo en un condenado estorbo. Su panda de chiflados tendía sus tentáculos desde Kettering y con ellos alcanzaba ya a la mayoría del país. Marks and Spencer habían agotado las existencias de abrigos cortos de color beige con fuelle en la espalda (originariamente diseñados para automovilistas).
—Estúpido viejo desgraciado —dijo Jack, devolviendo la carpeta a Rosetta. Luego—: ¿La Reina ha contestado alguna vez sus cartas?
Rosetta indicó con brusquedad:
—Última página.
Arrojó la carpeta al regazo de Jack y éste volvió a abrirla, buscó la última página y leyó una fotocopia de la carta de la Reina que había sido interceptada por el Servicio de Correos antes de que llegara a «Erilob».


Hell Close, 9
Flowers Estate
Middleton
MI2 9WI.

Estimado señor Tremaine:
Gracias por su carta. Dedico en particular mi agradecimiento a la preocupación que usted y su esposa han mostrado con respecto a mi bienestar y el de mi familia. Sin embargo, he de rogarle encarecidamente que se concentre usted en sus múltiples intereses y aficiones y se olvide del BOMB. No querría yo ser responsable de cualesquiera dificultades con la autoridad en que podría usted encontrarse.
Pido disculpas por el basto papel de cartas. En la tienda local, las posibilidades de elección son muy escasas.
Atentamente suya,
Isabel Windsor.

P. D. Tenga usted la certeza de que nuestra correspondencia llegará a conocimiento de las autoridades. En consecuencia, debo rogarle que desista de escribirme de nuevo. Estoy segura de que lo comprenderá.

La correspondencia continuaba.
El conductor detuvo el coche y echó a correr hacia el supermercado. Jack leía una fotocopia de otro mensaje de Tremaine, escrito, con su característica letra inclinada hacia atrás, en el dorso de una entrada a la Exposición del Hogar Ideal.

Majestad:
He interpretado al instante vuestro mensaje cifrado: «Estoy segura de que lo comprenderá». Por esta razón vuestro lechero, Barry Laker, os entrega en mano la presente misiva, juntamente con vuestro brik de semidesnatada. Seguiré en contacto. Siempre a vuestras órdenes,
Eric (BOMB)

La correspondencia todavía continuaba.

Majestad:
Perdonad mi silencio. Lobelia y yo hemos tenido que ocuparnos de nuestra caravana por unos días. Unos vándalos habían forzado la puerta y destrozado completamente una de las literas y la instalación de la ducha. Tuvimos que administrarle sedantes a Lobelia cuando vio el desaguisado, pero ahora cabalga de nuevo. El número de militantes del BOMB aumenta. Tenemos miembros en lugares tan alejados como Dumfries y Totnes.
Nuestro cartero (Alan) dice bromeando ¡que pronto necesitaremos un departamento en la central de Correos!
Lobelia envía recuerdos afectuosos para Diana (siempre su favorita). Mis favoritas sois vos y Ana (por el excelente trabajo que hace en favor de los niños negros en el extranjero).
Fielmente vuestro,
Eric

No hay peligro en enviar respuesta por mediación de vuestro lechero, Barry Laker. ES UNO DE LOS NUESTROS.

El conductor del coche regresó y guardó un frasco de champú anticaspa en la guantera.
En la documentación sobre Tremaine había todavía más cosas. Jack suspiró mientras leía las notas de la Reina a su proveedor de leche:

JUEVES
Un brik adicional, por favor.
SÁBADO
Un yogur, por favor.
LUNES
¿Puedo pagarle el miércoles?
MIÉRCOLES
Lo siento, Barry, no ha llegado el giro.


Jack preguntó:
—¿Trabaja Barry Laker para nosotros?
—No —dijo Rosetta—, trabaja para la lechería, es un lechero auténtico que se da la casualidad de que además es miembro de BOMB. Millones de personas lo son, Jack. Debería usted tomárselas en serio.
Pero Jack no se podía tomar en serio al BOMB. Cuando el coche se encaminaba directamente a Parliament Square, sacó de la carpeta la última fotografía de Eric y Lobelia Tremaine y se echó a reír estrepitosamente. El fotógrafo había tomado a la pareja en el jardín delantero de su casa. Eric podaba una parra rusa que se había desmadrado y amenazaba los desagües del tejado. Tenía vuelta hacia Lobelia su cara de memo, y a ella la había sorprendido la cámara ofreciendo a Eric una galleta digestiva y un tazón humeante. La hora impresa al pie de la foto señalaba las once.
—El delicioso «refrigerio de las once» a las once en punto —se burló Jack—. ¡Aunque ese estúpido culón esté subido a una escalera! Y usted me pide que los tome en serio. —Señaló la imagen fotográfica de Lobelia—. ¿Ha visto lo que lleva puesto esa mujer?
—Bueno, no tiene sentido de la elegancia, —dijo Rosetta. Jack lanzó una ceñuda mirada al cenotafio cuando el coche pasó lentamente por delante. Dijo:
—No es cuestión de elegancia, Rosetta. Sus ropas son ropas locas. Habría que extenderles un certificado y encerrarlos en una institución.
Rosetta, con irritación, miró hacia Whitehall por la ventanilla del coche. No le gustaba Jack cuando adoptaba esa actitud. Ella quería que fuera un líder serio que no diese importancia a la forma de vestir de la gente.
En el momento en que se aproximaban al edificio del Parlamento, dos agentes de escolta situaron las motos en paralelo al coche y uno de ellos gritó:
—¡Pasen sin detenerse, sígannos!
El conductor, que los reconoció como policías de servicio en los Comunes, hizo lo que le decían.
—Alerta de seguridad —anunció Rosetta.
Jack dijo:
—Demos gracias a Dios.
Su declaración ante el Parlamento, en la que debía explicar las arriesgadas operaciones financieras británicas con el Japón, tendría que aplazarse. Mientras el coche corría a lo largo del Millbank, Jack miró al Támesis y pensó en lo maravilloso que sería tomar una embarcación, descender por el río hasta Southend y después continuar navegando a través de los mares.


Entrada la tarde, la Reina fue hasta el quiosco de Patel para comprar una barrita de chocolate.
Cuando era fabulosamente rica no se preocupaba de aquellas minucias, pero ahora que era pobre se pirraba por las golosinas. Era de lo más raro. Mientras examinaba los estantes repletos de cosas dulces presentadas en tentadores envoltorios, descubrió sobre el mostrador la última edición del Middleton Mercury. Un titular destacado rezaba: «VECINO DE UPPER HANGTON PROTAGONIZA ATENTADO FRUSTRADO EN LOS COMUNES». Siguió leyendo, con el permiso del señor Patel:

Un personaje local, Eric Tremaine, ha sido arrestado en Londres y acusado de tenencia ilícita de explosivos. Tremaine (57 años), vecino de Upper Hangton, cerca de Kettering, fue sorprendido en los sótanos del Parlamento por un perro policía y su adiestrador. Una bolsa de compra encontrada en posesión del citado personaje contenía una pequeña cantidad de Semtex. Tremaine, comerciante de pescado retirado, fue conducido al puesto de policía de la calle Bow y sometido a interrogatorio.

EL JARDÍN MEJOR CUIDADO

La confusión reinaba todavía en Upper Hangton, cuando nuestro redactor Dick Wilson acudió a entrevistar a los vecinos. «Eric tenía que presidir el sábado el jurado de la competición anual "El jardín mejor cuidado"», declaró Edna Lupton (85 años). «No sé lo que pasará ahora.»

EXCÉNTRICO

Un vecino que no quiso dar su nombre dijo: «Eric es un poco excéntrico, nunca superó del todo la pérdida de su pescadería». La señora Lobelia Tremaine (59 años) ha quedado al cuidado de unos amigos. Eric Tremaine es el fundador y líder de la campaña Bring Our Monarch Back (ver Editorial en página tres).

La Reina pasó a la página tres.

Informamos hoy de que un personaje local, Eric Tremaine, ha sido arrestado en posesión de una carga explosiva Semtex por un intrépido perro policía y su cuidador. Vuestro editor desea felicitar al perro, de nombre todavía desconocido. ¿Quién sabe qué espantosa calamidad evitó? Como no ignoran nuestros lectores, este periódico ha dado soporte al señor Tremaine en su campaña para restaurar la Monarquía y poner fin al imprudente derroche del señor Jack Barker de un dinero que ni él ni el país poseen. Sin embargo, parece ser que el entusiasmo ha inducido al señor Tremaine a recurrir a medios violentos para obtener sus fines. Este periódico no puede tolerar semejantes tácticas.

La Reina, con sumo cuidado, plegó de nuevo el periódico y volvió a depositarlo sobre el mostrador. Mirando la borrosa fotografía de Tremaine que aparecía en primera página, comentó:
—Tiene exactamente el aspecto que yo imaginaba.
—¿Conoce usted a este hombre? —preguntó el señor Patel.
—Sabía que existía —replicó la Reina, sumida en la duda de si elegir una barra de crema de menta Fry o un tubo de Smarties.
46

Un pobre en la puerta

La Reina estaba sentada en la sala de recreo de Grimstone Towers. Tenía a su lado a Felipe, vestido con una bata blanca del hospital. En la espalda de la bata, estampado en grandes letras verdes, se leía: PROPIEDAD DEL SNS. La conversación entre ambos se había agotado. La Reina leía Otros tiempos y Felipe miraba el mal sintonizado televisor, situado en un estante a gran altura en la pared. Otros pacientes y sus familiares conversaban amistosamente. La Reina interrumpió la lectura de un artículo de Germaine Greer sobre las dificultades de cultivar un jardín en un emplazamiento ventoso y dejó vagar la mirada por el entorno de la sala. Era complicado diferenciar a los pacientes de los visitantes, pensó. Si Felipe quisiera por lo menos volver a usar ropas normales en lugar de pijamas y batas... ¿Qué mascullaba ahora? Se inclinó hacia su marido para oírle mejor.
—Ojos oblicuos —decía, mirando la televisión.
La Reina siguió la dirección de su mirada y vio a Su Majestad Imperial el Emperador Akihito del Japón, saludando desde los peldaños superiores de la escalera de un avión. El ángulo de la cámara cambió y apareció la princesa Sayako esperando al pie de la escalera para dar la bienvenida a su padre. Jack Barker se encontraba junto a ella, reluciente su calva al sol. La agitación de Felipe aumentaba por momentos.
—¡Ojos oblicuos! —gritó.
—Cálmate, querido —suplicó la Reina.
Pero Felipe se puso en pie y fue directo hacia el televisor, agitando los puños y profiriendo juramentos. La Reina comprendió entonces por qué el aparato se había situado a tanta altura. Un enfermero acudió para llevarse a Felipe a su lecho en el pabellón, y la Reina les siguió. Desde la sala de recreo le llegaron las notas de una extraña música, que ella al instante identificó como el himno nacional japonés interpretado por una banda que sonaba como la de los Coldstream Guards.
Más tarde, cuando caminaba por el jardín de Grimstone Towers hacia la parada del autobús, la Reina encontró un harapiento grupo de infortunados que habían establecido un campamento provisional en aquel terreno. Uno de ellos se le aproximó, un hombre joven con un abrigo largo hasta los pies, y preguntó:
—¿Podemos volver a entrar, señora?
La Reina le explicó que era una visitante, no una empleada del hospital.
—Queremos volver allí dentro —dijo una mujer de mediana edad, con voz de niña.
Un hombre de rostro devastado, que a la Reina le pareció familiar, gritó:
—¡Nos han echado a patadas para que vivamos en la jodida sociedad! Pero a nosotros no nos gusta y a la jodida sociedad no le gustamos nosotros. Ese Jack Barker dijo que había de ser así. Dijo que lo haría, y lo ha hecho. Dijo que lo haría. Y lo ha hecho, lo ha hecho.
La Reina, totalmente de acuerdo con él, aceleró el paso para no perder el autobús.
47

Salida por el foro

Barry, el lechero, llamó a la puerta del número nueve de Hellebore Close hasta que le dolieron los nudillos. Eran sólo las cinco y media de la mañana, pero tenía que asegurarse de que la Reina recibía el sobre personalmente. Lobelia Tremaine había insistido en ello. Barry oyó a Harris ladrar en el piso superior, y pronto la Reina abrió la puerta, turbios de sueño los ojos y el cabello sin peinar. Barry le tendió el brik de leche semidescremada como si fuera una ofrenda. Por encima del hombro miró hacia la calle, luego susurró:
—Mensaje para Su Majestad.
La Reina tomó el envase de leche y al mismo tiempo, en un único movimiento, Barry le pasó el sobre.
—De la señora Tremaine —dijo quedamente; y dio media vuelta y se alejó por el sendero.
La Reina suspiró y cerró la puerta. Había confiado en que toda aquella tonta historia de los Tremaine habría terminado de una vez para siempre. Entró en la cocina y puso la tetera a calentar. Mientras esperaba a que hirviese el agua abrió el sobre y leyó las hojas de papel que contenía. La primera, escrita a mano, era de un cuaderno de notas. Decía:

Majestad:
Como ya sabréis, mi marido Eric fue arrestado ayer. Esto es un doloroso golpe para nuestra Causa. Sin embargo, yo me he propuesto, pese a ser una frágil mujer, asumir la responsabilidad y continuar la tarea de Eric.
Un fiel correligionario nos ha enviado desde Australia la noticia adjunta, recortada del Sydney Trumpet...

La Reina no terminó la lectura de la nota de Lobelia. Toda su atención se concentró en el otro documento.

PRÍNCIPE BRITÁNICO SE LAS PIRA

Misteriosa desaparición de un manager
ex miembro de la realeza

Ed Windmount, manager de ¡Ovejas!, que actualmente se representa en el Queen's Theatre de Sydney, desapareció anoche media hora antes de que se alzara el telón. «Salió de aquí para ir al teatro», confirmó Clive Trelford, gerente del Bridge View Hotel, «y no ha dormido en su cama».
El señor Craig Blane, director escénico de ¡Ovejas!, ha declarado hoy: «Estamos perplejos. Ed es normalmente una persona digna de la mayor confianza. Tememos lo peor».
Un electricista del teatro fue la última persona que vio al ex miembro de la realeza británica. El técnico, Bob Gunthorpe, dijo: «Yo trabajaba en lo alto del escenario y miré abajo y vi a un tipo grande como un oso gris que caminaba con Ed entre las bambalinas. Oí a Ed exclamar: "¡Socorro!", pero no pensé que ocurriese nada anormal. Ed es un enanito patoso, incluso para ser inglés, y pensé que habría tropezado con algún trasto del escenario».
El Departamento de Policía de Sydney ha difundido la siguiente descripción del hombre: «Metro noventa y ocho de estatura, corpulento, tez curtida, nariz rota, cicatriz en diagonal desde la oreja izquierda a la boca; viste boina verde, chaqueta de camuflaje, pantalones verdes y pesadas botas».

La Reina examinó la parte superior del fax, pero no había fecha. ¿Cuánto tiempo llevaría desaparecido Eduardo? Ella había tenido fe en que a él, el más sensible de sus hijos, le perdonaría el infortunio, pero ahora, gracias a la condenada Lobelia Tremaine, la agobiaba una nueva preocupación. Se agachó para rescatar la carta de Lobelia de las mandíbulas de Harris y completó la lectura. Al pie, después de unas cuantas bobadas sobre BOMB, leyó la postdata:

P. D. Sé de muy buena fuente que el príncipe Andrés se encuentra de servicio a bordo de un submarino en algún punto debajo del casquete polar Ártico.

—Entonces, por eso no se ha puesto Andrés en contacto conmigo —dijo la Reina a Harris—. Qué afortunado.
48

Invitación a almorzar

Ana y Spiggy se habían presentado alrededor de mediodía a hacerle una visita a la Reina y se escandalizaron al encontrarla todavía en bata y zapatillas. Sin pronunciar palabra, ella entregó a Ana el recorte de prensa. Ana lo leyó en voz alta, recordando cortésmente que Spiggy no sabía leer. La Reina se apartó el desgreñado cabello de los ojos y suspiró profundamente. Ana dijo:
—Ya comprendo que es un golpe más, mamá, pero no debes abandonarte.
Condujo a su madre a las escaleras y le ordenó que se bañara y se vistiera.
—¡Spiggy se ha ofrecido a invitarnos a almorzar! —gritó Ana más tarde, cuando ya la Reina salía triste y desganada del cuarto de baño.
«¿A almorzar? —pensó—. ¿Dónde? ¿En un puesto callejero de salchichas? ¿En una zona de picnic de la carretera? ¿Junto a la pared de un tenducho de patatas y pescado fritos?»
Quedó agradablemente sorprendida cuando Spiggy firmó por ellas (estampando la huella de su pulgar) en el registro del Club de Trabajadores de Flowers Estate. La zona del comedor estaba cómodamente amueblada y la Reina, que estaba hambrienta, se alegró al ver que en el extremo del bar se amontonaban rollos de carne, queso y ensaladilla, huevos a la escocesa y porciones de empanada de cerdo. Incluso había, en un ángulo, un televisor cuyo murmullo daba a la sala un delicioso toque hogareño. Por la rendija de una puerta que conducía a la sala de conciertos, la Reina distinguió a unos pensionistas como ella practicando pasos de baile de otras épocas mientras sonaba en disco la música de la banda de Joe Loss.
Violet y Wilf Toby giraban juntos en la pista de baile. Violet llevaba unos zapatos de tacón alto cubiertos de lentejuelas y abiertos por detrás, un deslumbrante vestido rojo y, sobre todo, una expresión de dicha impresa en la cara.
La Reina se acomodó en el asiento tapizado de símil cuero, junto a Ana. Quería relajarse a toda costa.
Spiggy se dio una vuelta hasta el bar, sacando en el trayecto un fajo de billetes, y encargó comida y bebidas.
Mientras Norman, el melancólico barman, preparaba el encargo con sus nada pulcras manos, la Reina recordó una de las normas de Crawfie: «Debes comer todo lo que te pongan delante. ¡No hacerlo es de pésima educación!».
Cuando tuvieron delante las bebidas y la comida, Ana levantó su cerveza y dijo a la Reina:
—No hablemos de nuestra familia, ¿de acuerdo?
Reinó el silencio hasta que Spiggy, tras engullir medio huevo a la escocesa, mencionó a Gilbert. A continuación los tres se liaron en una animada conversación sobre caballos que habían conocido y querido, que sólo se interrumpió cuando la faz sombría de Jack Barker apareció en la pantalla del televisor.
—Algo pasa —dijo Spiggy, tras consultar rápidamente su reloj—. A esta hora, dan programas infantiles. —Gritó en dirección al bar—: ¡Eh, Norman, sube el volumen de la tele!
Transcurrido el tiempo necesario para que Norman tantease en busca del botón adecuado y ajustase el volumen, se oyó que Jack Barker decía:
—Por lo tanto, en vista de la crisis financiera mundial, que amenaza la estabilidad de este país e indudablemente la supervivencia de nuestro estilo de vida, vuestro Gobierno ha decidido que será necesario efectuar cambios constitucionales de largo alcance.
La Reina apuró su vaso de vino blanco y dijo en tono escéptico:
—Nosotros no tenemos constitución escrita. Es obvio que Barker se dispone a escribir la suya.
Se inclinó hacia delante, ansiosa de escuchar más propuestas. Pero sus deseos se verían frustrados.
—Desde que ocupé el cargo de primer ministro —continuó Barker— he tenido el privilegio de introducir un radical programa de reformas, a despecho de la oposición de muchos sectores. Sea cual fuere el cargo que desempeñe en el futuro, siempre me esforzaré en servir a mi pueblo y mi país.
—¿Significa eso que está a punto de dimitir? —preguntó la Reina.
—Espero que no —respondió Spiggy—. ¡No fue ni ayer cuando abolió los cochinos impuestos personales!
—Ssshh, Spiggy —dijo Ana.
Jack terminó abruptamente:
—Mañana por la mañana, a las once, haré una declaración completa a la nación. ¡Buenos días!
Un presentador con traje oscuro dijo en voz sonora:
—Toda la programación fijada para mañana ha sido cancelada para dar paso a una conexión especial. Los cambios afectarán a todos los canales.
—¡Dios mío! —exclamó Norman, quien, cuando no trabajaba, era un teleadicto—. Debe ser el fin del puñetero mundo.
49

Té para tres

Jack salió apresuradamente de los estudios de televisión de Westminster y fue escoltado hasta su coche para cubrir el breve trayecto de regreso a Downing Street. Aunque los neumáticos del coche estaban en excelentes condiciones y, debajo de ellos, el asfalto recubría perfectamente la calzada, imaginó que podía notar cómo las llantas de hierro de la carreta que le conducía al sacrificio avanzaban a trompicones sobre los guijarros.


En el dormitorio de su pied-à-terre (una suite en el Savoy), Sayako se miraba en el espejo de cuerpo entero. Sorbía prácticamente su propia imagen. Era perfecta, perfecta, como convenía a alguien que pronto iba a ser el ídolo del mundo. Sus sirvientas le habían ayudado a seleccionar las últimas y más exquisitas entre las muchas creaciones diseñadas especialmente para ella y las colgaron, envueltas en papel de seda, en el amplio guardarropa. Luego Sayako, vestida elegantemente pero con menos esplendor en uno de sus nuevos vestidos de la calle Sloane, tomó su bolso y un ejemplar del ¿Quién es quién? y bajó al vestíbulo. Ante la puerta del hotel la esperaba un coche para llevarla a tomar el té.


Cuando el coche de Jack se detuvo ante el número 10, él no se apeó inmediatamente, pese a que el conductor le había abierto la puerta.
—¿Algo no rula, Jack? —preguntó el conductor, viendo que Jack continuaba sentado.
El verbo «rular» resonó en el interior de la cabeza de Jack, evocando recuerdos de su infancia y de los principios en que entonces se había formado. Su cuerpo se puso rígido; allí, en el asiento del coche, parecía uno de aquellos maniquíes que se utilizan para estudiar las colisiones en los programas de seguridad en carretera.
—Nada, un calambre —mintió Jack—. Dame un minuto.
En el interior del número 10, una mujer de cara pálida, vestida de seda, disponía el servicio de té sobre una mesa baja. En una antesala esperaban los honorables huéspedes de Jack. Cuando éste, al fin, se reunió con ellos, avanzó por la alfombra sin zapatos y con la mano tendida.
Sólo en el último instante recordó que debía dejar caer la mano y doblarse en una reverencia.
50

Un ave en vuelo

En el momento en que la Reina pagaba sus compras en el control de salida de Food-U-R, aquella tarde Victor Berryman dejó caer algo en su bolsa de la compra.
—No lo mire ahora —susurró.
Cuando la Reina llegó a casa y sacó las compras de la bolsa vio que el misterioso objeto era una carta dirigida a ella con letra de Carlos.

En las soledades del Lejano Norte

Mamá querida:
Una nota apresurada (estoy desplazándome constantemente) para hacerte saber que me encuentro «mar adentro rumbo a Skye»; es decir, no literalmente mar adentro ni rumbo a Skye. Pero sí estoy, efectivamente, en las cercanías.
Duermo durante el día y me muevo y saqueo la comida que encuentro por la noche. Intento confundirme con los brezos y, según creo, lo consigo. Contribuye el hecho de que mis ropas de trabajo (bendito conjunto, tan confortable) son de color púrpura y verde.
Antes de que llegue el invierno confío en encontrar alguna granja abandonada y establecer en ella mi hogar. Mis exigencias son pocas: una fogata de turba, un lecho de brezo, comida sencilla y quizás una ojeada al Daily Telegraph de vez en cuando.
Una cosa, mamá, antes de terminar esta carta. Por favor, da recuerdos míos a Beverley Threadgold, dile que no hubo tiempo para un adiós. Y, por supuesto, mis saludos a Diana y los chicos.
Una nueva vida me llama. Necesito sentir el viento en la cara y oír el chillido de los animalitos capturados por los predadores alados.
Queridísima mamá, te envío todo mi amor.
C.

La Reina tamborileó con los dedos sobre la mesa de la cocina y dijo en voz alta:
—Si yo fumase, seguro que en este momento necesitaría un cigarrillo.
Detestaba pensar en Carlos solo y convertido en fugitivo. ¿Cómo se las arreglaría un chico tan tonto durante el crudo invierno escocés, cuando el mismísimo aire se hiela? Abrió un tubo de Smarties, lo vació encima de la mesa y fue seleccionando todas las grageas de color rojo.
51

Dientes

Había puesto el despertador para que sonase a las siete y cuarto. Harris no había vuelto a casa la noche anterior.
—El muy canalla —dijo la Reina—. Sabe de sobra cuánto me preocupa.
Salió a efectuar por Hell Close un recorrido de exploración.
Una hora después, ya de regreso, conectó la televisión en la sala de estar. Una vista de frente del Palacio de Buckingham llenaba la pantalla. El mástil de la bandera aparecía desnudo. Se oía una música marcial: a la Reina le pareció que sonaba como la banda de la Real Infantería de Marina. Sacó el aspirador, aunque primero tuvo que liberarlo de la maraña en que el aparato se había enzarzado con la tabla de planchar en el trastero debajo de las escaleras. Aunque la imagen televisiva no había cambiado desde la conexión, la Reina continuó pendiente de la pantalla mientras limpiaba la alfombra, lanzando ocasionales maldiciones cada vez que el aspirador absorbía las hebras sueltas que Spiggy había descuidado en los bordes.
La Reina deseaba ansiosamente que la casa presentara su mejor aspecto. Había invitado a la familia y a unos cuantos vecinos a presenciar con ella el anunciado programa especial. Mientras pulía y quitaba el polvo notó que las manos le temblaban ligeramente, y comprendió que tenía una terrible sensación de mal presagio sobre la naturaleza de la declaración que efectuaría Jack Barker.
A las once menos cinco la pequeña sala de estar se había llenado de gente. La Reina circulaba con apuros entre sus invitados, en ocasiones pasando por encima de los pies de alguno, para ofrecerles galletas y café. La televisión mostraba ahora la puerta del número 10 de Downing Street y a la multitud congregada más allá, temporalmente contenida por una línea de policías con los brazos unidos.
A las once en punto, la lustrosa puerta negra del número 10 se abrió y Jack Barker salió por ella, solo. Tenía un aspecto macilento y cansado, pensó la Reina, como si hubiese pasado la noche en vela. Caminó hacia la batería de micrófonos y alzó la mano para acallar a la vitoreante muchedumbre. Bajó la mirada a sus pies, luego enderezó la cabeza y dijo:
—Compañeros británicos, la pasada noche firmé un documento que cambiará radicalmente y para bien nuestras vidas. El otro signatario fue Su Majestad Imperial, el Emperador Akihito de Japón.
Jack se llevó una mano al bolsillo interior de su chaqueta y sacó un pliego de papel que sostuvo en alto para beneficio de las cámaras de televisión y las hordas de fotógrafos de prensa.
La Reina dijo:
—¡Sigue adelante, hombre!
Jack, por fin, devolvió el pliego al bolsillo de su chaqueta y reanudó el discurso:
—A partir de hoy, en Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte entra en vigor un Tratado de amistad con Japón que cimentará la relación especial y los crecientes lazos que ya existen entre nuestros dos grandes países y nos aportará nueva seguridad y nueva prosperidad.
La Reina dijo:
—Corte las trivialidades, Barker. Al grano.
Jack se esforzaba en mirar a la cámara que tenía delante, como si manteniendo contacto visual con los millones de telespectadores fuera a convencerles de su sinceridad.
—Me llena de orgullo y felicidad poder deciros que este tratado volverá a situar a Gran Bretaña en el camino de la grandeza. Una vez más seremos parte de un imperio sobre el cual nunca se pone el sol.
La muchedumbre casi en pleno prorrumpió en aclamaciones.
—¿Qué estará tramando? —murmuró la Reina. Jack prosiguió:
—Desde el pasado diez de abril os he servido como vuestro primer ministro. A partir de hoy continuaré residiendo aquí, en el número 10 de Downing Street, y os serviré en mi nuevo cargo de gobernador general de Gran Bretaña.
—¡Gobernador general! —gritó la Reina; pero el resto de los presentes le suplicó que guardara silencio.
Jack seguía hablando:
—Ahora compartimos la soberanía de este país con el Imperio de Japón.
La Reina no pudo contenerse:
—¡Nos ha vendido —exclamó— como si fuéramos una mercancía!
Jack continuó:
—Como resultado de estos cambios constitucionales, el empréstito provisional de doce mil billones de yens que mi gobierno negoció el trece de abril, y que debía cancelarse el próximo día primero de junio, ha sido prorrogado indefinidamente. Nuestra nueva relación federal con el expansivo imperio japonés, que será cuidadosamente equilibrada por un fuerte elemento de subsidiariedad, asegurará que, finalmente, consigamos los recursos que necesitamos para reconstruir nuestro gran país, tal como deseamos y merecemos. Sólo resta que esta alianza política y financiera se consolide más aún a través de una alianza personal. Tengo el inmenso placer de anunciar que ello va a ocurrir, ¡en este preciso momento!
La puerta negra se abrió y Jack entró y desapareció tras ella.
—¿De qué iba tó eso? —dijo Spiggy, confundido por la altisonante retórica.
—Jack Barker ha hipotecado este país al Banco de Japón —gimió la Reina.
—¡Dios mío! —exclamó Violet—. ¿Tendremos tos que hablar japoné?
—Pué conmigo que no cuenten —dijo Wilf—. Soy demasiao viejo pa aprender otro puñetero lenguaje, y de tos modos apenas sé hablá inglés.
Beverley Threadgold intervino:
—Conozco a un tipo que fue una vez a un restaurante japonés. Dijo que era horrendo. No había pa comer más que pescao cruo.
Violet dijo, indignada:
—Bueno, van listos si creen que puén venir aquí pensando que no van a dejarnos cocer el pescao, porque yo por ejemplo no lo consentiré, faltaría más, vaya.
—¿A quién pagaremos el alquilé? —preguntó Philomena Toussaint—. ¿Esto es toavía del ayuntamiento? ¿O es del Banco de Japón?
—Si tuviéramos una constitución escrita, como Dios manda —dijo Margarita recalcando las palabras—, esto no habría ocurrido.
La Reina tuvo que salir de la habitación. Temía que la cabeza le estallara. ¿Acaso era ella la única en percatarse del completo significado de la declaración de Barker? Ya se había producido un golpe de estado. Gran Bretaña había sido anexionada y ahora era simplemente otra isla japonesa mar adentro. Salió al jardín trasero. Ni rastro de Harris todavía. Su comida de la víspera estaba aún en la escudilla. La Reina la arrojó al cubo de basura con pedal que tenía debajo del fregadero.
Pensó: «Al final será bueno que Felipe se haya chiflado.
Si supiera que han vendido su patria adoptiva, que tanto ama, como arenques en la plaza del mercado, no quiero imaginar lo que pasaría».
La Reina cogió su radio portátil Sony y la estrelló contra la pared de la cocina. Ana apareció en el hueco de la puerta y dijo:
—Mamá, ven a ver esto.
La televisión mostraba ahora el Mall, que estaba flanqueado por un incontable número de personas. Algunas agitaban banderitas británicas, pero otras la bandera que representaba el sol naciente. Para la Reina, experta en aquellas lides, resultaba obvio que las masas no tenían idea de por qué estaban allí. Se habían congregado porque las propias multitudes se erigían en barreras.
Fitzroy explicaba a Diana que su trabajo se vería amenazado. Él era un contable ducho en recesión económica, le recordó, y si no iba a haber más recesión, ¿qué sería de él?
La cámara se apartó de los rostros de la muchedumbre para mostrar una carroza dorada tirada por cuatro emplumados caballos blancos, que en aquel momento pasaba bajo el Arco del Almirantazgo y embocaba el Mall. El gentío vitoreaba automáticamente, a pesar, incluso, de que las cortinas del interior de la carroza estaban corridas y era imposible ver a sus ocupantes.
La Reina protestó:
—¡Vitorearían aunque fuera a un chimpancé, esos imbéciles!
—Eso es lo que éramos nosotros, mamá —dijo Ana—. Vivíamos en un condenado zoo para que el populacho nos mirase con la boca abierta. Me alegro de haber salido de allí.
La Reina observó que, en el sofá, Spiggy se había acercado unos centímetros más a Ana. En la sala de estar el calor parecía, de pronto, opresivo. Se dijo que no tardaría en tener que salir a respirar aire fresco. Le latían las sienes.
Cuando la carroza giraba hacia las puertas del Palacio de Buckingham, Tony Threadgold dijo:
—¿Pos quién va ahí dentro?
—¿Cómo voy yo a saberlo? —refunfuñó la Reina.
En la pantalla del televisor la imagen cambió para mostrar una fragata japonesa pasando bajo el Tower Bridge. Los marineros, británicos y japoneses, saludaban formados en cubierta. La Reina resopló desdeñosamente. Luego, de súbito, la imagen volvió a cambiar y apareció en la pantalla el gran balcón del Palacio de Buckingham, donde se distinguían dos menudas figuras. Un zoom de la cámara reveló que una de ellas era Jack Barker, ataviado como un soldadito de plomo en una guerra de juguetes. Se tocaba con un tricornio adornado por una pluma blanca y vestía una casaca escarlata de la que colgaban unas condecoraciones que la Reina no supo identificar. La persona que se encontraba en pie a su lado era el Emperador Akihito, resplandeciente en un quimono de seda.
Ambos agitaron las manos saludando a la multitud que había abajo, y la multitud les devolvió mecánicamente el saludo. Acto seguido, Jack se apartó hacia la izquierda y el emperador hacia la derecha, y dos figuras más aparecieron en el balcón, una envuelta en el tenue resplandor de un conjunto de seda blanca y tules, bajo un tocado bordeado de flores de azahar, la otra en perfecto chaqué gris y sombrero de copa.
—¿Qué demonios es eso? —gritó la Reina.
La cámara, obedientemente, se aproximó todavía más para mostrárselo. Era su hijo Eduardo, con los ojos sin brillo y la boca sin sonrisa, que sostenía la mano de su desposada, Sayako, hija del emperador.
La Reina presenció con incredulidad cómo el emperador sonreía a su nuevo yerno y Eduardo se inclinaba hacia delante como un autómata y besaba a su esposa. La multitud, abajo, vociferaba con tanto entusiasmo que el televisor de la Reina vibraba peligrosamente.
—¡Han secuestrado a Eduardo! —estalló la Reina, furiosa—. ¡Le obligarán a vivir en Tokio como su consorte!
La Reina golpeaba la imagen de Sayako en la pantalla con el índice. Ya había tomado partido en contra de su nueva hija política.
En el interior de su cabeza, como un trueno, resonaba el rugir de la muchedumbre. La cámara se desplazó para ofrecer una estampa del cielo sobre el Palacio de Buckingham con el mástil desnudo en primer término. En lo alto, los ex Diablos Rojos, ahora repintados de amarillo, entraron en imagen con un agudo chillido de sus reactores y ejecutaron arriesgados giros y balanceos sobre el palacio, deleitando a la masa de espectadores. La cara sombría de Eduardo estaba vuelta hacia ellos cuando los aviones desaparecieron hacia el sur de Londres.
Y entonces ocurrió. Una bandera, palmo a palmo, lentamente, ascendió por el mástil y ondeó al viento con arrogancia. Era la bandera japonesa. La Reina gritó:
—¿Se ha vuelto completamente loco todo el maldito mundo?
Sayako sostenida por Eduardo, estaba agachándose, aparentemente para levantar del suelo algo que, según ella esperaba, le ganaría el corazón de los millones de amantes de los animales que presenciaban la escena. Cuando la princesa se enderezó, la cámara mostró con detalle qué era lo que Sayako sostenía bajo el brazo. Era Harris, que lucía un collar adornado con flores de azahar.
—¡Harris! —aulló la Reina—. ¡Sucio traidorzuelo miserable!
Harris miraba servilmente a Sayako. El emperador tendió la mano para acariciar al perrito británico. Harris enseñó los dientes y comenzó a gruñir. El emperador persistió estúpidamente en acariciar la cabeza del perrito, pero antes de que lo consiguiese Harris había dado un irritado bocado al pulgar imperial. El emperador repelió el ataque sacudiendo a Harris con un guante, y al instante perdió las simpatías de la totalidad del público británico.
Harris exhibía los dientes en una mueca maligna, y enseguida comenzó a ladrar furiosamente. La cámara continuó acercándosele hasta que su cabeza llenó la pantalla. La Reina y sus invitados reaccionaron alarmados echándose atrás. Todo lo que en el televisor podía verse ahora eran los afilados dientes de Harris y su lengua roja, de un color como de hígado crudo.

ABRIL

52

La mañana siguiente a la noche anterior

La Reina despertó con un sobresalto. Harris saltaba de un lado a otro frente al televisor, ladrando con una ferocidad que batía todas las marcas. Ella estaba empapada en sudor. Las pesadas sábanas de lino la oprimían, frías e incómodas. Miró, como siempre hacía, hacia la mancha de humedad del rincón, pero la mancha no estaba y la había sustituido lo que parecía ser un fino tapizado de seda.
—¡Oh, quieto ya, cochino perrito! —gritó la Reina.
Harris continuaba ladrando a la pantalla vacía. Con intención de hacerle callar, la Reina buscó el mando del control remoto y conectó la televisión. Era la mañana del diez de abril de 1992 y un David Dimbleby de ojos enrojecidos estaba repitiendo cansadamente que los conservadores habían ganado las elecciones.
—¡Oh, Dios mío, qué pesadilla! —gimió la Reina. Y ocultó la cabeza bajo las sábanas.


[1]     Infierno. (N. del T.)

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